Capítulo IV:
El rancho P. Cansada

Abraham Meade, propietario del rancho P. Cansada (su marca era una «P» inclinada a la izquierda, como si estuviese apoyada en un tronco), estaba sentado en el amplio porche de su casa, royendo pensativamente la boquilla de una pipa que hacía rato habíase apagado y mirando la amarilla y polvorienta carretera que cruzaba los prados en dirección a Esperanza, situada a unos treinta y tantos kilómetros de allí. Meade era un hombre no muy alto, recio, de cabello y bigote grisáceos, de unos cincuenta años cumplidos, en cuyo rostro se acusaba la tensión mental que le dominaba y que para cuantos le conocían era un problema, ya que en el P. Cansada todo parecía marchar viento en popa, pues se trataba del mejor rancho de toda la región.

De pronto la mirada de Meade captó un lejano puntito negro en la carretera, y cuando, al cabo de unos minutos, el puntito se transformó en un jinete, el rostro del ranchero se iluminó. Sacó del bolsillo una carta y, abriéndola, la releyó atentamente. Su mirada se posó unos segundos en la extraña firma, que representaba una cabeza de animal (de lobo o coyote) trazada de un solo rasgo. Al fin, respirando hondo, sacó una caja de cerillas de azufre y, encendiendo una, prendió con ella fuego a la carta, que utilizó, a su vez, para encender la pipa. Luego contempló cómo la llama consumía todo el papel y después aplastó los negros restos quemados.

Mientras tanto, el jinete que se aproximaba fue aumentando de tamaño y Meade vio que le seguía un perro. Desapareció un momento el viajero tras los primeros edificios del rancho y al reaparecer en el patio saludó con la mano al propietario, y desmontando, fue hacia la galería.

—Hola, Searles —saludó Meade—. Entre en casa. Este sol es terrible.

Teniendo en cuenta la época y el lugar, la habitación donde entraron era muy lujosa. El piso estaba cubierto por una alfombra india y los muebles, de roble, eran pesados, elegantes y cómodos. Con gran extrañeza, el visitante vio un lujoso piano. El dueño de la casa trajo una botella de coñac, vasos, agua fresca y una caja de cigarros. El recién llegado sirvióse de las tres cosas y, acomodándose en un sillón, encendió el cigarro elegido y aguardó a que el dueño hablase.

—Hace un par de semanas alguien mató a Stevens, mi capataz. Le disparó un tiro por la espalda… —Meade hablaba seca, casi violentamente—. Llegó su caballo, sin jinete, y envié a los muchachos a que vieran de encontrarle. Hallaron el cadáver en una cañada, en los Pinnacles. Era un hombre bueno, tranquilo, sin enemigos y, sobre todo, era leal conmigo. El hombre que ocupe su puesto correrá los mismos riesgos. ¿Lo comprende?

—Seguro —replicó Searles.

Meade acaricióse la barbilla y al cabo de un momento siguió:

—He recibido una carta en la cual se me anunciaba su llegada y se me daban ciertos consejos. He estado meditando sobre ambas cosas y, aunque al principio no me gustaba mucho la idea de que usted fuera mi capataz, luego, al recordar cómo asesinaron a Stevens y los riesgos que hay que correr, he llegado a la conclusión de que nadie mejor que usted podría ocupar la plaza vacante. La carta que he recibido tenía una firma extraña. ¿Se imagina cuál es?

—Una cabeza —replicó Searles.

—Sí, una cabeza; pero ¿de qué?

—¿De qué? —preguntó a su vez Searles—. Usted es quien ha recibido la carta.

—Sí; pero usted es quien llega. ¿Cómo sé que no ha habido otra jugada sucia?

—La persona que firmó esa carta que dice usted haber recibido, me entregó como presentación una carta del juez Palmerston para usted.

—Eso decía El Coyote —murmuró Meade.

Searles sonrió.

—Toda prudencia es poca, aunque yo le reconocí en seguida.

—¿Cuándo nos hemos visto? —sorprendióse el otro.

—Hace años. Yo era muy joven y usted algo más que ahora. Bulder le tiene en sus manos, ¿verdad?

—Sí —murmuró Meade—. En la vida uno suele cometer a veces tonterías que se pagan muy caras. Hubo un tiempo en que, como todos, yo robé tierras. Podría decir que la ley me apoyaba y que los verdaderos propietarios no tenían sus documentos en regla. Pero no quiero dar a las cosas un nombre falso. Hubo un día en que uno de los hombres a quienes despojé vino a verme. Trató de asesinarme de una cuchillada y yo me anticipé a él y le maté de un tiro. Fue en defensa propia; pero, aunque quisiera, no podría probarlo. Bulder tiene ciertas pruebas que, si se sacaran a relucir, me perjudicarían. Sobre todo porque él domina a la ley. Gracias a esas pruebas me tiene puesto el pie encima y me obliga a hacer lo que quiere.

—¿No puede librarse de esa carga?

—No. Hasta ahora no he podido; pero esa persona de quien hemos hablado me ha hecho ver que la solución es mucho más sencilla de lo que hasta ahora yo me había figurado. Todo depende de usted. El hombre que gobierne este rancho ha de ser de toda confianza, pues en sus manos quedará la hacienda.

—Un momento, señor Meade. ¿Sabe esa persona que usted mató a aquel hombre?

—Sí. Y también sabe que a su familia no le ha faltado, desde entonces, nada de lo necesario y hasta de lo superfluo. He cuidado de que su mujer, sus hijos y todos sus familiares trabajasen en el rancho cobrando buenos sueldos. No saben que yo lo maté, y una de las amenazas que Bulder mantiene suspendidas sobre mi cabeza es la de que descubrirá la verdad a esa gente, y así, si la justicia no termina conmigo, los hijos de aquel hombre se encargarán de matarme.

—Supongo que no pensará utilizarme para deshacerse de estos hombres.

—No, Searles. Sé que es usted veloz y certero en el manejo del revólver; pero no quiero alquilar sus armas para ese fin. Las quiero para defender mis propiedades.

—¿Es de confianza su equipo de vaqueros?

Meade movió, dubitativamente, la cabeza.

—No sé —replicó—. Eso es algo que tendrá que comprobarlo usted por sí mismo. Stevens afirmaba que algunos de nuestros hombres eran de absoluta confianza; pero no citó nombres. Lo malo es que algunos de mis vaqueros vinieron recomendados por Bulder y tuve que tomarlos. Le concedo libertad de acción para disponer de ellos como guste.

—Bien. ¿En qué sentido le tiene puesto Bulder el pie encima?

—Me despoja de mi ganado.

—¿Se lo roba?

—No; de cuando en cuando me pide cincuenta o sesenta cabezas y tengo que enviárselas.

—¿Sólo por haber matado a un hombre en defensa propia? —preguntó, incrédulamente, Searles.

Meade le dirigió una profunda mirada. Al fin inclinó la cabeza y murmuró:

—No. Hay otra cosa. Otro motivo por el cual nunca toco eso —y señaló la botella de coñac—. Una vez bebí demasiado e hice algo que… que quisiera contarle; pero aún no me atrevo. Se trata de algo que, unido a lo otro, bastaría para condenarme. Es algo grave…

—Que El Coyote no sabe.

—Tal vez no, o acaso sí, pues en su carta me decía que sabía todo lo relativo a mi pasado.

—Está bien, creeré que, desde el momento en que me ha enviado, sabe que las culpas de usted no son demasiado graves.

—Gracias. Tengo la impresión de que usted salvará mi rancho y a mi hija.

—¿Tiene usted una hija? Lo ignoraba.

—Sí, ahí viene. Carolina, quiero presentarte a nuestro nuevo capataz, el señor Searles.

La joven acababa de entrar en el salón y Nick reconoció en ella a la misma muchacha que le había llamado cobarde en Esperanza. Al ver al pistolero no hizo intención de tenderle la mano, limitándose a decir:

—El señor Searles y yo ya tuvimos el gusto de conocernos.

El ranchero miró extrañado a su hija y a Searles, y éste explicó:

—La señorita y yo nos conocimos hace unas horas, durante una discusión que sostuve con el señor Bulder y cuatro de sus sabuesos.

Y, sin alterar en nada los hechos, Searles explicó a Meade lo ocurrido.

El ranchero no pareció compartir la indignación de su hija. Al terminar el relato, dijo:

—Bien, esta noche cenará con nosotros, Searles.

—Gracias; pero prefiero cenar con los muchachos —se apresuró a replicar el nuevo capataz, advirtiendo que la joven no parecía muy satisfecha con la invitación de su padre.

Éste asintió y, levantándose, dijo:

—Venga, le presentaré a sus hombres.

Salieron del salón, dejando en él a la enfurecida Carolina, y dirigiéronse a las dependencias destinadas a los vaqueros, que en aquellos momentos estaban desensillando sus caballos o fumando a la sombra. El señor Meade anunció:

—Muchachos, os presento a Nick Searles, el nuevo capataz. Ocupará el puesto de Stevens desde este preciso momento.

Algunos de los vaqueros sonrieron amablemente murmurando un saludo; otros se limitaron a permanecer inexpresivos, en tanto que unos pocos evidenciaban su disgusto. Searles se conformó con observarlos a todos.

—Ésa será su cabaña, Searles —indicó Meade, señalando una construcción de troncos separada de la vivienda común de los vaqueros—. Está ya dispuesta; pero si necesita algo más se le proporcionará. Adiós.

Searles metió su caballo en el corral y guardó en su vivienda la silla de montar y la poca impedimenta que traía. La cabaña constaba sólo de una habitación amueblada con una cama, una estantería, varías sillas y una mesa.

Cuando el joven se hubo quitado el polvo del viaje, salió de su alojamiento y dirigióse al de los vaqueros. Al acercarse oyó voces.

—No me gustan los perros —decía alguien—. Y menos de noche. Me asustan.

Era Jonathan, el cocinero negro.

—No debes asustarte —replicó otro de los vaqueros—. No tienes que hacer más que cerrar los ojos y la boca y en la oscuridad el perro no podrá verte.

La entrada de Searles interrumpió la conversación. Al ver que el negro se apartaba de Leal, el nuevo capataz dijo, sonriendo:

—Yo sé de un sistema mejor, Jonathan. De cuando en cuando puedes darle al perro un buen pedazo de carne y será tu amigo para toda la vida. Los perros no son como los hombres. Si se les trata bien, ellos no lo olvidan nunca.

—Sí, señor; lo haré —prometió el negro, saliendo de la estancia y sonriendo ampliamente.

—Creo que hemos salvado a nuestro cocinero —sonrió Searles—. Supongo que debe de ser de los mejores que existen, ¿no?

—Sí —contestó el mismo que había hablado antes aconsejando a Jonathan que cerrase la boca y los ojos—. No hay cocinero que se le pueda comparar.

La cena servida en el comedor de los vaqueros justificó la reputación del cocinero. Leal asistió a ella royendo un magnífico y carnoso hueso y dirigiendo miradas de inconfundible agradecimiento a Jonathan. Searles apenas habló, entreteniéndose en observar a los hombres de quienes acababa de ser nombrado jefe. Eran diez y había tres más ocupados en otros puntos del rancho. La juventud y la mediana edad estaban equitativamente representadas. Uno de ellos, llamado Donahue, atrajo en seguida su atención. Era un hombre de unos cuarenta años, fuerte, de ojos pequeños y largo bigote que ocultaba casi enteramente la boca. Era uno de los que no habían acogido con agrado el nombramiento del nuevo capataz. Con la misma hostil expresión con que le había mirado entonces contemplaba ahora el café.

—¿Qué clase de agua sucia es ésta? —gruñó, al fin, cuando Jonathan entró con un nuevo plato.

—Es café —aseguró el negro.

—Pues a mí me parece agua de fregar platos —gruñó el otro—. Tenemos un excelente capataz y en seguida tratas de envenenarle con esto.

Con una sonrisa, Searles declaró:

—Pues a mí me parece un excelente café.

—¿De veras? —replicó Donahue—. Depende de lo que esté usted acostumbrado a beber. Stevens no hubiera tolerado que nos sirvieran esto. Era un buen capataz y no será fácil que encontremos otro igual.

El torpe esfuerzo por mostrarse hostil era muy claro; pero Searles fingió no advertirlo. Dirigiéndose a todos, comentó:

—El señor Meade me dijo que la muerte de Stevens era un misterio.

—Nada de misterio —replicó uno de los vaqueros, llamado Bailey, pero más conocido por Huesos, ya que su cuerpo apenas constaba de otra cosa—. Los Máscaras Blancas lo mataron.

—Si repites mucho eso irás a reunirte con Stevens —dijo Donahue.

—¿Quiénes son los Máscaras Blancas? —preguntó Searles—. No había oído hablar de ellos.

—Son una cuadrilla de bandidos que operan por estas tierras y cuya identidad nadie conoce —contestó Bailey.

—¿Tenían algo ellos contra Stevens? —preguntó Searles.

—No creo; pero tal vez él descubriera su escondite en los Pinnacles —indicó Bailey—. Los Máscaras Blancas son muy peligrosos y creo que ni el mismo Negro Bulder desea ponerse a mal con ellos.

—¡Bah! —gruñó Donahue—. El día en que Bulder se lo proponga irá a comerse a esos Máscaras Blancas.

Searles tomó buena nota de la observación. Sin duda aquél era uno de los hombres que debían su puesto allí a la influencia de Bulder.

—Tarda mucho en proponérselo —comentó Rayton, uno de los vaqueros más viejos—. Quizá tengamos que ser nosotros los que al fin terminemos con esos bandidos.

Donahue dirigió una mirada de odio a Rayton, y Searles se dijo que antes de poco tendría que chocar con aquel hombre.

El choque ocurrió mucho antes de lo que él esperaba. A la mañana siguiente, después del desayuno, reunió a los muchachos en el corral para darles las instrucciones del día. Observó que Donahue, otro vaquero llamado Innes, y Daniels estaban juntos. Al momento sospechó que iba a haber algún choque. Los dos primeros cambiaban miradas de inteligencia y el tercero parecía muy nervioso.

—Creo que, desde que murió Stevens, usted, Donahue, se encargó del almacenaje del heno —dijo—. Puede seguir encargándose de eso.

En los ojos de Donahue se pintó el júbilo que estas palabras le producían. Si el nuevo capataz no le tenía miedo, al menos tampoco deseaba provocarle. Arqueando el pecho, replicó, belicosamente:

—Me parece que hay algo que oponer a eso.

—Diga lo que tenga que decir —replicó Searles.

Donahue frunció el ceño y replicó:

—Ha conseguido usted el empleo que legalmente debiera haber sido para uno de nosotros. El patrón no ha jugado limpio al traernos un forastero.

Searles no quería llevar las cosas por el camino de la violencia. Por ello replicó:

—Tal vez tenga usted razón, Donahue; pero ¿qué quería que le dijese yo al señor Meade? ¿Que había elegido mal a su capataz?

Varios de los vaqueros se echaron a reír; pero Donahue acentuó su furiosa expresión y violentamente replicó:

—Ya le diré yo unas cuantas cosas al señor Meade.

—Lo único que le dirá, Donahue, es que acabo de despedirle —dijo, sin ninguna violencia, Searles. Y cuando Donahue hizo un significativo movimiento con las manos, agregó—: Retire la mano del revólver. ¡No tiene usted valor para desenfundarlo!

Durante unos segundos los dos hombres permanecieron frente a frente, separados por sólo un par de metros. Al fin, Donahue bajó los ojos.

—¡Maldito! —rugió—. Te voy…

Searles esperaba lo que iba a hacer Donahue y, antes de que éste pudiera empuñar su revólver la mano del capataz se cerró en torno de su muñeca, impidiéndole todo movimiento.

—¡Cobarde! —exclamó—. Ibas a disparar contra un hombre que te volvía la espalda. Así murió Stevens. ¡Y tú deseabas su puesto! Me dan tentaciones de…

Searles sacudió violentamente al hombre hasta hacerle castañetear los dientes y, al fin, lo tiró al suelo.

—¡Ve a cobrar tu sueldo y lárgate en seguida! —ordenó.

Gruñendo amenazas, Donahue se puso en pie y se alejó hacia el edificio del rancho. Searles volvióse hacia los otros, preguntando:

—¿Alguien más desea marcharse?

—Yo —declaró Innes, partiendo tras de Donahue. Searles miró a Daniels y preguntó:

—¿Y usted?

—Yo prefiero quedarme.

—Perfectamente —replicó el capataz, procediendo a dar las instrucciones para el trabajo del día.

Cuando todo quedó arreglado y los vaqueros marcharon a sus tareas, Searles se encaminó al rancho, encontrando juntos a Meade y a su hija.

—Hola, Searles —saludó el propietario—. Parece que la cosa ha empezado a funcionar.

—Sí, patrón —replicó el joven—. He tenido que desprenderme de dos de sus hombres. No me parecían muy seguros.

—Pues hasta ahora lo habían sido —intervino Carolina Meade—. Eran de confianza. Los recomendó el señor Bulder.

La violencia del ataque sorprendió a Searles.

—Ignoraba que fueran amigos suyos, señorita Meade —murmuró.

—No hago amistad con vaqueros, señor capataz —replicó la joven—. Supongo que, siguiendo su sistema, los provocó para hacerles empuñar sus revólveres y poderlos matar.

—Y añadir dos muescas más, ¿verdad? —sonrió Searles—. No, señorita. La única provocación fue encargar a Donahue un trabajo que él juzgó indigno y rechazó. Al intentar asesinarme por la espalda tuve que discutir con él. Innes le siguió por su propia voluntad.

—El señor Bulder no verá eso con gusto —objetó la joven.

—¡Estoy harto ya de Bulder! —gritó el señor Meade—. Cuando concedo un puesto importante a un hombre le apoyo con todas mis fuerzas, Carol. Searles, puede usted despedir a todo el equipo, si quiere. ¿Deseaba verme para algo más?

—Quisiera hablar con usted de algunos negocios, señor. Asunto de hombres, que aburriría mucho a su hija. Volveré luego.

Carol demostróse deliberadamente hostil y no parecía dispuesta a retirarse, por lo cual Searles salió del salón a tiempo de ver llegar a Bulder, quien, sin parecer fijarse en el nuevo capataz del P. Cansada, entró en la casa. Allí fue acogido con poco entusiasmo por Meade.

—Hola, Abe[1] —saludó—. He venido a buscar a Carol para llevarla a dar un paseo; pero antes quiero hablar contigo.

—¿Qué sucede? —preguntó Meade.

—¿Qué significa eso de despedir a Donahue y a Innes?

—Donahue recibió una orden y, en vez de cumplirla, quiso empuñar su revólver contra mi capataz —explicó Meade—. En cuanto a Innes, él mismo se marchó.

—Donahue está disgustado porque no se le concedió el puesto de Stevens —dijo, duramente, Bulder—. ¿De dónde sacaste a Searles? El nombre me es vagamente familiar.

—Me hablaron de él y me lo recomendaron como hombre capaz de imponerse a un equipo y a una cuadrilla de bandidos.

—Tal vez lo sea; pero no me es simpático y tiene que marcharse.

Meade vaciló un momento. Al fin, humillando la cabeza, replicó:

—Dentro de unos días…

—¡Tiene que marcharse mañana sin falta! —ordenó Bulder—. Y, a propósito —siguió luego—: me faltan setenta y cinco cabezas para completar una remesa de ganado. Dentro de un par de días las enviaré a buscar. Que sean de tres a cinco días.

El ganadero ahogó difícilmente su ira.

La llegada de su hija, dispuesta para dar un paseo a caballo, le ahorró la dificultad de una réplica violenta. Al ver a la joven, Bulder se suavizó.

—Veo que no has olvidado el paseo que convinimos —dijo.

Carolina se sonrió y, despidiéndose de su padre, montó a caballo, ayudada por el propietario de I. B. que, montando en seguida en su caballo, se colocó junto a ella. Cuando pasaban frente al rancho de los vaqueros vieron a Searles que entraba en él.

—Ése es vuestro nuevo capataz, ¿verdad, Carol? —preguntó Bulder—. ¿Qué opinas de él?

—No opino nada —replicó la joven, aunque faltando a la verdad.

—Me alegro —replicó Bulder—. Así no debo preocuparme. He aconsejado a tu padre que lo despida y temí que sintieras alguna simpatía por él.

—Mi simpatía no se deja ganar fácilmente, señor Bulder —replicó Carol—. Espero que papá siga su consejo.

Pero, al decir esto, una duda pasó por su cerebro. Había advertido que, a pesar del poco tiempo que Searles llevaba allí, su presencia parecía haber logrado un significativo cambio en Abraham Meade, que había vuelto a ser más el de antes.

Bulder, satisfecho de que sus temores no se confirmaran, olvidóse del nuevo capataz y durante el resto del paseo sólo se preocupó de admirar a Carolina. Aunque nunca le había hablado abiertamente de amor, había dejado entrever claramente sus intenciones respecto a ella, y la misma Carol daba por descontado que alguna vez ella y Bulder se casarían; sin embargo, aquel día se encontró con que la comparación entre el hombre que debía ser su marido y el que cabalgaba junto a ella surgía demasiado a menudo y con un resultado que no hubiera sido ciertamente agradable para Bulder, de haberlo éste conocido.