20

El ataque del cocodrilo

Era una noche de calor brutal en la ciudad y todo el mundo había abierto las ventanas. Desde el tejado del otro lado del callejón, el espía veía a la niña chapotear alegremente en una bañera llena de espuma. Sentados junto a la bañera, los dos sabuesos gigantes lamían el champú de su mano y eructaban burbujas mientras ella chillaba de alegría.

—Sophie, no des de comer jabón a los perritos, ¿vale? —Era la voz del tendero desde otra habitación.

—Vale, papá. No voy a dárselo. No soy una cría, ¿sabes? —dijo ella, y se echó más champú de kiwi y fresa en la palma de la mano y se la acercó a uno de los perros para que se la lamiera. La bestia expelió una nube de burbujas fragantes que salió por los barrotes de la ventana al aire quieto del callejón.

El problema eran los perros, pero si el espía elegía bien el momento podría encargarse de ellos y llevarse a la niña sin que nada le estorbara.

En el pasado había sido asesino a sueldo, guardaespaldas, boxeador y, más recientemente, instalador autorizado de aislantes de fibra de vidrio, habilidades todas ellas que podían ayudarlo en aquella Misión. Tenía la cara de un cocodrilo: sesenta y ocho dientes puntiagudos y ojos que relucían como abalorios de cristal negro. Sus manos eran garras de ave de rapiña, las horrendas uñas negras encostradas con sangre seca. Llevaba un esmoquin negro de seda, pero iba descalzo: sus pies tenían membranas como los de un pájaro acuático, con uñas afiladas para extraer a sus presas del fango.

Hizo rodar la gran alfombra persa hasta el borde del tejado y aguardó. Luego, tal y como esperaba, oyó decir:

—Cariño, voy a sacar la basura. Enseguida vuelvo.

—Vale, papá.

Era curioso cómo la ilusión de seguridad nos hacía descuidados, pensó el espía. Nadie dejaría a una niña pequeña sola en el baño, pero en compañía de sus dos guardaespaldas caninos no estaba sola, ¿no?

Esperó y el tendero salió por la puerta de acero de abajo cargado con dos bolsas de basura. Pareció perplejo un momento por el hecho de que el contenedor, que normalmente estaba junto a la puerta, hubiera sido trasladado a unos diez metros de allí, pero se encogió de hombros, abrió del todo la puerta con el pie y corrió hacia el contenedor mientras la puerta se cerraba lentamente, con un siseo, sobre su cilindro neumático. Fue entonces cuando el espía arrojó la alfombra desde el tejado. La alfombra se desenrolló al caer desde una altura de cuatro plantas. Desdoblada, se abatió estruendosamente sobre el tendero, que cayó al suelo.

Mientras tanto, en el cuarto de baño, los perros gigantes se pusieron en guardia. Uno de ellos soltó un bufido de alarma.

El espía ya había colocado el primer dardo en la ballesta. Lo dejó volar: el hilo de nailon salió siseando y el dardo se hundió en la alfombra con un ruido seco, traspasó el tejido y posiblemente el cuero cabelludo del tendero y clavó a este eficazmente bajo la alfombra, quizá incluso en el suelo. El tendero gritó. Los grandes sabuesos salieron corriendo del cuarto de baño.

El espía cargó otro dardo, lo ató al extremo libre del hilo de nailon sujeto al primero y lo lanzó luego al otro extremo de la alfombra. El tendero seguía gritando, pero, cubierto por la pesada alfombra, no podía moverse. Mientras el espía cargaba su tercer dardo, los sabuesos cruzaron la puerta e irrumpieron en el callejón.

El tercer dardo no estaba atado a ningún hilo, pero tenía una afilada punta de titanio de aspecto perverso. El espía apuntó al cilindro neumático de la puerta, disparó y la puerta se cerró de golpe, encerrando a los perros en el callejón. Había ensayado aquello mil veces de cabeza, y todo salió tal y como lo había planeado. Había sellado con Super Glue las puertas de la tienda y del edificio de apartamentos antes de subir a la azotea, y no había resultado fácil hacerlo sin que lo vieran.

Con el cuarto disparo clavó un dardo en la parte de arriba del marco de la ventana del pasillo. Las rejas del cuarto de baño eran muy estrechas, pero sabía que el tendero habría dejado abierta la puerta del apartamento. Colgó un mosquetón del hilo de nailon y se deslizó sigilosamente por él hasta el alféizar de la ventana. Se desenganchó, se metió por entre los barrotes y cayó al suelo del pasillo.

Se pegó a la pared del pasillo y avanzó con paso exageradamente cuidadoso para no engancharse las uñas de los pies con la moqueta. De un apartamento cercano le llegó un olor a refrito de cebollas, y oyó la voz de la niña salir por la puerta del fondo del pasillo, que veía abierta aunque solo fuera el ancho de una rendija.

—¡Papá! ¡Quiero salir ya! ¡Papá! ¡Quiero salir ya!

Se detuvo en la puerta y se asomó al apartamento. Sabía que la niña chillaría al verlo (sus dientes aserrados, sus garras, sus fríos ojos negros). Se aseguraría de que los gritos fueran efímeros, pero nadie podía conservar la calma ante su pavoroso aspecto. Naturalmente, el efecto pavoroso se veía disminuido en parte por el hecho de que solo medía treinta y cinco centímetros de alto.

Abrió la puerta de un empujón, pero al entrar en el apartamento algo lo agarró por detrás, tiró de él y, pese a su adiestramiento y su sigilo, se puso a chillar como un ánade en llamas.

Alguien había sellado con Super Glue la cerradura de la puerta de atrás y Charlie había roto la llave intentando abrirla. Tenía una especie de flecha con un hilo clavada en la parte de atrás de la pierna, y le dolía a rabiar, pero sabía que no era buena señal que los sabuesos estuvieran brincando a su alrededor entre gemidos.

Aporreó la puerta con las dos manos.

—¡Abre la puta puerta, Ray!

Ray abrió la puerta.

—¿Qué pasa?

Los cancerberos los arrollaron a ambos al pasar. Charlie se levantó de un salto y echó a correr escaleras arriba tras ellos, cojeando. Ray lo siguió.

—Charlie, estás sangrando.

—Lo sé.

—Espera, llevas colgando un hilo. Deja que te lo corte.

—Ray, tengo que…

Antes de que pudiera acabar la frase, Ray había sacado una navaja del bolsillo de atrás, la había abierto y había cortado el hilo de nailon.

—Solía llevar esto en el trabajo para cortar cinturones de seguridad y esas cosas.

Charlie asintió con la cabeza y siguió escaleras arriba. Sophie estaba de pie en la cocina, envuelta en una toalla de baño de color verde menta y, como todavía le salían cuernos de espuma de la cabeza, parecía una versión pequeña y jabonosa de la Estatua de la Libertad.

—Papá, ¿dónde estabas? Quería salir de la bañera.

—¿Estás bien, cariño? —Se arrodilló delante de ella y le alisó la toalla.

—Necesitaba ayuda para aclararme. Es tu obligación, papá.

—Lo sé, cariño. Soy un padre horrible.

—Bueno, vale… —dijo Sophie—. Hola, Ray.

Ray estaba llegando a lo alto de la escalera y sostenía una flecha ensangrentada atada al extremo de un hilo.

—Charlie, esto te ha atravesado la pierna.

Charlie se volvió para mirarse la pantorrilla por primera vez y a continuación se sentó en el suelo, convencido de que iba a desmayarse.

—¿Me lo dejas? —dijo Sophie, y cogió la flecha.

Ray cogió un paño de cocina de la encimera y tapó con él la herida de Charlie.

—Sujeta esto así. Voy a llamar a emergencias.

—No, estoy bien —dijo Charlie, convencido ahora de que iba a vomitar.

—¿Qué ha pasado ahí fuera? —preguntó Ray.

—No sé, estaba…

Alguien comenzó a chillar en el edificio como si le estuvieran achicharrando. Ray abrió los ojos de par en par.

—Ayúdame a levantarme —dijo Charlie.

Cruzaron a todo correr el apartamento y salieron al pasillo: los gritos procedían de la escalera.

—¿Puedes? —dijo Ray.

—Vamos, vamos. Voy contigo. —Charlie se apoyó contra su hombro y empezó a subir las escaleras tras él, a la pata coja.

Los agudos gritos procedentes del apartamento de la señora Ling se habían convertido en súplicas de auxilio en inglés, aderezadas con exabruptos en mandarín.

—¡No! ¡Shiksas! ¡Socorro! ¡Atrás! ¡Socorro!

Charlie y Ray encontraron a la diminuta matrona china apoyada contra la placa de su cocina, donde Alvin y Mohamed la habían acorralado; blandía un cuchillo de gran tamaño para mantener a los perros a raya mientras ellos acompañaban sus ladridos con una salva de burbujas con olor a kiwi y fresa.

—¡Socorro! ¡Los shiksas quieren llevarse mi cena! —dijo la señora Ling.

Charlie vio el caldero que humeaba sobre la placa, del cual salían un par de patas de pato.

—Señora Ling, ¿lleva pantalones ese pato?

Ella miró rápidamente; luego se volvió y lanzó a los sabuesos un mandoble con el cuchillo.

—Puede ser —dijo.

—Abajo, Alvin. Abajo, Mohamed —ordenó Charlie, pero los cancerberos no le hicieron ni caso. Se volvió hacia Ray—. Ray, ¿te importaría ir a por Sophie?

El ex policía, que se sentía el amo de toda situación caótica, dijo:

—¿Eh?

—No se van a apartar como no se lo diga ella. Ve a buscarla, ¿vale? —Charlie se volvió hacia la señora Ling—. Sophie les dirá que se aparten, señora Ling. Usted perdone.

La señora Ling estaba mirando su cena. Con el cuchillo intentó sumergir las patas del pato bajo el caldo, pero no sirvió de nada.

—Es una antigua receta china. No se la decimos a los Diablos Blancos para que no la estropeen. ¿Ha oído hablar del pollo envuelto en papel? Pues esto es pato con pantalones.

Los cancerberos gruñeron.

—Seguro que está delicioso —dijo Charlie, y se apoyó en el frigorífico para no caerse.

—Sangra usted, señor Asher.

—Sí, es cierto —dijo Charlie.

Llegó Ray llevando en brazos a Sophie envuelta en su toalla. La dejó en el suelo.

—Hola, señora Ling —dijo la niña. Luego, desnuda de pies a cabeza, con el pelo todavía de punta por el champú, sacó a los cancerberos del apartamento de la señora Ling.

—Oye, jefe, alguien te ha disparado —dijo Ray.

—Sí, en efecto —contestó Charlie.

—Debería verte un médico.

—Sí, debería —dijo Charlie, y poniendo los ojos en blanco se resbaló por la puerta de la nevera de la señora Ling.

Charlie pasó toda la noche en la sala de urgencias del Saint Francis Memorial, esperando a que lo curaran. Ray Macy se quedó con él. Pasado un tiempo, mientras disfrutaba de los gritos y lamentos de los otros pacientes que esperaban tratamiento, las náuseas y el olor penetrante de los vómitos empezaron a hacer mella en Charlie. Cuando comenzó a ponerse verde, Ray intentó utilizar su condición de ex policía para ganarse el favor de la jefa de enfermeras de urgencias, a la que conocía de aquella otra vida.

—Está malherido. ¿No puedes colarlo? Es un buen tipo, Betsy.

La enfermera Betsy sonrió (aquella era la expresión que empleaba en lugar de decirle a la gente que se fuera a tomar por culo) y paseó la mirada por la sala de espera para asegurarse de que nadie parecía muy atento a su conversación.

—¿Puedes acercarlo a la ventanilla?

—Claro —dijo Ray. Ayudó a Charlie a levantarse de la silla y lo llevó junto a la ventanilla blindada—. Este es Charlie Asher —dijo—. Un amigo mío.

Charlie lo miró.

—Digo, mi jefe —añadió Ray rápidamente.

—Señor Asher, ¿se me va a morir usted?

—Espero que no —contestó él—. Pero tal vez deba preguntar a alguien con algo más de experiencia clínica que yo.

La enfermera Betsy sonrió.

—Le han disparado —dijo Ray, siempre su adalid.

—No vi quién fue —añadió Charlie—. Es un misterio.

La enfermera Betsy se inclinó hacia la ventanilla.

—Ya saben que tenemos que dar parte a las autoridades de todas las heridas de bala. ¿Seguro que no prefiere secuestrar a un veterinario y que le cosa la herida él?

—No creo que eso lo cubra mi seguro —contestó Charlie.

—Además, no es una herida de bala —puntualizó Ray—. Fue con una flecha.

La enfermera Betsy asintió.

—¿Me deja verlo?

Charlie empezó a subirse la pernera del pantalón y a levantar la pierna hacia el pequeño mostrador. La enfermera Betsy estiró la mano a través de la ventanilla y le apartó el pie de la repisa.

—Por el amor de Dios, que los demás no vean que estoy mirando.

—Ay, perdón.

—¿Sigue sangrando?

—No, creo que no.

—¿Le duele?

—A rabiar.

—¿A rabiar mucho o a rabiar poco?

—A rabiar de la leche —dijo Charlie.

—¿Es alérgico a algún analgésico?

—No.

—¿A los antibióticos?

—No.

La enfermera Betsy metió la mano en el bolsillo de su uniforme y sacó un puñado de pastillas, eligió dos redondas y una alargada y las pasó a escondidas por la ventanilla.

—Por el poder que me confiere San Francisco de Asís, yo lo declaro inmune al dolor. Las redondas son Percocet; la ovalada, Cipro. Lo anotaré en su cuenta. —Miró a Ray—. Rellénale estos papeles, dentro de un par de minutos estará tan hecho polvo que no podrá hacerlo solo.

—Gracias, Betsy.

—Y si llega algún bolso de Prada o de Gucci a esa tienda en la que trabajas, es mío.

—No hay problema —contestó Ray—. Charlie es el dueño.

—¿En serio?

Charlie asintió con la cabeza.

—Esta es gratis —añadió Betsy, y deslizó otra píldora redonda sobre el mostrador—. Para ti, Ray.

—Yo no estoy herido.

—La espera es larga. Podría pasar cualquier cosa. —Y sonrió en lugar de decirle que se fuera a tomar por culo.

Una hora después, ya solventado el papeleo, Charlie estaba derrengado en una silla de fibra de vidrio, en una postura que solo parecía posible en caso de que sus huesos se hubieran convertido en dulce de malvavisco.

—Aquí mataron a Rachel —dijo Charlie.

—Sí, lo sé —contestó Ray—. Lo siento.

—Todavía la echo de menos.

—Sí, ya —dijo Ray—. ¿Qué tal tu pierna?

Charlie ignoró su pregunta.

—Pero me dieron a Sophie —dijo—. Y eso estuvo bien, ¿sabes?

—Sí, ya —dijo Ray—. ¿Qué tal te encuentras?

—Me preocupa un poco que, como está creciendo sin madre, Sophie no sea muy sensible.

—La estás educando muy bien. Me refería a cómo te encuentras físicamente.

—Como eso de que mate a la gente solo con mirarla. Eso no puede ser bueno para una niña. Es culpa mía, todo es culpa mía.

—Charlie, ¿te duele la pierna? —Ray había optado por no tomarse el calmante que le había dado la enfermera Betsy, y ahora se arrepentía.

—Y lo de los cancerberos… ¿Qué criatura tiene que soportar eso? No puede ser sano.

—Charlie, ¿cómo te sientes?

—Tengo un poco de sueño —contestó Charlie.

—Bueno, has perdido mucha sangre.

—Pero estoy relajado. ¿Sabes?, perder sangre relaja. ¿Crees que por eso le ponían a uno sanguijuelas en la Edad Media? Podrían usarlas como tranquilizantes. «Sí, Bob, enseguida estoy en la reunión, pero espera que primero me ponga una sanguijuela, que estoy un poquito ansioso». Algo así.

—Una gran idea, Charlie. ¿Quieres un poco de agua?

—Eres un buen tipo, Ray. ¿Te lo he dicho alguna vez? Aunque seas un asesino en serie de filipinas desesperadas cuando estás de vacaciones.

—¿Qué?

La enfermera Betsy se acercó a la ventanilla.

—¡Asher! —gritó.

Ray la miró con aire implorante a través de la ventanilla; unos segundos después, ella cruzó la puerta con una silla de ruedas.

—¿Qué tal está «No hay dolor»? —preguntó.

—Dios mío, no hay quien lo aguante —dijo Ray.

—No te has tomado tu medicina, ¿a que no?

—No me gustan las drogas.

—¿Quién es la enfermera aquí, Ray? Se trata del círculo de los fármacos: no solo el paciente, sino todos los que lo rodean. ¿Es que no has visto El rey León?

—Eso no sale en El rey León. Lo de El rey León es el círculo de la vida.

—¿Ah, sí? ¿Y llevo todo este tiempo cantando mal la canción? Pues vaya. Creo que después de todo no me gusta esa película. Ayúdame a poner a «No hay dolor» en la silla. A la hora del desayuno ya estará en casa.

—Llegamos aquí a la hora de la cena —dijo Ray.

—¿Ves cómo te pones cuando no te tomas tu medicación?

Cuando volvió a casa del hospital, Charlie llevaba una férula de gomaespuma y muletas. El efecto de los calmantes se había disipado hasta tal punto que volvía a sentir dolor. Le dolía la cabeza como si dos diminutos alienígenas gemelos fueran a brotarle de las sienes. La señora Korjev salió de su apartamento y lo arrinconó en el pasillo.

—Charlie Asher, a usted lo estaba esperando. ¿No vi yo pasar anoche por mi apartamento a mi pequeña Sophie desnuda y llena de jabón como un oso, tirando de esos perros negros gigantes y cantando «por el culo no»? En mi viejo país tenemos una palabra para eso, Charlie Asher. Esa palabra es «guarrada». Todavía tengo el número del Servicio de Atención a la Infancia, de cuando mis niños eran pequeños.

—¿Llena de jabón como un oso?

—No cambie de tema. Es una guarrada.

—Sí, lo es. Lo siento. No volverá a ocurrir. Es que me habían disparado y no pensaba con claridad.

—¿Le dispararon?

—En la pierna. No es más que un rasguño. —Charlie había esperado toda su vida para decir aquello, y de pronto se sintió muy macho—. No sé quién me disparó. Es un misterio. Y, además, me tiraron encima una alfombra. —La alfombra disminuía en cierto modo la virilidad de su hazaña. Resolvió no mencionarla de allí en adelante.

—Pase. Desayune. Sophie no quiere comerse la tostada que le ha hecho Vladlena. Dice que está cruda y que tiene gérmenes.

—Esa es mi niña —dijo Charlie.

Nada más entrar por la puerta, cuando se dirigía a rescatar a su hija de los patógenos de la tostada, Mohamed agarró con la boca la punta de una de sus muletas y lo arrastró a la pata coja hasta el dormitorio.

—Hola, papi —dijo Sophie cuando su padre pasó por su lado brincando—. En casa no se patina —añadió.

Mohamed empujó con el morro al macho beta hacia su agenda. Allí, bajo la fecha de ese día, había dos nombres, lo cual no era raro. Lo que era raro era que ya hubieran aparecido antes: eran los nombres de Esther Johnson e Irena Posokovanovich, las dos vasijas que había perdido.

Charlie se sentó en la cama e intentó que los alienígenas del dolor volvieran a sus sienes a fuerza de frotarlos. ¿Por dónde podía empezar? ¿Seguirían apareciendo aquellos nombres hasta que recuperara las vasijas de sus almas? Aquello no había pasado con la muñeca hinchable. ¿Cuál era la diferencia? Estaba claro que las cosas iban de mal en peor: ahora, hasta le disparaban.

Cogió el teléfono y marcó el número de Ray Macy.

Cuatro días tardó Ray en volver a darle parte. La información la consiguió en tres, pero quiso asegurarse con absoluta certeza de que el efecto de los calmantes se había disipado por completo y de que a Charlie no se le iba la cabeza otra vez: en el hospital, se había pasado toda la noche erre que erre con que era la gran Muerte, «con eme mayúscula». Ray se sentía también un poco culpable por haberle ocultado que había infringido algunas normas de la tienda.

Se encontraron en la trastienda, un miércoles por la mañana, antes de la hora de abrir. Charlie había hecho café y tomado asiento para poder poner los pies encima de la mesa. Ray se sentó sobre unas cajas de libros.

—Vale, dispara —dijo Charlie.

—Bueno, lo primero es que encontré tres dardos de ballesta más. Dos tenían punta de acero de espino, como el que te atravesó la pierna, y el otro la tenía de titanio. Ese estaba clavado en el cierre neumático de la puerta de atrás.

—Eso me da igual, Ray. ¿Qué sabes de las dos mujeres?

—Charlie, alguien te disparó con un arma letal. ¿Te da igual?

—Exacto. Me da igual. Es un misterio. ¿Sabes qué me gusta de los misterios? Que son misteriosos.

Ray, que llevaba una gorra de los Giants, le dio la vuelta para mayor énfasis. Si hubiera llevado gafas, se las habría quitado de golpe, pero, como no las llevaba, achicó los ojos como si se las hubiera quitado.

—Lo siento, Charlie, pero alguien os quería a los perros y a ti fuera de casa al mismo tiempo. Te tiraron encima esa alfombra desde el tejado del otro lado del callejón y luego, cuando estabas en el suelo y salieron los perros, dispararon al cierre de la puerta para que se cerrara de golpe. Sabotearon la cerradura de la puerta trasera y sellaron la delantera con pegamento, seguramente antes de lo de la alfombra; después tendieron un cable hasta la ventana del pasillo, se deslizaron entre los barrotes y… Bueno, lo demás no está muy claro.

Charlie suspiró.

—No vas a contarme lo de las dos mujeres hasta que acabes, ¿no?

—Lo organizaron todo muy bien. No fue un ataque al azar.

—La ventana del pasillo tiene barrotes, Ray. Nadie puede entrar por ahí. No entró nadie.

—Bueno, ahí es donde la cosa se desquicia. Verás, no creo que fuera un asaltante humano.

—¿Ah, no? —Charlie ya parecía prestarle atención.

—Para meterse por esos barrotes, debía de medir menos de sesenta centímetros de alto y pesar menos de, pongamos, trece kilos. Creo que era un mono.

Charlie dejó su café sobre la mesa con tanta fuerza que un geiser surgió de la taza y se derramó sobre los papeles que había encima.

—¿Crees que me disparó un mono que lo tenía todo muy bien organizado?

—No seas así…

—¿Quién, si no, tendió un cable, entró en el edificio e hizo qué sé yo qué? ¿Fugarse con un montón de fruta?

—Deberías haber oído la cantidad de chorradas que dijiste la otra noche en el hospital. ¿Y tú te ríes de mí?

—Estaba drogado, Ray.

—Pues no hay otra explicación. —Para la imaginación de macho beta de Ray, la explicación del mono parecía completamente razonable, salvo por la falta de un móvil. Pero ya se sabe cómo son los monos, te tiran mierda solo por pitorreo, así que quién sabe

—La explicación es que es un misterio —repuso Charlie—. Te agradezco que intentes llevar a ese… ese cabrón peludo ante la justicia, Ray, pero necesito saber algo sobre esas dos mujeres.

Ray asintió con la cabeza, derrotado. Debería haber mantenido el pico cerrado hasta averiguar por qué alguien quería introducir un mono en casa de Charlie.

—Hay gente que entrena monos, ¿sabes? ¿Tienes joyas de valor en tu apartamento?

—¿Sabes? —contestó Charlie mientras se rascaba la barbilla y miraba el techo, como recordando—, hubo un cochecito aparcado todo el día enfrente de la tienda, en Vallejo. Y al día siguiente, cuando miré, había allí un montón de mondas de plátano, como si alguien hubiera estado vigilando la tienda. Alguien que comía plátanos.

—¿Qué tipo de coche era? —preguntó Ray, con la libreta lista.

—No estoy seguro, pero era rojo y del tamaño de un mono.

Ray levantó la vista de sus notas.

—¿En serio?

Charlie se quedó callado un momento, como si se pensara cuidadosamente la respuesta.

—Sí —dijo muy sinceramente—. Del tamaño de un mono.

Ray volvió a las primeras hojas de la libreta.

—No hace falta ponerse así, Charlie. Solo intento ayudar.

—Puede que fuera más grande —añadió Charlie, recordando—. Como un todoterreno para monos. Como el que llevaría uno si transportara, qué sé yo, un barril lleno de monos.

Ray hizo una mueca y se puso a leer las páginas de su libreta.

—Fui a casa de esa tal Johnson. Allí no vive nadie, pero la casa no está a la venta. No vi a la sobrina de la que me hablaste. Lo curioso del caso es que los vecinos sabían que había estado enferma, pero nadie había oído que hubiera muerto. De hecho, un tipo me dijo que la semana pasada creía haberla visto montar en un camión de mudanzas con un par de operarios.

—¿La semana pasada? Pero si su sobrina dijo que murió hace dos.

—No tiene sobrinas.

—¿Qué?

—Esther Johnson no tiene ninguna sobrina. Era hija única. No tenía hermanos ni hermanas, y tampoco tiene sobrinas por el lado de la familia de su difunto marido.

—Entonces, ¿está viva?

—Eso parece. —Ray le dio una fotografía—. Es la foto de su último carné de conducir. Esto cambia las cosas. Ahora estamos buscando a una persona desaparecida, a alguien que tiene que haber dejado un rastro. Pero lo de la otra, esa tal Irena, es aún mejor. —Le dio otra fotografía.

—¿Tampoco está muerta?

—Bueno, apareció una esquela en el periódico hace tres semanas, pero hay una pista que la ha delatado: sigue pagando todas sus facturas con cheques nominales. Cheques que firma ella misma. —Ray se echó hacia atrás en su asiento, sonriendo; sentía la dulzura de la justa indignación por su teoría del mono y también cierta mala conciencia por no haberle hablado a Charlie de aquellas transacciones especiales.

—¿Y bien? —preguntó por fin Charlie.

—Está en casa de su hermana, en el Sunset. Aquí tienes la dirección. —Ray arrancó una hoja de la libreta y se la dio.