Bulder estaba humillado física y moralmente. No atreviéndose a mostrar su magullado rostro, se encerró en su rancho, rumiando su derrota. Por lo que hacía referencia a las heridas de su cuerpo, les daba poca importancia, pues sus efectos pasarían pronto; pero la herida moral duraría mucho más, porque era infinitamente más honda.
El recuerdo de lo ocurrido le hacía lanzar imprecaciones. En medio de una de ellas, Peters entró a verle.
—Maldiciendo y jurando no se arregla nada —dijo el capataz del I. B.
Bulder le dirigió una furiosa mirada.
—¿Qué quieres que haga?
—Preparar el ataque. Searles ha descubierto su juego y sus fuerzas. El Coyote le apoya, tiene dinero y, además, tiene el rifle que llevaba Abraham Meade el día en que fue asesinado.
—¿Cómo lo sabes? ¿Por Daniels?
—No. Daniels se ha vuelto honrado y no quiere saber nada de nosotros; pero hay otros que nos ayudan. Searles es un pistolero profesional; pero también es otras cosas.
—Ya lo sé —gruñó Bulder—. Es amigo del Coyote, lo cual es algo.
Peters se encogió de hombros.
—¡El Coyote! ¡Bah! ¿Qué fuerza tiene ese enmascarado? Ninguna. Podrá mover guijarros; pero no montañas. En cambio existen fuerzas capaces de arrollarle.
—¿Cuáles?
—No importa ahora. Tú quieres deshacerte de Searles, ¿no? Pues bien, hace unas semanas tres hombres asaltaron el Banco de Santa Ana. Dos de aquellos murieron; el tercero escapó. Y si la descripción que de él hicieron no está equivocada, sospecho que se trata de nuestro buen amigo Nick Searles.
—¿Y qué? ¿Crees que Het querrá jugarse la cabeza deteniéndole por algo que ocurrió fuera de los límites de su jurisdicción?
—Puede haber gente más valiente que nuestro sheriff. Y en cuanto a delitos ocurridos fuera de la jurisdicción de Kyler… Escucha…
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A la mañana siguiente Searles entró en su cabaña, de regreso de una visita de inspección a los pastos, y lo primero que atrajo su mirada fue un papel clavado en la pared. Fue a cogerlo, presintiendo de quién procedía, y leyó, extrañado, sus breves líneas. Decía así:
«Retira el dinero del Banco».
Searles confiaba lo bastante en su jefe para no dudar ni un momento. Montando a caballo, sin detenerse a descansar, marchó al galope hacia Esperanza, dirigiéndose en seguida al Banco, de donde retiró el dinero que tenía depositado. Para mayor comodidad llevóse los mil novecientos dólares en billetes.
Mientras regresaba al rancho, Searles reflexionaba acerca de lo que podía haberle ocurrido a Meade. No confiaba mucho en que el propietario del I. B. estuviese aún con vida. El hallazgo de su fusil en poder de Innes justificaba todas las sospechas de que Abraham Meade hubiera sido asesinado. Además, su extraño silencio sólo servía para confirmar los más trágicos presentimientos.
Preocupado con estos pensamientos, encaminóse hacia los pastos que lindaban con el desierto. La hierba era escasa y mala, y no vio a ninguno de sus vaqueros. Dejó descansar un rato su caballo y luego reemprendió la marcha hacia el rancho, llegando a él a media tarde.
Casi antes de tener tiempo de desensillar su caballo fue interrumpido por la llegada de uno de sus hombres, que anunció a grandes voces:
—¡Los Máscaras Blancas han asaltado el Banco de Esperanza! Han herido al gerente.
El asalto habíase verificado de acuerdo con la costumbre de los bandidos de aquellas regiones. Mientras unos guardaban la entrada del Banco, otros penetraron en su interior y, amenazando al gerente con sus armas, le obligaron a entregar todo cuanto había en el local; después, para impedirle que diera la alarma,, le dispararon un tiro y escaparon con el botín.
—Se ha formado un grupo dirigido por Kyler, Riley y otros, y están persiguiendo a los bandidos —terminó de explicar el vaquero—. Debemos unirnos a ellos.
Todos aprobaron estas palabras como si se tratase de acudir a una fiesta en vez de marchar hacia una posible muerte, dando por descontado que los bandidos habíanse llevado también el dinero del rancho.
—El dinero está aquí —anunció Searles, mostrando los billetes que había retirado del Banco.
El entusiasmo de los vaqueros fue mayor; pero no redujo sus deseos de marchar detrás de los bandidos. Searles dirigióse hacia la casa principal, entró en el salón y entregó el dinero a Carol.
—Trataremos de cazar a los bandidos —explicó—. Prefiero que guarde usted el dinero, pues…
—¿Qué? —preguntó Carol.
Searles se encogió de hombros.
—Podría ocurrirme algo que me impidiese regresar para decirle en dónde lo guardé.
—¿Es necesario que vaya usted? —preguntó Carol.
—Soy el jefe y no está bien que cuando ellos exponen su vida yo que me quede atrás.
Carol inclinó la cabeza y su rostro expresó honda amargura.
—¿Cuánto terminarán estas violencias? —preguntó.
—Algún día —sonrió Searles.
Era la primera vez que la joven se mostraba humana con él.
—No, no terminarán nunca —replicó Carol—; cuando no luchan con las pistolas pelean a golpes, como si con ello consiguieran algo práctico.
Searles comprendió que Carol estaba enterada de la pelea que Bulder y él habían sostenido en «El Dorado». Pero como la joven no hizo mayor mención de ella, el capataz se abstuvo también de referirse al incidente. Recomendó a Carol que guardara bien el dinero, y, saliendo del rancho, montó a caballo y partió al frente de los vaqueros, cortando el desierto para unirse a la pose[2] que marchaba detrás de los ladrones.
La tarea era inútil, pues los autores del asalto tuvieron tiempo sobrado para escapar. Sin embargo la persecución siguió, sin descanso, mientras hubo luz. Entonces los hombres se reunieron para pasar la noche al amparo de unas rocas, al pie de las cuales encendieron unas hogueras de artemisa y matorrales de creosota.
Entre los que formaban la pose figuraba Isaías Bulder; mas ni por una vez miró a Searles. Este abstúvose, también, de decirle nada. Al llegar la hora de tumbarse a dormir, el capataz del P. Cansada eligió un apartado rincón y dejó los revólveres al alcance de su mano.
Apenas se había envuelto en la manta oyó un ruido que se acercaba a él. Incorporándose sobre el codo izquierdo, Searles levantó uno de sus revólveres y apuntó hacia la sombra que acababa de surgir de las tinieblas.
Por un momento el capataz creyó que se trataba de un hombre que avanzaba a gatas; pero un violento jadeo le convenció de su error. Un instante después la sombra saltaba sobre él.
—¿Qué haces aquí, Leal? —sonrió el capataz, palmeando el lomo del perro.
Éste lamió la cara con grandes lengüetadas. Al querer apartar a su perro, las manos de Searles tropezaron con un papel sujeto con una cuerda al cuello del animal.
El capataz quedó un momento inmovilizado, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Luego, haciendo un esfuerzo, desató la cuerda y con ayuda de una cerilla examinó el papel. Era una breve nota en la cual se le ordenaba:
«Regresa en seguida al rancho P».
La firma era también del Coyote.
Searles releyó la nota, le aplicó la llama de la cerilla y antes de que el papel fuera consumido se puso en pie, guardó los revólveres en la funda, y deslizándose fuera de su refugio fue en busca de su caballo. Montó en él y primero a paso lento, para no llamar la atención, y luego, cuando estuvo ya a una distancia conveniente, al galope, partió hacia el rancho.
Dos horas invirtió el fatigado caballo en llegar a su destino. La noche era muy oscura; pero el plateado resplandor de las estrellas hacía visibles las construcciones del rancho P. Cansada.
Searles abandonó su montura a corta distancia y dirigióse hacia la casa, examinando bien el terreno. No se veía ninguna señal de vida; pero al llegar a unos cien metros del rancho, Searles creyó percibir un movimiento junto a una de las puertas.
Dirigióse hacia aquel lugar, con el revólver amartillado; pero no descubrió nada sospechoso. La puerta estaba cerrada y sin señales de forzamiento. El capataz fue rodeando la casa, examinando todas las puertas y ventanas. Al fin descubrió una de estas últimas que estaba entreabierta. Penetrando por ella encontróse en la cocina, cuya puerta interior daba a un pasillo por el que se llegaba a una de las escaleras que permitían subir al piso.
Searles estaba vacilando acerca del partido que debía tomar. El mensaje del Coyote indicaba que algo grave había ocurrido o iba a ocurrir en el rancho. Pero ¿qué podía ser? En la duda estaba a punto de decidirse por aguardar en el salón, cuando unas voces llegaron a sus oídos.
No se oían claramente las palabras, pero la voz era de hombre y parecía llegar del dormitorio de Carol.
Ésta fue despertada por el roce de una mano, y al abrir los ojos vio junto a su lecho la alta figura de un hombre.
—No se mueva —ordenó éste—. No le haré ningún daño.
Carol reconoció la voz.
—¡Donahue! ¿Qué hace usted aquí?
El vaquero lanzó un juramento.
—¡Cállese! —ordenó. Luego, soltando una carcajada, siguió—: Es inútil que grite, señorita Meade. No hay nadie en la casa y el cocinero no la oirá por mucho que usted chille. Dígame dónde está el dinero y le prometo que no le ocurrirá nada malo.
—¿Qué dinero? —tartamudeó Carol.
—El que retiraron del Banco antes de que se cometiera el robo. Démelo y me marcharé sin molestarla más.
—No sé nada de eso —mintió Carol—. Si el señor Searles lo retiró del Banco debió de llevárselo o esconderlo en un sitio que desconozco.
—Es inútil que trate de engañarme. Vieron a Searles entrar en la casa antes de marchar para reunirse con la pose. Dejó el dinero en sus manos porque no iba a llevarlo encima mientras perseguía bandidos. Vamos, entrégueme los mil novecientos dólares o le daré una lección que no le gustará.
—¡Cobarde! —chilló Carol—. Esto le costará la horca…
Donahue, rabioso, le cerró la boca con la mano, pero tuvo que retirarla en seguida, ensangrentada a causa de un violento mordisco.
—¡Maldita! —rugió Donahue.
Estaba enloquecido por la ira y por el ansia de matar. Su mano derecha buscó la empuñadura de su cuchillo y, desenfundándolo, lo levantó para hundirlo en el pecho de la joven.
Searles ignoraba esto, pero la imprecación de Donahue le previno de la gravedad de la situación. Veloz y silenciosamente subió por la escalera. Estaba a punto de penetrar en el dormitorio de Carol, cuando la oscuridad fue taladrada por un fogonazo.
El disparo llegó a tiempo. Medio segundo más y el cuchillo de Donahue hubiera descendido sobre su víctima.
Carol oyó la detonación, escuchó el erizante choque de la bala contra la cabeza de su atacante y le vio saltar hacia atrás y rodar por el suelo.
Durante unos segundos quedó demasiado aterrada para comprender lo ocurrido.
También Searles quedó desconcertado por el disparo y, por un momento, temió que hubiera sido dirigido contra Carolina; pero cuando se disponía a disparar a su vez se dio cuenta de que el fogonazo había iluminado una figura vestida do negro y cuyo rostro se hallaba oculto por un antifaz.
—¡El Coyote! —susurró, bajando el revólver.
El autor del disparo llegó junto a él y en voz baja le dijo al oído:
—No digas nada de mí. Tú le has matado. Llévalo al árbol. Adiós.
Silencioso como una sombra, El Coyote desapareció y Searles precipitóse dentro del cuarto.
Carol le vio enfundar su revólver y, dominada por los desbocados nervios, saltó de la cama y corrió a buscar protección entre los brazos del capataz. Durante unos minutos permaneció abrazada a él, notando, con infinito alivio, los labios de Searles en su cabellera, mientras el joven murmuraba:
—¡Pobrecita!, ¡pobrecita mía!
La joven quiso explicar el horror por que acababa de pasar; pero su garganta estaba atenazada como por una mano de hierro. Al fin, cuando la paz hubo vuelto a su espíritu, apartóse lentamente de Searles y bajó la vista hacia el cadáver de Donahue.
—¿Le hizo algún daño? —preguntó Searles. Y cuando la joven contestó con un negativo movimiento de cabeza, el capataz agregó—: Tranquilícese. Me lo llevaré en seguida. No creo que tuviese ningún compañero.
Inclinóse, cogió a Donahue por las piernas y lo arrastró fuera del cuarto, cargándolo luego sobre sus hombros y depositándolo, al fin, encima de uno de los caballos que habían quedado en el rancho. Regresó después al dormitorio de Carol y con unos trapos mojados borró las manchas de sangre que habían quedado en el suelo. Repitiendo una vez más la conveniencia de guardar silencio, separóse de Carol y ensillando otro caballo marchó hacia el árbol que sirviera para ahorcar a su padre. Cuando se alejó de allí para regresar junto a sus compañeros, el álamo tenía una muesca más y otro cadáver colgaba de él.
A la mañana siguiente, sin que al parecer nadie se hubiera dado cuenta de que durante cuatro horas Searles se había ausentado del campamento, la pose regresó hacia Esperanza. La persecución había fracasado y los hombres mostrábanse defraudados por lo poco emocionante que la salida había resultado; pero al llegar a las tierras que fueron de Forbes quedaron compensados de todo al ver el cadáver que pendía del álamo.
Bulder dirigió una escrutadora mirada a Searles; pero si comprendió algo se abstuvo de hacer ningún comentario. Asistió en silencio al descolgamiento del cadáver y encogióse de hombros cuando se le preguntó si sospechaba quién podía haber elegido aquel árbol para colgar de él los cuerpos de sus antiguos vaqueros.