Capítulo III:
Esperanza

El pueblecito de Esperanza yacía dormido apaciblemente bajo el calcinador sol del mediodía. El origen del nombre aquella población era un misterio; pero cabía suponer que fue bautizada por los conquistadores españoles que llegaron a ella después de haber perdido toda esperanza en el desierto que se extendía al Sur. Sin duda, la visión de los árboles resucitó los ánimos en ellos y los que quedaron en el lugar, reponiéndose de las fatigas pasadas, y levantaron las primeras casas, dieron el nombre de Esperanza a aquella incipiente población que luego fue creciendo hasta convertirse en lo que era entonces, o sea una población fronteriza, semejante a mil otras, formada por dos irregulares líneas de tristes parodias de casas hechas de troncos, o de adobes, o de ambas cosas. Sólo dos de aquellas casas constaban de un piso superior. Las demás sólo eran plantas bajas. De las dos casas en cuestión, una era el hotel y la otra la taberna de Glen, que tenía sobre su puerta un ancho rótulo con el nombre de «El Dorado». Este establecimiento tenía adjunta una sala de baile y una sala de juego. El resto de la población comprendía un Banco, sólidamente construido de ladrillos, una herrería, dos almacenes donde se vendía de todo y uno de los cuales era, al mismo tiempo, estafeta de Correos; varias tabernas de menor importancia, barracas y malas casas que albergaban la población permanente. Unas irregulares aceras de tablas hacían posible el paso de los transeúntes. La calle terminaba en un rústico puente que cruzaba el riachuelo que, después de un tortuoso viaje desde las montañas de Mesa, al Norte, surtía de agua a la población de Esperanza e iba a morir unos dos kilómetros más allá.

En aquellos momentos la calle aparecía desierta, a excepción de los dos hombres que se hallaban a la puerta de una de las tabernas de menor importancia. Uno de ellos era el propietario del lugar, Brennon, tipo bajo, recio, de cara amplia y ojos menudos y alegres. El otro era forastero en Esperanza, y el dueño de la taberna sentía mucha curiosidad acerca de él.

El forastero era un joven que representaba unos veinticinco o veintiséis años, aunque debía de tener menos. Sus anchos hombros y estrechas caderas eran los de un atleta. Su afeitado rostro, muy curtido por el sol, poseía unos ojos azules y fríos, una mandíbula firme y la gravedad de un piel roja. Su atavío de vaquero era de buena calidad, aunque no muy nuevo, y lo mismo se advertía respecto a sus revólveres, colgados muy bajos y cuyas fundas estaban sujetas por su extremo a las piernas, para facilitar el saque de las armas.

—Esta ciudad parece muy vacía —comentó el forastero.

—Cuando llegue la noche se animará —replicó Brennon.

La charla languideció de nuevo. El tabernero observaba al otro, preguntándose quién podía ser. ¿Un vaquero sin trabajo? ¿Un pistolero? ¿Ambas cosas a la vez? ¿Qué podía haberlo traído a Esperanza, pueblo que no estaba en el camino de ninguna parte?

Las meditaciones de Brennon y las posibles del forastero fueron interrumpidas por una sarta de imprecaciones, por unos restallidos y unos aullidos de dolor. Un hombre acababa de salir de «El Dorado» y con un látigo se dedicaba a despellejar vivo a un perro, casi un cachorro. El sujeto llevaba una sucia camisa a cuadros y poseía una lengua mucho más sucia.

—¡Te enseñaré a gruñirme! —gritaba repitiendo sus latigazos—. ¡Aunque tenga que arrancarte la piel a tiras! ¡Desagradecido!

Varios hombres salieron a disfrutar del espectáculo que estaba dando Loco Mike.

—¡Duro con él! —rió alguien—. ¡Demuéstrale que tú le ganas a bestia!

El perrillo aullaba con todas sus fuerzas y pugnaba por escapar, arrastrando tras él a su amo. Al llegar frente a la otra taberna, Loco Mike levantó el látigo para descargarlo de nuevo, cuando una voz ordenó:

—¡Suelta ese látigo!

El forastero habíase puesto en movimiento, dando un par de pasos que le condujeron al borde de la acera.

Mike le miró con los ojos llenos de salvaje sorpresa. Vaciló un momento y, por último, replicó:

—¡Váyase al diablo!

—¡Suelta ese látigo, cerdo!

Esta vez la orden fue claramente amenazadora.

Mike comprendió la amenaza y comprendió, también, que debía obedecer o luchar. Decidió hacer ambas cosas. Soltando el látigo echó mano a su revólver.

El forastero no hizo ningún movimiento hasta que el otro tuvo el revólver fuera de la funda. Entonces de su cadera derecha brotó un fogonazo y una nube de humo, y Mike cayó de lado, en medio del polvo. El forastero avanzó hacia él.

—¿Es tuyo este perro? —preguntó.

—Sí. ¿Qué tiene usted que ver con ello?

—He decidido comprarte el perro. Te daré cinco dólares por él, o sea cinco veces el valor del animal y mil veces el tuyo.

—Esto no terminará aquí —gruñó Mike, guardándose las monedas.

—Si no eres prudente y te marchas, es posible que no termine aquí —replicó el forastero, mientras el perro, reconociendo, sin duda, un amigo en él, fue a tenderse a sus pies. Su antiguo amo se alejó cojeando.

Su vencedor le siguió con la mirada durante unos minutos y se inclinó a acariciar la cabeza del animal. De pronto le interrumpió una furiosa y femenina voz, que gritaba:

—¡Cobarde!

Extrañado, el defensor del perro volvióse y descubrió a una joven que debía haber salido de la tienda inmediata. De estatura mediana, la muchacha vestía una corta falda de cuero, botas de altas cañas, camisa de hilo y llevaba ceñido al cuello un pañuelo vaquero. Un sombrero de ala ancha dejaba escapar la abundancia de una cabellera castaño oscura.

—Seguro, señorita —replicó el forastero—. Pude haberle matado y se lo merecía, pero sólo le estropeé un ala. Dentro de dos o tres semanas estará otra vez bien. Por lo que veo, a usted, señorita, no le gustan los perros.

—Ve usted mal, forastero. Me gustan los perros; pero no los coloco al mismo nivel que los seres humanos.

—Hace usted bien, señorita —sonrió, irónico, el joven—. Decir que un perro es igual que un hombre sería insultar al perro. Están muy por encima de la mayoría de ellos.

La chica mordióse el labio inferior y contestó:

—Usted provocó a ese hombre para hacerle que sacase el revólver y tener así una excusa para herirle. Sabía que podía usted disparar antes que él.

—Le advierto, señorita, que yo no había tenido hasta ahora el disgusto de conocer a ese amigo suyo. Él fue el primero en sacar el revólver, y seguro que estaba dispuesto a disparar.

—Ésa es la excusa que dan siempre los asesinos profesionales… como usted. Seguramente lo único que le interesaba era agregar una muesca más a la culata de sus revólveres.

Con veloz movimiento, el forastero desenfundó sus revólveres y los tendió hacia la joven, mostrándole las culatas: luego, como hablando al perro, dijo:

—Sí, me gusta notar cómo saltan en mis manos; pero nunca se me ocurrió ponerles muescas; un día de éstos se las añadiré. Hará bonito y servirán de aviso.

La joven le dirigió una mirada de desprecio y replicó, secamente:

—¡Es usted odioso!

El hombre guardó los revólveres, y tirando suavemente de las orejas del perro, comentó:

—No parece que le seamos simpáticos a la señorita. Y lo siento, porque es lá cara más bella que he visto en mi vida…

Las palabras del forastero fueron interrumpidas por la llegada de cuatro jinetes que frenaron sus caballos frente a la taberna. El jefe, hombre moreno y de aquilina nariz, no parecía estar de muy buen humor.

—¿Es usted el que disparó sobre uno de mis hombres? —preguntó, violentamente.

—¿Me lo pregunta a mí? —replicó el forastero—. Lo único que puedo decirle es que metí una bala en un cerdo de dos patas. Si era uno de sus hombres, le diré que elige usted muy mal a sus amigos.

El recién llegado hizo como si no hubiera oído esto y siguió:

—¿Qué derecho tiene usted a interponerse entre un hombre y su perro?

—Éste —replicó suavemente el forastero, pasando las yemas de los dedos índices por las pulidas culatas de sus armas.

—¡Ya! —replicó el otro—. Es usted uno de esos aficionados a juegos malabares con los revólveres, ¿no? ¿Qué se le ha perdido por aquí?

—¿A mí? ¿Es usted acaso el sheriff o un representante suyo?

—No soy el sheriff, pero…

—Pero el sheriff hace lo que usted quiere, ¿no? —interrumpió, burlonamente, el otro—. Para el caso es lo mismo.

El forastero hablaba con acento cansado, como si estuviera discutiendo con un niño, pero de pronto su voz sufrió una perceptible alteración y, secamente, dijo:

—Si ese amigo que está detrás de usted no deja quietas las manos, se va a encontrar usted con otro hombre de menos, caballero.

—No te metas en esto, Peters —ordenó el jefe. Y volviéndose al que estaba de pie ante él, siguió—: Le he preguntado qué se le había perdido aquí. Es mejor que no ponga demasiado a prueba mi paciencia.

El desconocido se echó a reír.

—¡Poner a prueba su paciencia! ¡Tiene gracia! Bien, veremos de qué clase de madera están ustedes hechos.

El joven hizo un velocísimo movimiento con las manos y éstas aparecieron armadas con sus dos revólveres, con los cuales amenazó a los que estaban frente a él.

—Ahora —siguió— voy a contarles una verdad. En menos de segundo y medio puedo tumbarlos de espaldas a los cuatro. Por lo tanto vuelva la cola y desaparezcan. Me están molestando.

El aspecto del muchacho había variado por completo. La sonrisa había desaparecido de su rostro y todo su cuerpo estaba en tensión. No cabía error posible en la realidad de la amenaza. Cogidos por sorpresa, los cuatro hombres no tenían opción y de mutuo acuerdo dieron media vuelta y se alejaron hacia «El Dorado», seguidos por las asombradas miradas de toda la población de Esperanza. Cuando desaparecieron de la taberna, el forastero volvióse y tropezó con la mirada de incredulidad y consternación de Brennon.

—¿Qué le ocurre, amigo? —preguntó.

—¿Qué me ocurre? Pues que se ha metido usted en un buen lío, forastero. ¿Sabe quién era ése a quien ha puesto en ridículo? Pues Isaías Bulder, más conocido por Negro Bulder. Cuando él habla, toda la población de Esperanza mueve la cola, aplaude y dice que sí.

Un destello de ira pasó por los ojos del desconocido. En seguida recobró su aspecto habitual y comentó:

—Debe de haberle resultado terrible encontrarse con alguien que ni aplaudía, ni movía la cola, ni decía que sí.

—No es cosa de risa —reprendió Brennon—. Tiene en sus manos todo el poder de Esperanza, y si regresa con sus fuerzas le acribillarán a tiros.

—Entonces conviene que Esperanza tenga un buen cementerio y un hospital espacioso. Todo hará falta cuando la discusión haya terminado.

—El que usted termine con algunos de ellos no mejorará su situación. Un hombre no puede ganar a veinte. Aunque no sienta ninguna simpatía por Negro Bulder, no me gustaría que me destrozaran la taberna. De todas formas, si no tiene otro sitio adonde ir, puede entrar en ella.

—Gracias. Me alegro de haber encontrado un hombre decente; pero no tema, no me haré matar en su establecimiento. Reanudo la marcha.

Entrando en el corral, el forastero ensilló su caballo y lo condujo a la parte delantera de la taberna. Después de haber bebido con el propietario, montó a caballo y alejóse lentamente hacia el Este.

El perro que había sido causa de todo el trastorno echó a correr tras él, en medio de alegres ladridos.

—No te alegres tan pronto, «Leal» —dijo el jinete, bautizando al perro con el primer nombre que le vino a la memoria—. La cosa aún no ha terminado y quizá antes de poco vuelvan a llover sobre ti algunos palos.