Entrevista publicada el 5 de julio de 1996 en L’Humanité.
Los títulos de sus obras suenan como llamadas a la resistencia en un mundo visto a través de lo cotidiano más insignificante en apariencia, y sobre todo a través de la vida empresarial, cosa rara en literatura; un mundo construido sobre un engaño cada vez más flagrante. ¿Puede explicarse el impacto de sus libros gracias al hecho de que expresan directamente algo social y políticamente no-dicho?
Mis personajes no son ni ricos ni famosos; tampoco son marginados, delincuentes o excluidos. Hay secretarias, técnicos, oficinistas, directivos. Personas que a veces pierden su empleo, que a veces sufren una depresión. Gente completamente corriente, poco atractiva a priori desde un punto de vista novelesco. No hay duda de que la presencia en mis libros —sobre todo en mi novela— de ese universo banal, pocas veces descrito (puesto que, además, los escritores no lo conocen bien), ha causado sorpresa. Puede que además haya conseguido, sí, describir ciertas mentiras habituales, patéticas, que la gente se cuenta a sí misma para soportar lo desgraciada que es su vida.
Al describir un mundo al que el liberalismo ha despojado de humanidad, afirma que «esta progresiva desaparición de las relaciones humanas plantea ciertos problemas a la novela […] Estamos lejos de Cumbres borrascosas, es lo menos que puede decirse. La forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna». ¿No ocurre lo mismo con la poesía?
Siempre hay momentos extraños, muy densos, que la poesía traduce de un modo natural e inmediato. Lo que sí es típicamente moderno es que cuesta mucho encajar esos momentos en una continuidad con sentido. Mucha gente siente que vive durante breves instantes; pero sus vidas, vistas en conjunto, carecen de dirección y de sentido. Por eso se ha vuelto difícil escribir una novela honesta, sin tópicos, en la que exista una progresión narrativa. No estoy muy seguro de haber encontrado una solución; tengo la impresión de que se puede proceder por inyección brutal de teoría y de historia en el material narrativo.
Los cambios en las relaciones y la condición de hombres y mujeres repercute en sus textos. A menudo, de forma dolorosa. ¿Qué le sugiere el verso de Aragón «el futuro del hombre es la mujer»?
Lo que se dio en llamar «la liberación de la mujer» les convenía más a los hombres, que veían en ella la posibilidad de multiplicar los encuentros sexuales. Después vinieron la disolución de la pareja y de la familia, es decir, de las últimas comunidades que separaban al hombre del mercado. Creo que, en general, es una catástrofe humana; pero vuelven a ser las mujeres las que salen perdiendo. En la situación tradicional, el hombre se movía en un mundo más libre y más abierto que la mujer; o sea, en un mundo más duro, competitivo, egoísta y violento. Los valores femeninos clásicos estaban impregnados de altruismo, amor, compasión, fidelidad y dulzura. Aunque ahora nos reímos de esos valores, hay que decir claramente que son valores civilizados superiores, y que su desaparición total sería una tragedia.
En este contexto, el verso de Aragón que usted cita me parece de un optimismo inverosímil; pero los viejos poetas tienen derecho a convertirse en visionarios, a proyectarse en un futuro cuyos primeros trazos no se perciben todavía. Es posible que la masculinidad sea un paréntesis en la historia de la humanidad; un desgraciado paréntesis.
A los partidos políticos, incluido el PCF,[8] se les ha reprochado transmitir un conformismo a la larga mortífero, actuar según practicas que ya no corresponden a las necesidades vitales de la sociedad y moverse demasiado a menudo en un circuito cerrado. ¿Qué opina sobre esto? Y, en un momento en el que algunos artistas, sobre todo en el cine, tratan temas cruciales para la civilización y no dudan en hacerse cargo del mundo en sus obras, ¿cómo ve las relaciones entre el arte y la política en la sociedad actual?
Desde septiembre de 1992, cuando cometimos el error de votar a favor de Maastricht, una nueva sensación se extendió por todo el país: la sensación de que los políticos no pueden hacer nada, de que no tienen ningún control real sobre los acontecimientos y de que ese control será cada vez menor. A causa de una fatalidad económica inexorable, Francia se inclina lentamente hacia la zona de los países de rentas medias y pobres. En estas condiciones, obviamente, lo que el público siente por los políticos es desprecio. Los políticos lo notan, y se desprecian a sí mismos. Asistimos a un juego amañado, malsano, funesto. Es difícil tener una conciencia clara de todo esto. Para contestar a la segunda parte de su pregunta: si el arte consiguiera reflejar con cierta honestidad el caos actual, va sería un gran logro; y en realidad no se le podría pedir más. Si uno se siente capaz de expresar una idea coherente, bien está; si tiene dudas, debe comunicarlas también. Personalmente, creo que el único camino es seguir expresando, sin compromisos, las contradicciones que me desgarran; y a la vez sabiendo que lo más probable es que esas contradicciones resulten ser representativas de mi época.
Ha evocado en sus textos más de una vez la figura de Robespierre, y en una entrevista se declaraba partidario de una sociedad comunista, aunque reconocía que no funcionaría demasiado bien con individuos como usted. Por otra parte, en su poema Dernier rempart contre le libéralisme [Último baluarte contra el liberalismo], se refiere a la encíclica de León XIII sobre la misión social del Evangelio. En su opinión, ¿qué hay que hacer, políticamente, para que el hombre siga siendo hombre?
Puede que la anécdota que voy a contarle sea apócrifa, pero me gusta mucho: dicen que fue Robespierre quien insistió para que se añadiera la palabra «fraternidad» a la divisa de la República. Como si se hubiera dado cuenta, en una intuición fulgurante, de que la libertad y la igualdad eran dos términos antinómicos; de que era absolutamente indispensable un tercer término. La misma intuición que en los últimos tiempos le llevó a intentar luchar contra el ateísmo, a promover el culto al Ser Supremo (y eso en medio de tantos peligros, de la escasez, de la guerra civil y exterior); ahí podemos ver una prefiguración del concepto comtiano de Gran Ser.[9] En general, me parece poco verosímil que una civilización pueda subsistir mucho tiempo sin ninguna religión (precisando que una religión puede ser atea, como el budismo). La conciliación razonada de los egoísmos, error del Siglo de las Luces al que los liberales, en su incurable necedad (a menos que se trate de cinismo, que al fin y al cabo vendría a ser lo mismo), siguen haciendo referencia, me parece una base de una fragilidad ridícula. En la entrevista que usted mencionaba, yo decía ser «comunista, pero no marxista»; el error del marxismo fue pensar que bastaba con cambiar las estructuras económicas, y que el resto vendría por sí mismo. Como hemos visto, el resto no ha venido. Por ejemplo, si los jóvenes rusos se han adaptado con tanta rapidez al ambiente repugnante del capitalismo mafioso es porque el régimen precedente fue incapaz de promover el altruismo. Y no lo consiguió porque el materialismo dialéctico, basado en las mismas premisas filosóficas erróneas que el liberalismo, es por principio incapaz de conducir a una moral altruista.
Dicho esto, y aunque soy dolorosamente consciente de la necesidad de una dimensión religiosa, me declaro fundamentalmente no religioso. El problema es que ninguna religión actual es compatible con el estado general del conocimiento; está claro que lo que nos hace falta es una nueva ontología. Tal vez estos problemas parezcan exageradamente intelectuales; no obstante creo que tienen, poco a poco, enormes consecuencias concretas. En mi opinión, si no ocurre algo en este terreno, la civilización occidental no tiene ninguna posibilidad.