El dragón, el oso y el pez
En el pasillo del segundo piso del edificio de Charlie, se estaba celebrando una conferencia entre las dos grandes potencias asiáticas: la señora Ling y la señora Korjev. La señora Ling, como tenía a Sophie cogida en brazos, estaba en posesión de la ventaja estratégica, mientras que la señora Korjev, que le doblaba el tamaño, contaba con la amenaza de la capacidad de represalia masiva. Lo que aquellas dos mujeres tenían en común, aparte de ser viudas e inmigrantes, era un profundo amor por la pequeña Sophie, un dominio precario del idioma inglés y una apasionada falta de confianza en la capacidad de Charlie Asher para criar solo a su hija.
—Hoy está enfadado cuando se marcha. Como un oso —dijo la señora Korjev, que mostraba una compulsión atávica hacia los símiles osunos.
—Dice que nada de cerdo —respondió la señora Ling, que se limitaba a los verbos ingleses en presente como muestra de devoción hacia sus creencias budistas, o eso afirmaba—. ¿Quién da cerdo al bebé?
—El cerdo es bueno para la niña. Hace crecer fuerte —dijo la señora Korjev, quien se apresuró a añadir—: como un oso.
—Dice que el bebé se convierte en un shih tzu. Un shih tzu es un perro. ¿Qué clase de padre cree que niñita convertirse en un perro? —La señora Ling se mostraba especialmente protectora con las niñas pequeñas, pues había crecido en una provincia de China en la que cada mañana un hombre con un carro se pasaba a recoger los cuerpos de las niñas que habían nacido durante la noche y habían sido arrojadas a la calle. Ella había tenido suerte, porque su madre se había escapado con ella al campo y se había negado a volver a casa hasta que la nueva hija fuera aceptada en la familia.
—Un shih tzu no —puntualizó la señora Korjev—. Una shiksa.
—Vale, una shiksa. Pero un perro es un perro —dijo la señora Ling—. Es irresponsable. —La señora Ling no pronunció ni una sola «r» de «irresponsable».
—Es una palabra yiddish, quiere decir que la niña no es judía. Rachel era judía, ¿sabe usted? —La señora Korjev, a diferencia de los inmigrantes rusos que quedaban en el vecindario, no era judía. Su familia era oriunda de las estepas de Rusia y ella descendía, de hecho, de cosacos, a los que no suele tenerse por pueblo amigo de los judíos. Ella había intentando compensar los pecados de sus ancestros protegiendo con ferocidad (no muy distinta a la de una madre osa) a Rachel, y ahora a Sophie.
—Hoy las flores necesitan agua —dijo la señora Korjev.
Al final del pasillo había un gran ventanal que miraba al edificio del otro lado de la calle y a una jardinera llena de geranios rojos. Por las tardes, las dos grandes potencias asiáticas se quedaban en el pasillo, admiraban las flores, hablaban del costo de la vida y se quejaban de la creciente incomodidad de sus zapatos. Ninguna se atrevía a plantar su propia jardinera de geranios, no fuera a parecer que habían robado la idea a los vecinos del otro lado de la calle y desencadenaran de ese modo una competición de jardineras cuya escalada podía acabar a la postre en un baño de sangre. Estaban tácitamente de acuerdo en admirar (pero no codiciar) aquellas flores tan rojas.
A la señora Korjev le gustaba su misma rojez. Siempre le había dado rabia que los comunistas se hubieran apropiado de aquel color, que, de otro modo, habría evocado en ella una felicidad desenfrenada. Claro que el alma rusa, condicionada por milenios de angustia, no estaba en realidad equipada para la felicidad desenfrenada, así que probablemente todo había sido para bien.
La señora Ling estaba asimismo prendada del rojo de los geranios, pues en su cosmología tal color representaba la buena suerte, la prosperidad y la larga vida. Las puertas mismas de los templos estaban pintadas de rojo y las flores encarnadas representaban por tanto uno de los muchos caminos hacia el wu (la eternidad, la iluminación); esencialmente, el universo en una flor. Le parecía, además, que estarían de rechupete en una sopa.
Sophie había descubierto hacía poco el color, y las rojas pinceladas de los geranios sobre el saledizo gris de la ventana bastaban para poner en su carita una sonrisa desdentada.
Así que estaban las tres mirando aquella gloria de flores rojas cuando el pájaro negro se estrelló contra la ventana y una gran grieta en forma de telaraña se extendió por el cristal. Pero, en lugar de caerse, el pájaro pareció filtrarse por la raja y esparcirse como tinta negra por la ventana y más allá, sobre las paredes del pasillo.
Las grandes potencias asiáticas huyeron por la escalera.
Charlie se frotaba la muñeca izquierda, que había tenido atada con la bolsa de plástico.
—¿Por qué te puso tu madre el nombre de un colutorio?
El señor Fresh, que parecía algo vulnerable para un hombre de su estatura, dijo:
—Era una pasta de dientes, en realidad.
—¿En serio?
—Sí.
—Perdona, no lo sabía —dijo Charlie—. Podrías habértelo cambiado, ¿no?
—Señor Asher, uno puede luchar contra quien es solo por un tiempo. Luego hay que tomar la determinación de asumir la propia suerte. Para mí, eso suponía ser negro, medir dos metros trece (y no estar en la nba), llamarme Minty Fresh y haber sido reclutado como Mercader de la Muerte. —Levantó una ceja como si acusara a Charlie—. He aprendido a aceptar y abrazar todas esas cosas.
—Creía que ibas a decir que también eras gay —dijo Charlie.
—¿Qué? No hace falta ser gay para vestir de verde menta.
Charlie observó el traje verde del señor Fresh (confeccionado en tafetán y extremadamente ligero para la estación) y sintió una extraña afinidad con aquel Mercader de la Muerte de nombre tan refrescante. Aunque no lo sabía, Charlie acababa de reconocer los signos distintivos de otro macho beta (naturalmente, hay betas homosexuales: el novio beta es muy apreciado entre la comunidad gay porque se le puede enseñar a vestir y, sin embargo, se puede estar relativamente seguro de que nunca desarrollará un sentido del estilo o estará más divino que tú).
—Supongo que tiene usted razón, señor Fresh —dijo Charlie—. Lamento haberlo dado por sentado. Te pido disculpas.
—No importa —dijo el señor Fresh—. Pero, en serio, tienes que irte.
—No, sigo sin entender cómo voy a saber a quién van a parar las almas. Quiero decir que, después de que ocurriera todo esto, en mi tienda aparecieron toda clase de vasijas de almas sin que yo lo supiera. ¿Cómo sé que no se las vendí a alguien que ya tenía una? ¿Y si alguien tiene un juego completo?
—Eso no puede ocurrir. Por lo menos, que nosotros sepamos. Mira, ya te darás cuenta. Créeme, te doy mi palabra. Cuando la gente está lista para recibir su alma, la consigue. ¿Nunca has estudiado las religiones orientales?
—Vivo en el barrio chino —respondió Charlie, y aunque era técnicamente cierto, más o menos, solo sabía decir tres cosas en chino mandarín: «Buenos días», «Almidonado ligero» y «Soy un demonio blanco y un ignorante», todas ellas enseñadas por la señora Ling. Él creía, no obstante, que la última se traducía por «Buenos días nos dé Dios».
—Permíteme que reformule la pregunta, entonces —dijo el señor Fresh—. ¿Nunca has estudiado las religiones orientales?
—Ah, las religiones orientales —contestó Charlie, fingiendo que antes había malinterpretado sus palabras—. Solo cosas del Discovery Channel, ya sabes, Buda, Shiva, Gandalf, los más importantes…
—¿Entiendes el concepto de karma? ¿El cómo las cuestiones sin resolver vuelven a planteársete en otra vida?
—Sí, claro. Qué pregunta. —Charlie puso los ojos en blanco.
—Pues considérate un agente de redistribución de almas. Somos agentes del karma.
—Agentes secretos —dijo Charlie melancólicamente.
—Bueno, espero que no haga falta que te diga —contestó el señor Fresh— que no puedes decirle a nadie lo que eres, así que sí, supongo que somos agentes secretos del karma. Almacenamos las almas hasta que ciertas personas están listas para recibirlas.
Charlie sacudió la cabeza como si intentara sacarse agua de los oídos.
—Entonces, si alguien entra en mi tienda y compra la vasija de un alma, ¿hasta ese momento ha ido por la vida sin alma? Eso es horrible.
—¿Tú crees? —dijo Minty Fresh—. ¿Tú sabes si tienes alma?
—Claro que sí.
—¿Por qué lo dices?
—Porque soy yo. —Charlie se dio unas palmadas en el pecho—. Estoy aquí.
—Eso no es más que una personalidad —respondió Minty—, y a duras penas. Podrías ser una vasija vacía y nunca lo sabrías. Quizá no hayas alcanzado el momento de tu vida en el que estarás listo para recibir tu alma.
—¿Eh?
—Tu alma puede estar más evolucionada que tú en este momento. Si un chaval suspende el último curso del bachillerato, ¿le harías repetir todos los cursos desde el parvulario hasta el penúltimo curso de instituto?
—No, supongo que no.
—No, le harías empezar desde el principio del último curso. Pues lo mismo con las almas. Las almas solo ascienden. Una persona consigue un alma cuando puede elevarla hasta el siguiente nivel, cuando está lista para aprender la siguiente lección.
—Entonces, si le vendo a alguien una de esas cosas que brillan, ¿es que hasta entonces ha ido por la vida sin alma?
—Esa es mi teoría —dijo Minty Fresh—. He leído mucho sobre este tema a lo largo de los años. Textos de todas las culturas y religiones, y eso lo explica mejor que cualquier otra cosa que se me haya ocurrido.
—Entonces, no todo está en el libro que me mandaste.
—El libro solo contiene las instrucciones prácticas. No hay explicaciones. Es tan sencillo como un libro infantil. Dice que te busques un calendario y te lo pongas junto a la cama y que te irán llegando los nombres. No dice cómo localizas a esas personas, ni qué objeto es, solo que tienes que encontrarlos. Búscate una agenda. Es lo que uso yo.
—Pero ¿y los números? Cuando encuentro un nombre escrito junto a la cama, siempre hay un número al lado.
El señor Fresh asintió con la cabeza y sonrió con cierta docilidad.
—Son los días que tienes para recuperar la vasija del alma.
—¿Quieres decir que son los días que le quedan a esa persona para morir? Yo no quiero saber eso.
—No, los días que le quedan para morir, no, los días que tienes para recuperar la vasija, los días que te quedan a ti. Llevo mucho tiempo estudiando la cuestión, y nunca son más de cuarenta y nueve. Pensaba que a lo mejor significaba algo, así que empecé a buscar información en la literatura acerca de la muerte y el morir. Da la casualidad de que cuarenta y nueve son los días del bardo, el término usado en el Libro tibetano de los muertos para nombrar el tránsito entre la vida y la muerte. Los Mercaderes de la Muerte somos, de algún modo, el medio para trasladar a esas almas, pero tenemos que llevar a cabo nuestra tarea en menos de cuarenta y nueve días. Esa es mi teoría, por lo menos. No te extrañes si a veces la persona lleva muerta semanas cuando te llega su nombre. Todavía tienes el número de días que quedan del bardo para conseguir la vasija de su alma.
—¿Y si no la consigo a tiempo? —preguntó Charlie.
Minty Fresh sacudió la cabeza tristemente.
—Sombras, cuervos, siniestras porquerías alzándose del Inframundo… quién sabe. El caso es que tienes que encontrarla a tiempo. Y la encontrarás.
—¿Cómo, si no hay dirección ni instrucciones? Ni que estuviera debajo del felpudo.
—A veces (casi siempre, de hecho) vienen a ti. Se da una conjunción de circunstancias.
Charlie pensó en la asombrosa pelirroja que le había llevado la pitillera.
—¿A veces, dices?
Fresh se encogió de hombros.
—A veces tienes que buscarlas de veras, localizar a la persona, ir a su casa… Yo una vez hasta contraté a un detective privado para que me ayudara a encontrar a una, pero entonces empecé a oír las voces. Sabrás si te estás acercando cuando notes que la gente no te ve.
—Pero yo tengo que ganarme la vida. Tengo una hija…
—Te ganarás la vida, Charlie. El dinero forma parte del trabajo. Ya lo verás.
Charlie lo veía. Lo había visto ya: ganaría decenas de miles de dólares si se hacía con la ropa de la difunta señora Mainheart.
—Ahora tienes que irte —dijo Minty Fresh. Extendió la mano para estrechársela y una sonrisa cortó su cara como una luna creciente el cielo nocturno. Charlie cogió la mano del larguirucho y la suya desapareció entre el apretón del Mercader de la Muerte.
—Seguro que seguiré teniendo dudas. ¿Puedo llamarte?
—No —contestó el mentolado.
—Vale, bueno, entonces me marcho —dijo Charlie sin moverse—. Completamente a merced de las fuerzas del averno y todo eso.
—Cuídate —dijo Minty Fresh.
—No tengo ni idea de qué como voy a hacer —-prosiguió Charlie mientras daba pasitos indecisos de bebé hacia la puerta—. El peso de toda la humanidad descansa sobre mis hombros.
—Sí, asegúrate de estirarte bien por las mañanas —dijo el grandullón.
—Por cierto —dijo Charlie en disonancia con sus lamentos—, ¿eres gay?
—Lo que estoy —contestó Minty Fresh— es solo. Absoluta y completamente solo.
—De acuerdo —dijo Charlie—. Lo siento.
—No pasa nada. Yo siento haberte golpeado en la cabeza.
Charlie asintió, cogió su bastón espada de detrás del mostrador y salió de Fresh Music al día nublado de San Francisco.
Bueno, no era exactamente la Muerte, pero tampoco era un ayudante de Santa Claus. En realidad no importaba que nadie le creyera si lo contaba. Los Mercaderes de la Muerte parecían un poco cenizos, pero le gustaba la idea de ser un agente secreto. Un agente del KARMA (Karma, Asociación para el Reparto del Asesinato y el Mamoneo). De acuerdo, tendría que elaborar un poco más las siglas, pero aun así era un agente secreto.
A decir verdad, y aunque él no lo supiera, Charlie estaba bien pertrechado para tal labor. Dado que operaban por debajo del radar, los machos beta eran excelentes espías. No espías tipo James Bond, de los que tenían un Aston Martin armado con misiles y se tiraban a la bella ingeniera aeronáutica rusa en un lecho de pieles de armiño, sino más bien del estilo oscuro burócrata que se peina los cuatro pelos sobre la calva y busca en contenedores de basura documentos manchados de café. Su ostensible docilidad le franquea el acceso a personas y lugares vedados para el macho alfa, el cual pasea palmariamente su testosterona. El macho beta puede, de hecho, ser todo un peligro, no como Jet Li[9], «cuyo cuerpo es todo él un arma mortífera», pero sí en la línea del que se sube borracho a la segadora y, cual Luke Skywalker, arremete contra la caseta de las herramientas.
Así que, mientras se dirigía a la parada del tranvía de la calle Market, Charlie iba tanteando mentalmente su nueva faceta de agente secreto, y se sentía bastante a gusto con ella, cuando, al pasar junto a una alcantarilla, oyó que una voz de mujer le susurraba ásperamente:
—Nos llevaremos a la pequeña. Ya verás, Carne Nueva. Pronto será nuestra.
En cuanto Charlie entró en la tienda por la puerta del callejón, Lily irrumpió en el cuarto de atrás para encararse con él.
—El poli ha vuelto. Ese tío se ha muerto. ¿Lo mataste tú… amo? —añadió a su descarga de metralleta, y a continuación hizo un saludo militar, una reverencia y un saludo japonés con las manos unidas.
Charlie, que llegaba aterrorizado por su hija y había cruzado la ciudad como un loco, se quedó de una pieza. Estaba seguro de que los gestos de respeto de Lily eran algún oscuro subterfugio para pedirle un favor o encubrir una fechoría, o bien que, como solía ocurrir, la adolescente se estaba burlando de él. De modo que se sentó en uno de los taburetes altos de madera que había junto a la mesa y dijo:
—¿Qué poli? ¿Qué tío? Explícate, por favor. Y yo no he matado a nadie.
Lily respiró hondo.
—El poli que estuvo aquí el otro día ha vuelto. Resulta que ese tío al que fuiste a ver la semana pasada a Pacific Heights… —Miró algo que llevaba escrito en el brazo en tinta roja—… Michael Mainheart, se ha suicidado. Y te dejó una nota, diciendo que podías quedarte con la ropa de su mujer y de él, y venderla a precio de mercado. Y luego escribió… —Y aquí volvió a consultar su brazo manchado de tinta—: «¿Qué parte de “Solo quiero morirme” fue la que no entendió?». —Lily levantó la vista.
—Eso fue lo que dijo el otro día, después de que lo reanimara —dijo Charlie.
—Entonces, ¿lo mataste tú? Matarlo, o como lo llames. A mí puedes decírmelo. —Hizo otra reverencia, cosa que turbó no poco a Charlie. Hacía tiempo que consideraba su relación con Lily cimentada en una sólida base de afectuoso desprecio, y aquello lo estaba echando todo a perder.
—No, yo no lo maté. ¿A qué viene eso?
—¿Mataste al tío de la pitillera?
—¡No! Ni siquiera lo vi.
—¿Te das cuenta de que soy tu fiel esbirro? —preguntó Lily, y añadió otra reverencia.
—Lily, ¿se puede saber qué coño te pasa?
—Nada. No me pasa nada, señor Asher… digo, Charles. ¿Prefieres Charles o Charlie?
—¿Y ahora me lo preguntas? ¿Qué más dijo el policía?
—Quería hablar contigo. Creo que encontraron a ese tal Mainheart vestido con ropa de su mujer. No hacía ni una hora que había vuelto del hospital cuando despidió a la enfermera, se vistió de punta en blanco y se tomó un puñado de calmantes.
Charlie asintió con la cabeza mientras pensaba en lo empeñado que estaba Mainheart en sacar de su casa la ropa de su esposa. Se valía de cualquier medio para sentirse cerca de ella, pero nada daba resultado. Y, cuando ponerse su ropa tampoco funcionó, se fue tras ella del único modo que conocía: uniéndosele en la muerte. Charlie lo entendía muy bien. Si no hubiera sido por Sophie, quizá también él hubiera intentado reunirse con Rachel.
—Es rarito, ¿eh? —dijo Lily.
—¡No! —gritó Charlie—. No lo es, Lily. No lo es en absoluto. Ni lo pienses. El señor Mainheart murió de pena. Puede que parezca otra cosa, pero así es.
—Perdona —dijo Lily—. El experto eres tú.
Charlie miraba fijamente el suelo; intentaba aclarar todo aquello y se preguntaba si el haber perdido el chaquetón de piel que contenía el alma de la señora Mainheart significaba que la pareja nunca volvería a reunirse. Por culpa suya.
—Ah, sí —añadió Lily—. Ha llamado la señora Ling muy asustada, gritando en chino no sé qué de un pájaro negro que ha roto la ventana…
Charlie se levantó del taburete y empezó a subir los peldaños de las escaleras de dos en dos.
—¡Está en tu apartamento! —gritó Lily a su espalda.
Los abogados televisivos flotaban en la superficie de la pecera formando una mancha naranja cuando Charlie entró en su apartamento. Las potencias asiáticas estaban en la cocina; la señora Korjev apretaba contra su pecho a Sophie, que prácticamente nadaba intentando escapar del gomoso cañón que la protegía entre las enormes domingas de la cosaca. Charlie cogió a su hija cuando la niña se hundía por tercera vez en el canalillo y la abrazó con fuerza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Siguió un aluvión de ruso y chino mezclado con alguna que otra palabra inglesa: «pájaro», «ventana», «rota», «negro» y «me cago encima».
—¡Basta! —Charlie levantó su mano libre—. Señora Ling, ¿qué ha pasado?
La señora Ling se había repuesto del susto de ver estrellarse el pájaro en la ventana y de la carrera frenética escaleras abajo, pero mostraba de pronto una timidez impropia de ella: temía que Charlie reparara en la mancha húmeda del bolsillo de su vestido, en el que el recién fallecido Barnaby Jones yacía anaranjadamente esperando a ser introducido en la cazuela de sopa de la señora Ling con un poco de wonton, cebollas verdes y un pellizco de cinco especias.
Pescado es pescado, se había dicho la señora Ling al guardarse a hurtadillas el pececillo. A fin de cuentas, había cinco abogados más muertos en la pecera, ¿quién iba a echar uno en falta?
—Bah, nada —dijo la señora Ling—. Pájaro rompe ventana y nos asusta. No es para tanto.
Charlie miró a la señora Korjev.
—¿Dónde ha sido?
—En nuestra planta. Estamos hablando en pasillo. Hablando de lo mejor para Sophie, cuando ¡bum!, pájaro choca con ventana y tinta negra atraviesa ventana. Corremos aquí y cerramos con llave. —Ambas viudas tenían llave del apartamento de Charlie.
—Mañana haré que lo arreglen —dijo él—. Pero no pasó nada más, ¿no? ¿No entró… nadie?
—Es tercera planta, Charlie. Nadie entra.
Charlie miró la pecera.
—¿Qué ha pasado aquí?
La señora Ling puso unos ojos como platos.
—Tengo que irme. Noche mah-jongg en templo.
—Entramos, cerramos la puerta —explicó la señora Korjev—. Peces están bien. Pongo a Sophie en cesta como hacemos siempre, luego salgo al pasillo a ver si moros en la costa. Cuando la señora Ling mira atrás, peces muertos.
—¡Yo no! Es rusa quien ve peces muertos —dijo la señora Ling.
—No importa —dijo Charlie—. ¿Han visto algún pájaro, alguna sombra en el apartamento?
Las dos mujeres movieron la cabeza de un lado a otro.
—Solo arriba —dijo la señora Ling.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Charlie y, apoyándose a Sophie en la cadera, recogió su bastón espada. Condujo a las dos mujeres al pequeño ascensor, hizo un cálculo rápido comparando el tamaño de la señora Korjev con la capacidad cúbica del ascensor y a continuación las llevó escaleras arriba. Al ver el ventanal roto, notó cierta flojera en las rodillas, no tanto por la ventana, sino por lo que había en el tejado del otro lado de la calle. Reflejada mil veces en la telaraña que formaba el cristal de seguridad de la ventana, se veía la sombra de una mujer proyectada sobre el edificio. Charlie le dio la niña a la señora Korjev, se acercó a la ventana y abrió un agujero en el cristal para ver mejor. Al hacerlo, la sombra resbaló por el costado del edificio, cruzó la acera y se deslizó por el sumidero de una alcantarilla que había junto a un lugar en el que un puñado de turistas acababa de apearse del funicular. Ninguno de ellos parecía haber visto nada. Era poco más de la una y el sol proyectaba sombras casi rectas. Charlie volvió a mirar a las dos viudas.
—¿Han visto eso?
—¿La ventana rota? —preguntó la señora Ling mientras se acercaba lentamente al cristal y miraba por el agujero que había practicado Charlie—. ¡Oh, no!
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
La señora Ling miró a la señora Korjev.
—Tiene razón. Flores necesitan agua.
Charlie miró por el orificio de la ventana y vio que la señora Ling se refería a una jardinera llena de geranios muertos y renegridos.
—Rejas en todas las ventanas mañana mismo —dijo.
No muy lejos de allí a vuelo de cuervo, bajo la avenida Columbus, en un amplio cruce de cañerías donde iban a parar varios desagües, Orcus el Antiguo se paseaba de un lado a otro, encorvado como si tuviera joroba; las gruesas púas que salían de sus hombros arañaban los costados de la tubería, haciendo saltar chispas que olían a turba quemada.
—Vas a joderte las púas si sigues paseándote así —dijo Babd.
Estaba agazapada a un lado, en una de las cañerías más pequeñas, junto a sus hermanas Nemain y Macha. Excepto Nemain, cuyo cuerpo empezaba a cubrirse de un resalte de plumas de pájaro de color pavonado, las demás hermanas carecían de profundidad. Eran planas ausencias de luz, absolutamente negras incluso en la penumbra que se filtraba por las rejillas de los desagües; sombras, contornos en realidad, como las antepasadas más tenebrosas de las modernas siluetas de chicas que llevan los camiones en las faldillas antibarro. Espectros delicados, femeninos y feroces.
—Siéntate. Tómate un aperitivo. ¿De qué sirve dominar lo de Arriba si al final estás hecho un asco?
Orcus gruñó y se volvió hacia las Morrigan, las tres hermanas.
—¡Demasiado tiempo sin probar el aire! Demasiado tiempo. —Con una de sus zarpas sacó un cráneo humano de la cesta que llevaba al cinto, se lo metió en la boca y lo masticó.
Contentas porque le gustara su regalo, las Morrigan se rieron con una risa que sonó como el viento por las cañerías. Se habían pasado casi todo el día bajo los cementerios de San Francisco, desenterrando cráneos (a Orcus le gustaban sin ataúd) y quitándoles la tierra y los despojos hasta que brillaban como porcelana china.
—Nosotras volamos —dijo Nemain. Se tomó un momento para admirar las plumas negras y azuladas cuya forma apuntaba en la superficie de su cuerpo—. Por Arriba —añadió innecesariamente—. Están por todas partes, como cerezas esperando a que alguien las robe.
—De robar, nada —dijo Orcus—. Piensas como un cuervo. Son nuestras, podemos llevárnoslas.
—Bueno, sí, ya, ¿y dónde estabas tú? Yo he conseguido estas. —La sombra levantó el paraguas de William Creek con una mano y el chaquetón de piel que había robado a Charlie Asher con la otra. Ambas cosas relucían aún, rojizas, pero su luz se iba apagando rápidamente—. Por estas estuve Arriba. Volé. —Al ver que nadie reaccionaba, Nemain añadió—: Arriba.
—Yo también volé —dijo Babd tímidamente—. Un poco. —Estaba un poco avergonzada porque no le hubieran salido dibujos de plumas, ni dimensiones.
Orcus dejó caer su cabezota. Las Morrigan se acercaron y empezaron a acariciar las largas púas que antaño habían sido alas.
—Pronto estaremos todos Arriba —dijo Macha—. El nuevo no sabe lo que hace. Gracias a él pronto estaremos todos Arriba. Mira lo lejos que hemos llegado ya… y ahora estamos muy cerca. Dos Arriba en tan poco tiempo. Puede que ese Carne Nueva, ese ignorante, sea lo que necesitamos.
Orcus levantó su cabeza de toro y al sonreír dejó al descubierto una sierra de dientes.
—Serán como fruta lista para la cosecha.
—Ya verás —dijo Nemain—. Es como yo decía. ¿Sabías que Arriba se ve hasta muy lejos? A kilómetros de distancia. Y hay unos olores maravillosos. Nunca me había dado cuenta de lo húmedo que es esto y de lo mal que huele aquí abajo. ¿Hay alguna razón por la que no podamos tener una ventana?
—¡Cállate! —gruñó Orcus.
—Vale, ¿por qué no me arrancas la cabeza, si quieres?
—No me provoques —dijo la Muerte con cabeza de toro. Se levantó y condujo a las otras Muertes, a las Morrigan, por la tubería, en dirección al distrito financiero, hacia el barco enterrado de la época de la fiebre del oro en el que tenían su morada.