LA PIEL DE OSO

El verano pasado, a mediados de julio, en el telediario de las ocho de la tarde, Bruno Masure[22] anunció que una sonda norteamericana acababa de descubrir huellas de vida fósil en Marte. No había ninguna duda: las moléculas cuya presencia se había detectado, de cientos de millones de años de antigüedad, eran moléculas biológicas; nunca se habían hallado fuera de los organismos vivos. Estos organismos eran bacterias, probablemente arqueobacterias metánicas. Dicho esto, Masure pasó a otro tema; estaba claro que Bosnia interesaba más. Esta mínima cobertura en un medio de comunicación parece justificada, a priori, por el carácter poco espectacular de la vida bacteriana. La bacteria, en efecto, lleva una vida apacible. Crece tomando del entorno nutrientes simples y poco variados; luego se reproduce, de forma bastante anodina, mediante divisiones sucesivas. No conocerá nunca los placeres y los tormentos de la sexualidad. Mientras las condiciones sigan siendo favorables, seguirá reproduciéndose (El rostro de Yahvé la mira favorable, y numerosas serán sus generaciones);luego, muere. Ninguna ambición irreflexiva empaña su limitado y perfecto recorrido; la bacteria no es un personaje de Balzac. Sí, puede ocurrir que pase su tranquila existencia en un organismo huésped (el de un teckel, por ejemplo), y que el organismo en cuestión sufra por ello e incluso acabe siendo destruido; pero la bacteria no se entera de nada, y la enfermedad de la que es agente activo se desarrolla sin mermar su serenidad. En sí misma, la bacteria es irreprochable; también carece del más mínimo interés.

Aun así, aquello era un acontecimiento. En un planeta cercano a la Tierra, unas macromoléculas biológicas habían logrado organizarse, elaborar vagas estructuras autorreproductoras compuestas de un núcleo primitivo y de una membrana poco conocida; luego todo se detuvo, probablemente por culpa de las variaciones climáticas; la reproducción se volvió cada vez más difícil, antes de interrumpirse por completo. La historia de la vida en Marte fue una historia modesta. Sin embargo (y Bruno Masure no parecía darse plena cuenta de ello), aquel minirrelato de un fracaso un poco insulso contradecía violentamente todas las construcciones míticas o religiosas que han hecho desde siempre las delicias de la humanidad. No había un acto único, grandioso y creador; no había pueblo elegido, ni especie ni planeta elegidos. Sólo había, un poco por todo el universo, tentativas inseguras y en general poco convincentes. Todo era, además, de una monotonía insoportable. El ADN de las bacterias halladas en Marte era idéntico al ADN de las bacterias terrestres; esta prueba, más que cualquier otra, me sumió en una vaga tristeza, porque esa identidad genética radical parecía prometer convergencias históricas agotadoras. En resumen, en la bacteria ya latían el tutsi y el serbio; y toda la gente que pierde el tiempo entre conflictos tan fastidiosos como interminables.

Pero la vida en Marte había tenido la feliz idea de desaparecer antes de causar demasiados estragos. Animado por el ejemplo marciano, empecé a redactar un rápido alegato a favor de la exterminación de los osos. En ese momento habían introducido una nueva pareja de osos en los Pirineos, lo que provocaba el descontento de los criadores de ovejas. Tamaña obstinación en sacar a estos plantígrados de la nada implicaba, sí, algo perverso, malsano; naturalmente, los ecologistas apoyaban la medida. Habían soltado a la hembra y luego, a varios kilómetros de distancia, al macho. Hay gente ridícula. Sin la menor dignidad.

Cuando le conté mi proyecto de exterminación a la directora de una galería de arte, ella opuso un argumento original, tirando, esencialmente, a culturalista. Según ella había que preservar al oso, porque pertenecía a la antigua memoria cultural de la humanidad. De hecho, las dos representaciones artísticas más antiguas que se conocen eran un oso y un sexo femenino. Según las últimas investigaciones, parecía que el oso era un poco más antiguo. ¿El mamut, el falo? Mucho más recientes, muchísimo más; ni siquiera merecía la pena discutirlo. Me incliné ante la autoridad del argumento. De acuerdo, salvemos a los osos. Para las vacaciones de verano recomiendo Lanzarote, que se parece mucho al planeta Marte.