Searles fue recibido en el rancho por una Carol muy distinta de la de antes. Acudiendo hacia él, dijo, con tímida sonrisa:
—Quisiera hablarle.
Searles vaciló. Antes de que pudiera replicar, la joven agregó:
—Quisiera dar un paseo por la pradera. ¿Puede acompañarme?
Searles recordó el momento de la noche anterior en que tuvo a Carol entre sus brazos y dudó un momento. Temía hallarse de nuevo a solas con aquella mujer. Sin embargo contestó:
—Sí, en seguida estoy con usted.
Abandonaron el rancho, seguidos por las sonrientes miradas de los vaqueros, y durante casi media hora no cambiaron ni una palabra. Al fin, Carol abordó el tema que les preocupaba a los dos.
—¿Qué hizo con… Donahue? —preguntó, en voz baja, como temiendo ser oída.
—No se preocupe por él, señorita Mcade.
—¿Qué hizo? —insistió Carol.
—Le coloqué donde debía estar.
Carol inclinó la cabeza y, sin mirar a Nick, preguntó:
—¿Lo llevó al árbol aquel?
—Sí.
—¿Por qué?
Searles no respondió. Carol, siempre sin mirar a su compañero, continuó:
—Hace diez años desapareció el colono que vivía junto a aquel árbol. Nadie sabe qué fue de él; pero algunos aseguran que fue asesinado.
—Sí, le asesinaron —contestó el muchacho.
—¿Y usted quiere vengar su muerte?
Searles no replicó; pero al cabo de un momento dijo:
—Innes murió al atacarme. Donahue murió por otra causa. Sin embargo, tanto él, como Shamrock y como Innes, fueron culpables de un odioso asesinato.
Carol comprendió la censura que vibraba en las palabras de su compañero. Al matar a Donahue, el capataz le había salvado a ella la vida y no era justo buscar un segundo motivo para su acto.
Buscando una salida de su turbación, la joven señaló de pronto un grupo de altas acotillas, cada uno de cuyos largos tallos estaba coronado por magníficas flores.
—¡Qué hermosas! —exclamó, desmontando de su caballo y corriendo hacia las acotillas, que crecían al pie de unas altas rocas.
Searles desmontó también y sosteniendo de las bridas los dos caballos, sentóse en una piedra. Un momento después Carol regresó hacia él trayendo un manojo hecho con las intensamente rojas flores. Estaba colocando una de ellas en la camisa de Searles cuando un jinete apareció al otro lado del recodo formado por la masa de rocas.
Al ver a la pareja el hombre detuvo un momento su caballo; luego, al reconocerlos, siguió adelante y, saludando con irónica cortesía, pidió:
—Perdonen que les haya interrumpido.
Carol adivinó en los ojos de Searles su intención. Rápidamente, le contuvo:
—¡No, por favor, no más violencias! Se lo ruego, Nick.
Searles retiró la mano de la culata de su revólver; pero la mirada con que siguió al jinete estaba preñada de amenazas.
—Es Givens —murmuró.
—Sí; pero no tiene importancia —sonrió Carol, recordando, con una angustia que no hubiera sabido explicarse, que aquel hombre gozaba en Esperanza de la fama de ser el mejor tirador de toda la región. Hacía años que estaba al servicio de Bulder y si sus manos estaban encallecidas era más por el contacto de las culatas de sus revólveres que por el manejo del lazo y de los hierros de marcar.
—Se dirige a Esperanza —murmuró Searles—. Hablará mucho…
—Todo el mundo tiene derecho a hablar —rió Carol.
—Pero no a decir según qué cosas.
—No dijo nada ofensivo.
—Sus labios, no; pero sus ojos, sí.
—No se puede impedir a una persona que tenga los pensamientos que prefiera —dijo Carol.
—Pero se le puede impedir que los exponga.
La alegría del paseo por el desierto estaba agotada. Inútilmente Carol se esforzó por reanimar la conversación. Searles contestó con monosílabos, aunque era evidente que luchaba por adoptar otra actitud.
Carol sintió como si el cielo se cubriera de amenazadoras nubes y al llegar al rancho se despidió tímidamente de su compañero, que anunció, tratando de dar a sus palabras un acento de completa indiferencia:
—Iré a echar un vistazo a los terneros que tenemos que marcar.
Carol le vio cambiar de caballo y con la mirada le siguió hasta que desapareció tras el polvo del camino de Esperanza, donde no había ni una sola res del P, Cansada.
Luego entró en el despacho que había utilizado su padre y, recordando el incidente de la noche anterior, abrió el cajón donde había guardado el dinero que le entregara el capataz.
Por un momento el corazón se le inmovilizó a causa del susto. Recordaba perfectamente cómo estaba el libro de cuentas bajo el cual se hallaba el dinero. Al dejar ella el libro, éste quedó con la etiqueta hacia abajo, inmediatamente encima de los billetes. En cambio, ahora estaba hacia arriba. Mas al levantar el libro, Carol lanzó un suspiro de alivio. El dinero seguía allí.
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«El Dorado» rebosaba público ansioso de divertirse. Ante aquel público, Givens estaba anunciando algo que parecía merecer la aprobación general.
—La señorita Meade no parece sentir mucho asco de los vaqueros —decía Givens—. Ayer noche, cuando toda la pose dormía, el atractivo capataz del P. Cansada salió de su puesto, montó en su caballo y tomó el camino del rancho. ¿Para qué? Me imagino que todos nos lo figuramos, ¿no?
Un coro de carcajadas acogió estas palabras. Givens, satisfecho de su éxito, prosiguió:
—Y debió de ser muy agradable para la señorita Meade, pues esta tarde la encontré cortando flores de acotilla y prendiéndolas en la camisa de su capataz. Todas las mujeres son iguales. Esa Meade parecía una dama demasiado distinguida para hablar con nosotros; pero no sólo es capaz de hablar, sino…
—¡Givens!
El nombre sonó como un pistoletazo y fue seguido por un arrastrar de sillas y el rumor de los pasos que marcaba la prudente retirada de quienes se hallaban en la línea de fuego.
Searles, con las manos caídas y el cuerpo en tensión, había entrado en el bar y se hallaba frente a Givens. Su rostro expresaba un odio mortal.
En cambio, la cara de Givens expresaba brutal satisfacción. El pistolero acababa de recibir la provocación necesaria para poder matar a aquel hombre sin exponerse a molestos interrogatorios. No dudaba del resultado de la contienda. Era un experto tirador y, en cambio, su adversario estaba tembloroso de ira.
—¿Me llamaba el señor capataz? —preguntó Givens, con burlona sonrisa.
—Sí. Eres un cobarde, un canalla y un…
El resto lo dijeron los revólveres, que escupieron fuego al mismo tiempo. El capataz del P. Cansada giró sobre los tacones, empujado por el proyectil disparado por Givens, y cayó al suelo. Su adversario, herido en el pecho, cayó de bruces y quedó un momento inmóvil; luego hizo un inútil esfuerzo por incorporarse.
Viendo que Givens aún no estaba muerto, Searles se arrastró hacia él, diciendo:
—Givens, antes de morir quiero que sepas algo.
Inclinóse más hacia el moribundo y le murmuró unas palabras al oído.
Givens pareció haber recibido una descarga. Sus ojos se desorbitaron, miró incrédulamente a Searles y musitó:
—Tú… ¿tú eres…?
Un violento estertor ahogó sus palabras y Givens cayó de nuevo contra el suelo, quedando inmóvil para siempre.
Searles se puso trabajosamente en pie y dejóse caer en una silla que alguien acercó. La herida recibida en el hombro sangraba copiosamente. Riley y sus hombres, que habían asistido al drama, acudieron en seguida a curarle. El silencio que había reinado durante los últimos minutos fue roto por todos. Se discutió ampliamente la lucha y unos se agruparon alrededor de la víctima mientras otros lo hacían en torno del vencedor.
Su curiosidad fue pronto atraída por un nuevo suceso más emocionante todavía que el primero. Het Kyler entró en «El Dorado» en compañía de Bulder y de un grupo de comisarios. Todos empuñaban sus armas, especialmente escopetas de caza cargadas hasta la boca que podían llenar de metralla el local. Su aparición cogió tan de sorpresa a Riley y todos los partidarios de Searles que la ventaja de Kyler resultó en seguida evidente.
—Otra pelea, ¿eh? —gruñó el sheriff—. ¿Dónde está el cadáver?
Acercóse al muerto y con la punta de la bota le volvió la cara.
—¡Givens! —exclamó. Volvióse hacia Searles y anunció, apuntándole con el fusil de gran calibre que empuñaba—: ¡Pero por Dios que ésta será tu última pelea, Searles! Esperanza no tolerará más este cúmulo de crímenes.
Volvióse un momento hacia los demás, mientras uno de sus agentes arrebataba sus armas al herido, y declaró:
—Sé que se me ha criticado por no haber terminado con la banda de los Máscaras Blancas. He aguantado en silencio todas las críticas porque estaba seguro de mí y de las medidas que estaba tomando. Estas medidas han culminado hoy y puedo ya decir que uno de los principales miembros de la banda ha sido detenido.
Con melodramático ademán señaló a Searles y declaró con hueca voz.
—Searles, quedas detenido.
—¿De qué se le acusa? —preguntó Ridge del R. R.
—De haber asesinado a Abraham Meade y de haber intervenido en el asalto del Banco de Esperanza.
Searles quiso levantarse; pero fue empujado violentamente atrás con los cañones de los fusiles de los comisarios de Kyler. Luego, sin ningún miramiento, fue esposado y conducido a la cárcel de Esperanza. El sheriff anunció antes:
—Mañana por la mañana se verá la causa contra Nick Searles.
Isaías Bulder cambió una mirada de inteligencia con Peters y los dos sonrieron.
¡El triunfo era suyo!
Pero uno de los clientes de «El Dorado» también sonrió. Nadie le conocía; había llegado aquella tarde del desierto. Cuando Searles fue conducido a la cárcel siguió al grupo que le acompañó y apoyóse un momento contra el tablero de los avisos; cuando se apartó de allí, el cartel en el cual se ofrecía el premio por la captura del Coyote mostraba, al lado de la firma de Het Kyler, un dibujo que representaba una cabeza de lobo… o de coyote.