Capítulo II:
Ladrón

No imaginaba el viajero encontrarse con lo que le esperaba a la entrada del pueblo. Al descender de la meseta, siguiendo un camino cada vez mejor cuidado, vio un gran rótulo de madera, en el cual se leía:

LADRÓN

(la gran metrópoli del Colorado).

250 habitantes vivos

Lo de «gran metrópoli» y lo de los doscientos cincuenta habitantes no encajaba y podía tomarse como un rasgo de humor de alguno de los pobladores del lugar; pero más adelante el viajero encontróse con una muestra algo más tétrica de humorismo, pues a unos veinte pasos del cartel anunciador de la identidad del pueblo se veía una profunda fosa, con un buen montón de tierra al lado, que era como una sábana para amortajar al que ocupaba el hoyo, en cuya cabecera otro cartel anunciaba:

«Esta sepultura está abierta en espera del sheriff que se atreva a presentarse en Ladrón».

Sonriendo, el jinete obligó a su caballo a acelerar la marcha. Al llegar frente a una taberna que no parecía estar muy concurrida, desmontó, ató su caballo al poste colocado frente al establecimiento y, después de asegurarse con maquinal movimiento de si los revólveres salían bien de sus fundas, penetró en el local.

Más que poco concurrido, estaba completamente solitario. El dueño se ocupaba en limpiar con un trapo muy mojado y sucio unos vasitos de los de licor.

—Hola, forastero —saludó, levantando la cabeza y fijando su mirada en el que llegaba.

—Hola —replicó el otro.

—Parece que viene de lejos.

—De Utah.

—¿Mormón?

—¿Lo parezco?

—Tampoco parece sheriff o comisario, y puede serlo.

El recién llegado sonrió ante la agudeza del tabernero.

—No soy ni comisario ni sheriff, pero si lo fuese, diría lo mismo.

—Es cierto —suspiró el tabernero—. El hombre ha nacido para mentir.

—Entonces, si pregunto algunas cosas, no me contestará usted la verdad.

—No, de ninguna manera. No le diré la verdad sobre ciertas cosas; pero, en cambio, sí se la diré sobre otras. Por ejemplo, ¿le interesa conocer el origen de Ladrón?

—Tal vez me ayude a tragar el aguardiente que se vende en esta casa. Y si usted me acompaña, me ahorrará la molestia de beber solo.

El tabernero, que representaba unos cincuenta años bien cumplidos, pareció humanizarse y conmoverse. Colocando sobre el mostrador dos vasitos de grueso cristal, los llenó con el contenido de una botella que sacó de debajo del tablero.

—A su salud —brindó el recién llegado.

—A la suya —replicó el dueño del establecimiento.

Cuando hubo bebido, y a una señal de su cliente, volvió a llenar los vasos y preguntó:

—¿Tiene algún motivo para invitar a beber a los taberneros? ¿O es que sólo lo ha hecho conmigo?

—No; es una costumbre muy antigua, gracias a la cual aún no he sido envenenado. He observado que los taberneros, cuando quieren refrescarse el gaznate, sacan siempre una botella guardada debajo del mostrador. No beben nunca de las que tienen a la vista del público. Un día invité a beber a un tabernero de Chindrical Falls, con la esperanza de que probara el alcohol que servía a los demás. No lo hizo. Por el contrario, me sirvió a mí una copa de la botella de debajo del mostrador. Y confieso que me dio a probar uno de los mejores aguardientes que han pasado por mi garganta. Desde entonces prefiero pagar doble y estar bien servido.

El tabernero lanzó un suspiro de decepción.

—¡Lo lamento! —exclamó—. Creí haber encontrado un alma grande.

—Las almas no son mayores que los cuerpos dentro de las cuales se mueven. Ocurre como con las sepulturas: no pueden ser más pequeñas que el cuerpo que deben contener.

—¿Qué pretende sacarme con eso? —preguntó el tabernero, mirando suspicazmente al otro.

—Nada. He leído los carteles que decoran la entrada del pueblo. ¿Es una broma?

—No. Más de un sheriff curioso reposa en otra tumba semejante.

—¿Y qué hacen con los buscadores de oro?

—Los… ¿Eh? ¿Por qué pregunta eso?

—Ya le he dicho que he leído todos los carteles.

—No entiendo nada —gruñó el tabernero—; pero le aconsejo que siga su camino y no se exponga a hacer un alto demasiado prolongado.

—¿Debo asustarme?

—Si es prudente, seguirá el consejo que le he dado.

—No lo soy y, por lo tanto, no lo seguiré. Otra copa de este aguardiente, tal vez sea la última.

—Lo será, forastero.

La voz llegaba de la puerta y fue acompañada por el chasquido del muelle de un revólver; pero antes de que el recién llegado pudiera apretar el gatillo de su arma, el forastero volvióse y a la altura de su cadera derecha brilló un fogonazo, seguido de una potente detonación, y una bala del 44 se llevó por delante el revólver del 45 que una fracción de segundo antes empuñara el que había hablado.

Pálido como un muerto, el recién llegado quedó inmóvil. Sólo al cabo de lo que pareció una eternidad bajó lentamente la mirada hacia la mano que empuñara el revólver. Luego volvió la vista hacia el autor del disparo y le vio empuñando un Colt, cuyo maligno ojo miraba recto a su corazón.

—Lamento contradecirle, amigo —sonrió el mejicano, envuelto aún en el acre humo de la pólvora—. No será mi última copa de licor. Acérquese y nuestro amigo el tabernero le servirá un buen trago de aguardiente. No, tabernero, no es necesario que le dé del bueno; al fin y al cabo, su trago sí que será el último, a menos que tenga la garganta tan cerrada que no le admita el paso ni de una gota de buen alcohol.

El recién llegado era un hombre de unos veintiocho años, alto, enjuto, de mirada ruin, que parecía degradado por todos los vicios, incluso el de la bebida. No se advertía nada noble en él. En aquellos momentos, mientras acercaba la mano al vaso que le había llenado el tabernero, sus ojos centelleaban, cargados de odio.

—Hace mal en pensar que podrá tirarme a los ojos el contenido del vaso —advirtió el mejicano—. No pretendo afirmar que la bala le atravesara el corazón antes de darle tiempo de verterme el licor en los ojos; pero sí que llegaría con la suficiente anticipación para que usted no pudiese ni acercar la mano izquierda al cuchillo ese que veo en su cinto y con el cual disfrutaría mucho atravesándome el pecho.

El joven volvió a dejar sobre el mostrador el vasito que ya había cogido y el terror pasó un momento por sus ojos.

—No necesito beber —gruñó.

—Creí que le gustaría calentarse un poco antes de quedar eternamente frío —replicó el mejicano, levantando de nuevo el percutor de su revólver.

—¿Qué va a hacer? —preguntó el tabernero.

—Matar al señor… ¿Cómo se llama?

—Es Hamilton, y… le aconsejo que no lo mate.

—Haga caso del consejo de Pops —rió, algo temblorosamente, el llamado Hamilton.

—¿Por qué he de hacerle caso? —preguntó el forastero—. Creo que toda la ley me ampara si pego un tiro al hombre que sin previo aviso desenfundó un revólver contra mí.

—Aquí no hay ley —advirtió Pops—. Y el nombrarla no favorece a nadie.

—Por eso he venido yo —sonrió el mejicano—; pero, aunque me guste un país sin ley, no me gusta que los demás se aprovechen de ello para agujerearme la espalda. Yo no me metí con usted, señor Hamilton, y lo primero que vi de usted fue una mano empuñando un revólver dirigido contra mi espalda. Si en lugar de fijarme en el revólver me fijo en otra cosa, tal vez ahora no sería yo quien hablara.

—Y si me mata, tampoco hablará mucho tiempo.

—Señor Hamilton, sólo la presión de un dedo le separa de la eternidad. Ese dedo es mío y obedece mis órdenes, porque… porque no está usted en condiciones de hacerlo, aunque detrás de usted queden cien mil amigos dispuestos a vengarle. No creo que el hecho de que a su muerte siguiera la mía en un plazo de horas o días, fuese para su cadáver un gran consuelo. Si le parece, expóngame las razones que le movieron a pronosticar mi muerte. Si me convencen, le dejaré marchar como si fuese un amigo mío. Si no me convencen…

Al llegar aquí, el mejicano apretó por segunda vez el gatillo de su revólver y la bala segó el lóbulo de la oreja izquierda de Hamilton, que, lanzando una maldición, sonriendo, el mejicano, continuaba:

—Ha sido sólo una broma, amigo mío. Es para demostrarle que sé disparar muy bien este precioso invento del coronel Colt… ¡Oh! ¡Pero si me olvidaba de que le demostré que sabía disparar!… ¡Pobre amigo mío! ¡Y qué feo va a estar con una oreja deslobulada! Como no puedo añadirle el trozo que le falta, le… —por tercera vez habló el revólver del forastero y la bala se llevó ahora el lóbulo de la oreja derecha, mientras, siempre sonriente, el autor de los disparos continuaba, como si nada hubiese ocurrido—: …le arrancaré el otro lóbulo, que ya no le sirve para nada. Así estarán igualitas las dos orejas. Creo que de ahora en adelante estará usted más atractivo.

Luego, variando el tono burlón, agregó, amenazador:

—¡Y largúese de aquí, cobarde! Puede decirles a sus amigos, que ni a usted ni a ellos les tengo miedo. Y agregue que sólo porque creo que son mejores que usted no le he dejado en condiciones de obligarles a que se jugaran la vida tratando de vengarle. Por si se le ocurre esperarme fuera, le prevengo que disparo guiándome por el sonido y que, si su primer tiro no acaba conmigo, puede tener la seguridad de que no llegará a disparar otro. Buenas noches. Y no recoja el revólver; eso no se ha hecho para usted.

Hamilton salió precipitadamente de la taberna. El mejicano levantó su revólver y extrajo las tres cápsulas vacías, que dejó sobre el mostrador. Luego metió tres cartuchos nuevos dentro del cilindro y guardó el arma en la funda.

—Sirva otra copa para quitarnos la aspereza de la pólvora en la garganta —propuso el mejicano.

—Mal enemigo se ha creado, señor…

—Puede llamarme Martínez —replicó el viajero—. José Martínez es un excelente nombre, ¿no?

Pops movió la cabeza y replicó:

—He conocido a doce José Martínez.

—Desde hoy conoce a trece.

—Sí, es un nombre muy popular. Por el estilo de John Smith. El usarlo evita muchos compromisos.

—¿Quién es ese Hamilton?

Pops inclinó la cabeza y por un momento pareció no haber oído la pregunta; sin embargo, no era así, pues al fin replicó:

—No debiera decirlo. Si permaneciera callado, mi salud sería mejor; pero me resulta usted simpático. ¿Ha oído habla de John D. Lee?

—¿El mormón que organizó la matanza de Mountain Meadows? [3]

—El mismo. Él fue quien descubrió este valle y quien lo pobló, huyendo de quienes le buscaban; luego, no pareciendole seguro, emigró hacia otras partes, llevándose sus mujeres y un saco de oro. Nadie se preocupó de las diecinueve o veinte mujeres de Lee; pero, en cambio, muchos observaron lo del saco de oro, y pronto convirtióse esto en un hormiguero de buscadores de oro; pero un día llegó alguien y empezó a asustar a los buscadores. Y ahora ya no queda ninguno. La gente de por aquí se dedica a criar un poco de ganado. Quien más, quien menos, con el permiso de ese alguien de quien le he hablado, rebaña los torrentes y riachuelos; pero no se acerca al Cañón del Trono. Le llaman así porque desemboca en un valle en cuyo centro se levanta una especie de torre natural, cortada en su cumbre, que recibe el nombre de «El Trono».

—¿Y ese «alguien» prohíbe la entrada al valle?

—Claro.

—Y Hamilton pertenece a su banda.

—Claro.

—Y ese «alguien» se ofenderá al ver regresar a su hombre con dos trozos menos de orejas, ¿no?

—Claro.

—Y vendrá aquí a pedirme cuentas, ¿verdad?

—Tal vez le aguarde afuera.

—O sea, que usted me aconseja que ponga la mayor distancia posible, en el menor tiempo imaginable, entre «alguien» y yo.

—Ése sería un consejo de amigo.

—Y entonces «alguien» creería que yo he tenido miedo y lo iría repitiendo por el mundo.

—Pero sólo podría decir que un tal José Martínez fue prudente…

—¿Cuántos hombres tiene ese «alguien»?

—Muchos.

—¿Diez o doce?

—Tal vez.

—¿Y los emplea en impedir el acceso de los curiosos al Cañón del Trono?

—Sí.

—¿Porque allí está el oro de Lee?

—Eso creemos los que hemos sido lo bastante prudentes para no acercarnos nunca a los lugares prohibidos.

—¿Es prudencia o falta de curiosidad?

—Sólo es prudencia, y usted debiera imitarla. No siento tentaciones de exponer mis huesos a una bala. Y créame, forastero, eso es lo que debe usted hacer, pues estoy oyendo el galope de un caballo y, si mis oídos no me engañan, alguien se acerca hacía aquí.

—¿«Alguien»?

Pops encogióse significativamente de hombros y se dedicó a secar los vasitos de licor. Un momento después abrióse la puerta de la taberna y un hombre entró en el establecimiento.

Habría resultado notable en cualquier ambiente; pero sobre todo lo resultaba en aquel mísero poblado, tan distinto de las prósperas poblaciones mineras de California, Nevada y Colorado. Era un hombre elegante, atractivo, de rostro alargado, nariz que parecía arrancada a una estatua griega y bajo la cual, ocupando el labio superior, extendíase un bien cortado bigote que servía de parcial marco a una boca de labios algo carnosos y dibujo perfecto y a unos dientes de deslumbradora blancura. El traje de aquel hombre era el habitual en los jinetes de la región. Pantalones de tela fuerte, botas altas, camisa de franela y chaqueta de piel. Sin embargo, la similitud de las prendas deteníase en este punto, pues pocos eran los jinetes capaces de prestar a su ropa una elegancia como la que aquel hombre daba a su vestido. Todas las prendas habían sido cortadas y confeccionadas por un sastre capaz de hacer cosas mucho más difíciles, y en todos sus detalles estaban perfectísimamente acabadas. Completaba su equipo un sombrero de ala no muy ancha, ligeramente vuelta hacia arriba por los lados y cuya copa formaba un profundo surco que terminaba, en la parte delantera, en dos hoyos laterales.

Tal vez alguien en algún sitio hubiera considerado aquel atildamiento como una muestra de debilidad o de lechuguinismo; pero ningún observador un poco sagaz hubiera cometido tal error, puesto que en aquel hombre se veía vibrar la fuerza física y la energía moral. Comprendíase que el revólver que pendía de su cintura no era un adorno, sino un elemento de fuerza que su amo sabía utilizar cuando era conveniente.

—Buenas noches, Pops —saludó el recién llegado.

—Buenas noches, señor Quincey —replicó Pops.

—Buenas noches, señor Quincey —dijo, a su vez, el mejicano.

El recién llegado volvióse hacia Martínez y preguntó:

—¿Me conoce, señor…?

—José Martínez, para servirle a usted. No, no le conozco; pero he oído pronunciar su nombre y no he podido resistir la tentación de saludarle.

—Muchas gracias, señor Martínez —replicó Quincey—. Conocí a un tal Martínez en Sonora. Tenía un hijo que buscaba oro o plata por California. ¿Viene usted de allí?

—No; ése es otro Martínez. Somos una familia muy numerosa.

—Eso he oído decir —continuó Quincey—. ¿Viene usted de Méjico?

—Pues… de allí vine alguna vez.

—¿Y vino con el exclusivo objeto de herir a uno de mis hombres?

—¿Uno de sus hombres? ¿Se refiere usted al señor Harnilton?

Quincey asintió con la cabeza.

—No puedo felicitarle a usted por los hombres que tiene a su servicio; pero, de todas formas, debo decir en mi descargo que sorprendí a su hombre en el momento en que estaba levantando el gatillo de su revólver, y que con ello me concedió pleno derecho a meterle en el cuerpo las tres balas que le disparé contra el revólver y las orejas.

—¿Es verdad eso, Pops? —preguntó Quincey.

—Tal vez —gruñó, al fin.

—El señor no quiere comprometerse —sonrió el mejicano—. Hace bien.

—Perfectamente; no dudaré de su palabra, señor Martínez. Creo que es conveniente no dudar de la palabra de un hombre capaz de arrancar los lóbulos de las orejas con la destreza con que usted lo hace.

—¿Influye sólo mi destreza? —sonrió Martínez.

—¿No le halaga semejante concesión?

—No, señor Quincey, porque eso me obligará a llevar las manos muy cerca de las culatas de mis revólveres. Cuando a un hombre se le da la razón sólo por la eficacia de sus armas, esa misma razón se le quita con un disparo por la espalda.

—Posee usted una inteligencia muy despejada, señor Martínez, y eso me convence cada vez más de que la razón estuvo de su parte. Quizá mi hombre se equivocó y le confundió con otro. Veo que han estado bebiendo. El gasto corre de mi cuenta. Brindemos porque nos encontremos otro día.

—Nos encontraremos, pues pienso quedarme aquí —sonrió Martínez.

—¿A qué se dedicará, señor Martínez? —preguntó Quincey, como si estuviese muy interesado por lo que pensaba hacer el forastero.

—A buscar oro.

La respuesta sonó como un desafío lanzado al rostro de Quincey. Éste, al cabo de unos minutos de silencio, preguntó:

—¿Oro?

—Sí.

—No tiene usted aspecto de buscador.

—Nadie nació buscando oro. Incluso sé de muchos que empezaron trabajando en molinos o serrerías y acabaron…

Martínez irrumpió lo que iba diciendo y bebió un sorbo de licor; luego pareció olvidarse de lo que había empezado a decir, hasta que Quincey preguntó, curiosamente:

—¿Cómo terminaron?

—Colgados de un árbol… por buscar oro.

Quincey sonrió.

—Eso demuestra que es peligroso buscar oro en ciertos sitios.

—Siempre me ha atraído el peligro.

—Entonces busque oro hacia el Sur. Creo que por allí se encuentra algo en las arenas.

—Pienso buscarlo hacia el Cañón del Trono.

Las palabras del mejicano eran como una amenaza o un desafío. Quincey lo advirtió y, sonriendo duramente, replicó:

—Tal vez se encuentre con alguna cuerda.

—O tal vez los que traigan la cuerda se encuentren con más plomo del que podrán digerir.

—Oiga, Martínez. No soy hombre que gaste saliva en balde. No me gusta amenazar ni crearme enemigos innecesariamente. Tiene usted toda la región de los cañones para buscar oro en ella. No se lo impedirá nadie; pero si se acerca al Cañón del Trono encontrará algo que no le gustará nada. Siga el consejo y no lo tome a broma.

El mejicano buscó en el bolsillo y sacó una bolsa de piel y un librillo de papel de fumar. Dentro de la bolsa iba una buena cantidad de tabaco. Martínez lió un perfecto cigarrillo, lo encendió y, lanzando una bocanada de humo al aire, dijo, siguiéndola con la mirada:

—Lamento mucho no poder prestar a su consejo toda la atención que merece. Buscaré oro y no admito indicaciones ni amenazas.

Quincey se encogió de hombros y adoptó una actitud de hombre que lamenta tener que hacer algo contrario a su gusto.

—Yo también lamento su decisión; pero no desespero de convencerle de que esta tierra no es buena para los forasteros aficionados a buscar oro. Buenas noches.

Dejando una moneda de cinco dólares sobre el mostrador, Carl Quincey dio media vuelta y abandonó la taberna, seguido por la irónica mirada de Martínez.

—Ya lo ha conseguido —suspiró Pops.

—¿Qué es lo que he conseguido?

—Ganarse un enemigo mil veces peor que una serpiente de cascabel. Debiera haber aceptado sus ofertas. Él le cree fugitivo de algo, y estaba dispuesto a brindarle ayuda y un empleo.

—No he oído ninguna de sus ofertas.

—Pero Quincey lo insinuó. No iba usted a esperar que le propusiera unirse a su banda.

—¿Tiene una banda?

—Deje de hacer el tonto y convénzase de que si sigue así acabará muy mal. Buenas noches.

—Buenas noches, Pops —replicó Martínez, marchando lentamente hacia la puerta.

Antes de llegar a ella detúvose junto a una de las mesas y, viéndola cubierta de polvo, dibujó sobre ella algo con el dedo índice. Luego siguió su camino.

Pops, que le había observado, acercóse a la mesa para ver lo que había escrito el mejicano.

No halló ninguna palabra; sólo una cabeza de animal medio abocetada. Acercando una luz, Pops examinó más atentamente el dibujo.

—Parece una cabeza de lobo —murmuró.

Luego, pensativo, agregó:

—¿Un lobo o un coyote?

Inclinóse más sobre el dibujo y examinó todos sus contornos, creyendo ver en él algo familiar.

—Sí, es una cabeza de coyote… —repitió—. La marca del Coyote, quizá.

Pops encogióse de hombros y, con la mano, borró el dibujo.

En el mismo instante, casi simultáneos, sonaron dos disparos en la calle. Parecían llegar desde unos quinientos metros más allá de la taberna. Pops no salió a averiguar el resultado del tiroteo; por el contrario, como la noche no parecía ser de mucho despacho, decidió cerrar las puertas y dejar que la gente de Ladrón resolviera sus problemas de la forma que mejor le pareciese.