Capítulo VI:
El mensaje del Coyote

Searles empleó parte de aquella mañana y el comienzo de la tarde en terminar de agrupar el ganado que pensaba entregar a Riley. Luego fue a inspeccionar la ruta que conducía al R.R. Este rancho se encontraba a unos treinta kilómetros del P Cansada y el camino discurría en la mitad de la distancia por la pradera, adentrándose más tarde por un terreno boscoso que culminaba en el llamado Cañón del Búfalo.

El capataz había dejado ya atrás la pradera y avanzaba por las estribaciones de las montañas que eran atravesadas por el cañón, cuando, de pronto, de entre unos árboles que crecían a unos ciento cincuenta metros de él, vio surgir una columna de humo, acompañada del zumbido de una bala de gran calibre y, un instante después, de una detonación.

Searles se dio cuenta, cuando todo hubo ocurrido, de que, un momento antes de sonar el disparo, él había obligado a su caballo a saltar a un lado, obedeciendo a un súbito e inexplicable impulso. El haberlo hecho le salvó la vida. Y de nuevo volvió a salvarla al picar espuelas, y en vez de buscar la protección que podían ofrecerle las altas hierbas que crecían a ambos lados del camino, siguió adelante, en dirección al oculto tirador.

Apenas había hecho esto una segunda bala zumbó como un rabioso moscardón y mordió el borde del ala del sombrero del joven.

Este comprendió que había caído en una emboscada, pues la segunda bala procedía de otro punto.

Empuñando su rifle, Searles saltó del caballo y quedó oculto tras los árboles de un bosquecillo. Apenas se hubo aplastado contra el suelo, otras dos balas zumbaron sobre él, haciendo caer unas ramitas de pino.

Searles disparó contra una de las nubecillas de humo; pero lo hizo sin afinar la puntería. En seguida se dejó rodar hasta el fondo de una pequeña hondonada y rápidamente recargó el fusil.

Mientras lo hacía iba dándose cuenta de lo desesperado de su posición. Los movimientos de sus ocultos enemigos eran fáciles de adivinar. Uno de ellos permanecería en su puesto, para impedirle que se moviera, en tanto que el otro daría un rodeo, escalaría la ladera de la montaña y, antes de diez minutos, podría disparar sobre él desde una posición segura, que le colocaría entre dos fuegos.

Entretanto estaba seguro, pues las balas no podían alcanzarle allí; sólo cuando uno de los tiradores llegara a una posición más alta podría herirle sin que él lograse impedirlo.

Dispuesto a vender, al menos, cara su vida, Searles se arrastró lentamente hasta detrás del tronco de uno de los arbolillos que constituían la avanzada del bosque de grandes pinos que se extendía hasta lo alto de la montaña. Recordaba dónde se había ocultado uno de los dos tiradores y su mucha práctica en aquella clase de luchas le hizo comprender que por tratarse de un punto donde la vegetación era escasa, el asesino apostado allí no tardaría de abandonarlo. En cambio, el segundo disparo había llegado de la parte donde la vegetación era más densa y ofrecía fácil enmascaramiento.

Aquel sitio era el que más le preocupaba; pero al cabo de unos minutos de estudiarlo, comprendió Searles que le sería imposible descubrir nada; por ello volvió su atención hacia el primer emboscado.

Apenas lo había hecho sonó una detonación y oyóse un grito de agonía, seguido de un quebrar de ramas y arbustos. El cuerpo de un hombre salió como disparado de entre la maleza y rodó ladera abajo.

Casi al mismo tiempo el primero de los dos emboscados hizo otro disparo y, con la velocidad del rayo, Searles disparó contra la nubecilla de humo que había brotado de entre unos matorrales.

Siguió un absoluto silencio y Searles aguardó, en tensión, que ocurriera algo más. No volvió a sonar ningún disparo y sólo se oyó un ahogado batir de cascos de caballo que se alejaban.

¿Qué significaba aquello? Searles meditó sobre lo ocurrido, recordando el disparo que había derribado al hombre cuyo cuerpo se veía tendido a menos de doscientos metros de él. ¿Quién le hirió?

¿Uno de los bandidos? No, no debía de ser aquello puesto que el disparo que, hizo el otro bandido no fue dirigido contra Searles. Esto parecía indicar la presencia de un providencial salvador. Recordó las palabras escuchadas en la Misión de San Juan de Capistrano, y, dominado por una súbita seguridad, levantóse de su trinchera y, agazapado, recorrió en unos saltos un breve espacio descubierto hasta llegar detrás de otro árbol.

Ningún disparo. Ningún movimiento delator. Searles se puso en pie y sin gran prisa avanzó por la pradera. En unos tres o cuatro minutos recorrió el espacio que le separaba del escondite del primer tirador. Cuando llegó a aquel sitio vio a un hombre caído de bruces que tenía junto a él un largo rifle.

Searles creyó reconocerlo y, al volverlo, vio que se trataba del cadáver de Innes. Una bala que penetró por la frente la había destrozado la cabeza.

Una gran emoción dominó al joven. Aquella bala había sido disparada por él y quien la había recibido era uno de los seis hombres que asistieron a la ejecución de su padre.

Rápidamente dirigióse hacia donde yacía el otro cadáver. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al reconocer en él a Shamrock, otro de los que acompañaron a Bulder el día en que el viejo Forbes fue asesinado tan cobardemente La bala que había matado a Shamrock le entró por el cuello.

Un relincho arrancó a Searles de la inmovilidad en que le había sumido el descubrimiento. Procedía de un lejano macizo de árboles y el joven dirigióse hacia allí. Atados a un tronco encontró dos caballos. En la silla de uno de ellos vio un papel prendido con un alfiler. Lo arrancó y pudo leer:

«Si el ganado atraviesa el Cañón del Búfalo, lo perderás».

—¡El Coyote! —exclamó Searles.

El enmascarado no había prometido en vano su ayuda. En el momento en que fue necesaria había llegado en forma eficacísima e impresionante.

Durante casi cinco minutos el pistolero estuvo contemplando el papel. Luego lo rasgó en menudos fragmentos y dejó que el viento lo repartiera por el bosque; después, obedeciendo a una súbita idea, desató los caballos y, llevándolos de las riendas, regresó junto al cuerpo de Shamrock.

Los animales retrocedieron, espantados, ante el cadáver; pero Searles consiguió dominarlos y les cubrió los ojos. Después cargó sobre uno de ellos el cuerpo de Shamrock, procediendo, luego, a hacer lo mismo con el de Innes.

Ya iba a marcharse cuando se fijó en el rifle que había utilizado el antiguo vaquero del P. Cansada. Lo recogió y, con un estremecimiento de horror, vio, en la culata, las iniciales de A.M., en cobre.

—Abraham Meade —murmuró—. ¿Cómo pudo este rifle llegar a manos de Innes?

Movió dubitativamente la cabeza. No le gustaba el curso que tomaban los acontecimientos. Examinó luego el Cañón del Búfalo. Era un lugar ideal para las emboscadas. Al fin guardó el rifle de Meade junto al suyo y, llevando de las riendas a los dos caballos con su tétrica carga, volvió sobre sus pasos, y dirigióse a un punto que desde su regreso a Esperanza no había tenido el valor de visitar.

Unas horas más tarde el sol poniente iluminó con sus ensangrentados rayos dos cuerpos que pendían de la misma rama que diez años antes sirvió para ahorcar al viejo Forbes. La débil brisa del anochecer balanceaba suavemente los dos cadáveres. En el tronco del árbol junto a la gran «4 B» que de niño trazara Joseph Forbes, se veían dos rayas.

La venganza de la muerte del viejo agricultor había empezado.