El dueño del I.B. escuchó con evidente mal humor la noticia de que las cincuenta cabezas de ganado destinadas al R.R. habían llegado a su destino y que Nick Searles había cobrado los dos mil quinientos dólares estipulados, regresando con ellos al rancho P. Cansada mientras los hombres emboscados en el Cañón del Búfalo aguardaban en vano el paso de la punta de bueyes.
Pero aún aumentó su malhumor cuando Peters llegó trayendo otra noticia.
—Innes y Shamrock han aparecido ya.
—¿Dónde estaban? —gruñó Bulder—. Ya era hora de que apareciesen. Por lo visto se gastaron en whisky el dinero que les di para que terminasen con ese Searles. Supongo que los encontraste borrachos perdidos…
—Se balanceaban bastante; pero no a causa de la borrachera, sino debido a que colgaban de un par de cuerdas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, violentamente, Bulder.
—Al volver hacia aquí pasé por las ruinas de la cabaña de Forbes. ¿La recuerdas?
—Sí.
—La gente no gusta de pasar por allí. Dice que el sitio está lleno de fantasmas desde que el dueño… desapareció.
—Supongo que no viste su fantasma, ¿verdad?
—No. Los fantasmas sólo aparecen de noche; pero el gran álamo que allí se levantaba ha echado fruto doble, y de la misma rama que utilizamos para el viejo Forbes colgaban Innes y Shamrock. Curioso, ¿eh?
—¿Ahorcados? —preguntó, palideciendo, Bulder.
—Tenían unas cuerdas atadas al cuello, pero antes de ser conducidos allí, Innes recibió un balazo en los sesos y Shamrock otro en el cuello.
Bulder lanzó una imprecación.
—Hay algo más —siguió Peters—. En el tronco, junto a la marca del 4 B, había dos muescas recién hechas. Dos muescas. Dos cadáveres. Recuerda que fuimos varios los que asistimos a aquella fiesta. Tú, yo, Innes, Shamrock, Daniels, Donahue. Veremos para quién se talla la próxima muesca.
Bulder se echó a reír, aunque no con risa natural.
—Pierdes la serenidad, Peters. Han pasado diez años desde aquello. Hubo tiempo más que sobrado para que si alguien tenía que vengarse lo hubiera hecho. Sin duda alguien se enteró de la historia y desea burlarse de nosotros.
—¿Matando a dos hombres a la vez? —preguntó, irónicamente, Peters.
—Casualidad… —empezó, no muy seguro, Bulder.
—Nada de casualidad —interrumpió Peters—. Aquellos dos hombres tenían que hacer un trabajo: el de asesinar a Searles. Sin embargo, a pesar de lo bien dispuesto del plan, fueron ellos los asesinados. Searles estuvo allí y contra él se dispararon algunos tiros; pero estuvo alguien más. Alguien a quien no quisiera tener enfrente.
—¿De quién hablas?
—Toma —replicó Peters, tendiendo a Bulder unos trozos de papel—. ¿Conoces esto?
Peters señalaba uno de los papeles, en el cual se veía dibujada una tosca cabeza de lobo.
—¿Qué es? —preguntó Bulder, pálido como un muerto.
—¡La firma del Coyote!
—¡Bah! El Coyote ha muerto. Hace años que no se oye hablar de él.
—Eso no quiere decir que haya muerto, Isaías.
—Entonces, ¿qué crees?
—Que ha tomado a su cargo vengar a Forbes. Sabe Dios cómo se enteró de la historia de aquello y debió de enviar a Searles aquí para que trabajara en descubierto mientras él lo hacía en la sombra.
—Todo eso te lo figuras gratuitamente.
—No, Isaías. Estos papeles los encontré entre la hierba, en el sitio donde se apostaron Innes y Shamrock. Parecen trozos de un mensaje rasgado. En otro de los que encontré figura la palabra Buf…, lo cual quiere decir que el mensaje trataba del Cañón del Búfalo, y como allí estaban los nuestros para impedir que el ganado llegara a manos de Riley, es lógico suponer que alguien —y nadie mejor que El Coyote— advirtió a Searles, después de ayudar a matar a Innes y a Shamrock pues las balas que los mataron son de distintos calibres.
—¿Y qué puede haber venido a buscar aquí El Coyote, si realmente él anda metido en este asunto?
—Puede haber querido vengar a Forbes y, también, puede haber venido con la intención de terminar con la banda de los Máscaras Blancas, o sea matar dos pájaros de un solo tiro.
—¡Cállate! —ordenó, alarmado, Bulder—. Las paredes pueden tener oídos.
Peters echóse a reír.
—Creo que hay alguien que ya sospecha de nosotros y nos relacionan con lo Máscaras Blancas. Escucha: Searles ha salvado la situación, tiene dinero, está cada vez más firme en el P. Cansada y va a ser un enemigo peligroso. Hoy ha llegado un nuevo miembro para la banda. Es Sol Poniente, el pistolero tejano. Viene bien recomendado, está sin dinero y conoce la fama de Nick Searles. Tampoco le conocen a él aquí. ¿Por qué no lo sueltas contra el capataz del P. Cansada?
—Sol Poniente nos sería muy útil y no me gustaría que Searles lo matara en una lucha frente a frente.
—¿Quién habla de eso? Un tiro por la espalda mata tan bien como uno disparado cara a cara. Somos lo bastante fuertes en Esperanza para que Sol Poniente se libre de toda molestia.
El propietario de I.B. reflexionó unos instantes.
—Creo que tienes razón —dijo, al fin—. Prepáralo todo para esta noche. ¿Qué hiciste con los dos cadáveres?
—Los cargué en los caballos y los enterré bastante lejos —fue la indiferente respuesta de Peters—. Nadie los echará de menos en Esperanza y a nosotros no nos interesa que se hagan averiguaciones.
—No, no nos interesa —rió Bulder—. Avisa a Het Kyler.
—Nuestro amado sheriff será prevenido —prometió Peters.
Poco después salía del rancho.
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Aquella tarde Searles entró en el Banco y depositó mil novecientos dólares, o sea cuanto le quedaba después de haber pagado los sueldos de los vaqueros y algunos pequeños gastos más.
Al salir entró en la taberna de Brennon. Éste le saludó alegremente y colocó ante él una botella de buen whisky.
—Es del que yo bebo —explicó, para remarcar su excelencia—. ¿Cómo marchan las cosas en el P. Cansada?
—Muy bien —replicó Searles, sirviéndose una pequeña cantidad de licor que degustó a pequeños sorbos—. Hasta ahora no hemos tenido ningún tropiezo.
Brennon sonrió alegremente.
—Es usted el hombre que Esperanza necesita.
—Pero un hombre solo no puede nada contra veinte —sonrió Searles, repitiendo las palabras del tabernero.
—No retiro lo dicho —sonrió Brennon—. Aunque un hombre de coraje, apoyado por unos cuantos más, puede luchar con ventaja sobre veinte.
—Seguro —replicó Searles—. ¿Qué le parece Riley, del R.R.?
—Es honrado y tiene buenos amigos. Ya sé que ha llevado usted la manada al rancho de Riley, y puedo decirle que en «El Dorado» apostaban triple contra sencillo a que usted no llegaría jamás.
—Tal vez los Máscaras Blancas no sentían interés por las reses. Es curioso que el sheriff de Esperanza no haga nada contra ellos.
—Het Kyler no tiene prisa por exterminarlos. Dice que mientras no molesten a la población no es cosa de ir, tampoco, a molestarlos.
—Buena filosofía, Brennon. ¿Puede usted encargarse de reunir un grupo de gente honrada que no tenga miedo de usar un revólver?
—Estarán reunidos para cuando usted los necesite —prometió Brennon—. Y cuando llegue el momento todos desenterrarán el hacha de la guerra.
Searles salió de la taberna y entró en uno de los almacenes, el más próximo al establecimiento de Brennon. El joven recordaba haber visto salir de allí a Carol.
—Sí —dijo Callahan, el propietario, en respuesta a la pregunta de Searles—. Aquí compraba siempre el señor Meade.
Y, sonriendo maliciosamente, agregó:
—Por cierto que he recibido orden de no venderle nada a usted.
—Entonces tendré que ir a visitar a su competidor —replicó Searles.
Callahan se echo a reír.
—Hará bien. Bulder es el dueño del cuerpo y del alma de Winter, y el pobre también habrá recibido instrucciones.
—En tal caso los comerciantes de Desierto habrán hecho suerte.
—No se precipite, Searles —rió Callahan—. He dicho que recibí órdenes; pero no creo que me haya oído usted decir que piense cumplirlas. ¿Qué necesita?
Searles detalló los artículos que necesitaba y convino con Callahan que al día siguiente le fuesen enviados al rancho. Después de despedirse del tendero, Searles se dirigió hacia «El Dorado».
Su entrada provocó indudable conmoción. Searles vio cómo los clientes de Glen cambiaban comentarios en voz baja. El único que no parecía sentir ningún interés por lo que estaba sucediendo era un vaquero mejicano que debía de haber sufrido una terrible caída, pues toda su cabeza estaba cubierta por blancos vendajes de algodón, que dejaban tan sólo al descubierto la boca y los ojos. El hombre bebía lentamente un vaso de aguardiente. Y debían de ser tan grandes sus propias preocupaciones que no le quedaba tiempo ni humor para ocuparse de las ajenas.
Searles pidió una copa de whisky y clavó la mirada en el rectangular y alargado espejo que ocupaba todo el espacio que quedaba entre las hileras de botellas de detrás del bar y el techo. Por medio de aquel espejo vio cómo al minuto escaso de haber entrado en «El Dorado», un hombre penetraba, también, en el local.
El recién llegado era de mediana estatura; pero la anchura de sus hombros le hacía parecer más bajo, casi pequeño. Su traje era el de los vaqueros, y los únicos detalles notables eran sus dos revólveres —que llevaba muy bajos y con las fundas sujetas a las piernas— y las manos, que eran largas, enjutas, muy bronceadas por el sol. Aquel hombre no estaba acostumbrado a usar guantes… y los guantes son un estorbo cuando se trata de empuñar deprisa un revólver.
—Es un pistolero —pensó Searles, que conocía bien el tipo.
El recién llegado se colocó a unos dos metros de Searles. Tomando la botella que el camarero le había tendido, se sirvió una modesta ración de licor, detalle que también fue advertido por Searles.
Su atención fue atraída en aquel momento por la llegada de un grupo de hombres entre los cuales reconoció a Bulder y al sheriff, cuya estrella de plata brillaba tenuemente. Los otros parecían agentes del sheriff, y algunos lucían las insignias de su cargo.
—Sírvenos de lo mejor —ordenó Bulder, dirigiéndose al camarero.
La llegada del grupo obligó a Searles a apartarse un poco. En el mismo instante que lo hacía se oyó caer un vaso al suelo.
Al momento escuchóse una imprecación, y Searles, antes de que pudiera volverse, sintió contra su espalda el duro contacto del cañón de un revólver.
—¡Estúpido! —gruñó la voz de su vecino—. Esto te va a costar…
—Nada —dijo otra voz—. Sol Poniente, tienes un revólver apoyado contra tu cabeza, y si disparas el tuyo no volverás a cometer otra tontería semejante.
El hombre que encañonaba con su revólver a Searles quedó inmóvil, como esperando órdenes. No tardó en recibirlas.
—Guarda tu artillería y vete —siguió la voz.
Sol Poniente obedeció y, con paso lento, marchó hacia la puerta de «El Dorado». Volvióse sólo un momento, para pasar entre unas mesas, y pudo ver que el hombre que le había dado la orden era el mejicano de la cabeza vendada, que acababa de guardar también su revólver y, vuelto hacia el bar, estaba diciendo:
—Continúe la fiesta, caballeros. Ha sido un incidente sin importancia.
Searles iba a volverse hacia su salvador, cuando Sol Poniente, con velocísimo movimiento, llevó la mano derecha a la culata del revólver, lo desenfundó y quiso levantar el percutor; pero aquí se terminó su acción, pues el mejicano, a pesar de haber buscado su revólver cuando ya la mano de Sol Poniente estaba en la culata del suyo, fue el primero en sacarlo y disparar.
Dos veces habló su revólver. La primera, para arrancar el largo Colt que empuñaba el pistolero, y la segunda para dirigir la bala al lóbulo de la oreja derecha de Sol Poniente.
Éste tardó unos segundos en comprender lo ocurrido. Primero miró estúpidamente su vacía mano y luego, movido por el fuego que abrasaba su oreja, llevó la misma mano a la parte herida. Al fin, y con los ojos desorbitados por el espanto, comprendió.
—¡El Coyote! —murmuró en un siseo que llegó a todos los oídos.
—Veo que me conoces —dijo el mejicano, arrancándose el vendaje y dejando al descubierto su enmascarado rostro—. No debiste nunca cruzarte en mi camino —siguió—: No vuelvas a hacerlo.
Sol Poniente retrocedió, como atontado. Luego se oyó el galope de un caballo y todos comprendieron que el famoso pistolero que había trazado en sangre su nombre en muchas peleas, huía, atemorizado, ante la amenaza del más temido de los nombres del Oeste.
Het Kyler se creyó obligado a decir algo. Sabía que El Coyote no solía matar a los sheriff, y por ello protestó:
—¿Qué significa eso de venir a turbar la paz de este pueblo? Me dan tentaciones…
—Usted perdone, señor sheriff —replicó, duramente, el enmascarado, guardando su revólver—. No sabía que Sol Poniente fuera amigo suyo.
—No lo es… No lo había visto nunca. Pero represento a la Ley…
—Y se retrasa usted un poco en intervenir. Cuando el señor que se ha marchado tenía el revólver contra la espalda de este caballero, usted no se alteró lo más mínimo.
—Vi cómo ese hombre le tiraba el vaso de licor y como eso se considera una ofensa, le habría estado bien empleado a Searles que le hubieran pegado un tiro…
—Het Kyler, en mi larga vida he tenido el disgusto de conocer a muchos sheriffs y comisarios; pero usted es el peor de todos ellos —replicó el enmascarado—. No comprendo cómo los ciudadanos de esta población tuvieron que ir al desierto a buscar una serpiente de cascabel como usted para colgarle la estrella en el pecho.
—¡Me está insultando! —jadeó el sheriff.
—¡Qué inteligencia! —rió El Coyote—. Sí, le estoy insultando, y le doy todas las oportunidades que quiera para empuñar su revólver y devolverme el insulto.
Het Kyler palideció mortalmente; pero estaba en una situación que no admitía retroceso; por ello tartamudeó:
—Quiere obligarme a echar mano a las armas para poderme asesinar…
La mano derecha del Coyote trazó un veloz círculo en el aire. Prácticamente nadie vio cómo el revólver salía de la funda y volvía a ella; pero, en cambio, todos escucharon la detonación y vieron cómo la oreja derecha de Kyler se ensangrentaba, marcada para siempre con la marca del Coyote.
—¡Cobarde! —gritó Kyler, llevándose la mano a la herida.
—Modere su lengua, señor Kyler —previno el enmascarado—. Traiga una baraja, saque una carta y yo sacaré otra. El que obtenga la más alta disparará primero. La distancia que nos separará será de dos metros. No creo que le falle la puntería. Si no se atreve, lárguese de aquí, porque cuando cuente tres le destrozaré una pierna.
Het Kyler vaciló sólo un momento, en seguida dio media vuelta y escapó de la taberna seguido por algunas carcajadas.
El Coyote paseó su mirada por la sala, y, arreglándose el sombrero, abandonó lentamente el local sin volver una sola vez la cabeza, a pesar de lo cual ninguno de los que allí estaban se atrevió ni a acercar la mano a la culata de su revólver.
Al llegar junto a la puerta volvióse, y dirigiéndose a Searles dijo:
—Caballero, cuide mucho de quienes se colocan a su lado.
Sólo cuando hubieron transcurrido casi cinco minutos de la salida del enmascarado la vida volvió a «El Dorado».
Fue Isaías Bulder quien primero recobró la palabra. Dirigiéndose a Searles, declaró, impetuoso:
—¡Tiene usted buenos amigos!
Searles avanzó hacia él y, con el rostro demudado, ordenó:
—Saque sus armas y defiéndase como un hombre.
Estaba inclinado hacia adelante, con las manos, como garras, rozando las culatas de sus revólveres, dispuesto todo él a saltar como un muelle en violenta tensión.
Bulder palideció; pero haciendo un esfuerzo logró decir:
—Imita usted lo que ve hacer a los otros. Además, como puede ver yo no llevo revólver.
Searles sonrió burlonamente y desciñéndose el cinturón lo dejó, junto con las armas que pendían de él, encima del mostrador; luego, dirigiéndose a Bulder, dijo:
—Ya que no quiere exponerse a recibir un balazo en la cabeza, supongo que no tendrá inconveniente en recibir unos cuantos puñetazos.
Por un momento el ranchero pareció sorprendido; luego un destello de alegría cruzó por sus ojos. En aquellas tierras no había un hombre capaz de dominarle en una lucha a brazo partido. Su asombro fue compartido por los demás; pero ese asombro aún fue mayor cuando, después de quitarse las espuelas, los dos hombres avanzaron uno contra el otro y Bulder, después de lanzar en vano un poderoso puñetazo, se encontró con un fulminante derechazo de Searles, quien, sin darle tiempo a reponerse de la sorpresa y de los destructores efectos del puñetazo, completó éste con una serie de rápidos golpes que parecieron derretir las piernas de Bulder, quien, con los ojos en blanco y los músculos sin fuerza, se desplomó ante su adversario sin haber tenido ni la oportunidad de alcanzarle con un solo golpe.
Jamás se había visto una derrota tan rápida. La impresión producida fue tan grande que, a pesar de la espectacular aparición del Coyote, en las horas que siguieron nadie en Esperanza habló de otra cosa que de la pelea entre Bulder y Searles.
Sin embargo, a la mañana siguiente Het Kyler clavó en el tablero de los avisos un cartel recordando a todos que desde hacía diez años existía un importante precio por la cabeza del Coyote. El cartel ofrecía diez mil dólares a quien entregase, vivo o muerto, al misterioso enmascarado. Ninguno de los que lo leyeron pensó, ni por un momento, en hacer nada para ganar dicho premio. Había formas más cómodas y seguras de obtener dinero, aunque no tanto.