«Lucho contra ideas de cuya existencia ni
siquiera estoy seguro».
ANTONIE WAECHTER
La versión definitiva de este texto apareció en Dix (Les Inrockuptibles / Grasset, 1997).
La arquitectura contemporánea como vector de aceleración de los desplazamientos
Ya se sabe que al gran público no le gusta el arte contemporáneo. Esta afirmación trivial abarca, en realidad, dos actitudes opuestas. Si cruza por casualidad un lugar donde se exponen obras de pintura o escultura contemporáneas, el transeúnte normal se detiene ante ellas, aunque sólo sea para burlarse. Su actitud oscila entre la ironía divertida y la risa socarrona; en cualquier caso, es sensible a cierta dimensión de burla; la insignificancia misma de lo que tiene delante es, para él, una tranquilizadora prueba de inocuidad; sí, ha perdido el tiempo; pero, en el fondo, no de un modo tan desagradable.
Ese mismo transeúnte, en una arquitectura contemporánea, tendrá muchas menos ganas de reírse. En condiciones favorables (a altas horas de la noche, o con un fondo de sirenas de policías) se observa un fenómeno claramente caracterizado por la angustia, con aceleración de todas las secreciones orgánicas. En cualquier caso, las revoluciones del motor funcional constituido por los órganos de la visión y los miembros locomotores aumentan rápidamente.
Así ocurre cuando un autobús de turistas, perdido entre las redes de una exótica señalización, suelta su cargamento en la zona bancaria de Segovia, o en el centro de negocios de Barcelona. Adentrándose en su universo habitual de acero, cristal y señales, los visitantes adoptan enseguida el paso rápido, la mirada funcional y dirigida que corresponden al entorno propuesto. Avanzan entre pictogramas y letreros, y no tardan mucho en llegar al barrio de la catedral, el corazón histórico de la ciudad. En ese momento aminoran el paso; el movimiento de los ojos se vuelve aleatorio, casi errático. En sus caras se lee cierta estupefacción alelada (fenómeno de la boca abierta, típico de los norteamericanos). Es obvio que se encuentran delante de objetos visuales fuera de lo corriente, complejos, que les resulta difícil descifrar. Sin embargo, pronto aparecen mensajes en las paredes; gracias a la oficina de turismo, las referencias histórico-culturales vuelven a ocupar su lugar; los viajeros pueden sacar las cámaras de vídeo para inscribir el recuerdo de sus desplazamientos en un recorrido cultural dirigido.
La arquitectura contemporánea es modesta; sólo manifiesta su presencia autónoma, su presencia como arquitectura, mediante guiños discretos; en general, micromensajes publicitarios sobre sus propias técnicas de fabricación (por ejemplo, es habitual que la maquinaria del ascensor, así como el nombre de la empresa responsable, esté muy a la vista).
La arquitectura contemporánea es funcional; hace mucho tiempo que la fórmula «Lo que es funcional es obligatoriamente bello» erradicó las cuestiones estéticas que tienen que ver con la arquitectura. Una idea preconcebida sorprendente, que el espectáculo de la naturaleza no deja de contradecir, incitando a ver la belleza más bien como una especie de revancha contra la razón. A menudo, la vista se complace en las formas de la naturaleza precisamente porque no sirven para nada, porque no responden a ningún criterio perceptible de eficacia. Se reproducen con exuberancia, con abundancia, movidas en apariencia por una fuerza interna que puede calificarse de puro deseo de ser, de reproducirse; una fuerza, a decir verdad, poco comprensible (basta pensar en la inventiva burlesca y algo repugnante del mundo animal); una fuerza de una evidencia no por ello menos deslumbrante. Es cierto que algunas formas de la naturaleza inanimada (los cristales, las nubes, las redes hidrográficas) parecen obedecer a un criterio de perfección termodinámica; pero son justamente las más complejas, las más ramificadas. No recuerdan en nada el funcionamiento de una máquina racional, sino más bien la efervescencia caótica de un proceso.
La arquitectura contemporánea, que alcanza su nivel máximo en la constitución de lugares tan funcionales que se vuelven invisibles, es transparente. Puesto que debe permitir la circulación rápida de individuos y mercancías, tiende a reducir el espacio a su dimensión puramente geométrica. Destinada a ser atravesada por una sucesión ininterrumpida de mensajes textuales, visuales e icónicos, tiene que asegurarles la máxima legibilidad (sólo un lugar absolutamente transparente puede asegurar una conductibilidad total de la información). Sometidos a la dura ley del consenso, los únicos mensajes permanentes que permite están limitados a un papel de información objetiva. El contenido de esos inmensos carteles que bordean las carreteras es objeto de un detallado estudio previo. Se llevan a cabo numerosos sondeos para no chocar con tal o cual categoría de usuarios; se consulta con psicosociólogos y con especialistas de seguridad vial: todo eso para llegar a letreros del tipo «Auxerre» o «Les lacs».
La estación de Montparnasse tiene una arquitectura transparente y desprovista de misterio, establece una distancia necesaria y suficiente entre las pantallas de información horaria y los puntos electrónicos de reserva de billetes, organiza con una redundancia adecuada la señalización que lleva a las vías de llegadas y salidas; así permite al individuo occidental de inteligencia media o superior llevar a cabo su desplazamiento con un mínimo de contactos, incertidumbre o pérdida de tiempo. Generalizando un poco más, toda la arquitectura contemporánea debe ser considerada como un enorme dispositivo de aceleración y de racionalización de los desplazamientos humanos; su ideal, en este aspecto, sería el sistema intercambiador de autopistas que hay cerca de Fontainebleau-Melun Sud.
Del mismo modo, el conjunto arquitectónico que recibe el nombre de La Défense puede leerse como un puro dispositivo productivista, un dispositivo de aumento de la producción individual. Por localmente exacta que sea esta visión paranoide, es incapaz de dar cuenta de la uniformidad de las respuestas arquitectónicas propuestas para cubrir las diversas necesidades sociales (hipermercados, clubs nocturnos, edificios de oficinas, centros culturales y deportivos). Sin embargo, podemos progresar si consideramos que no sólo vivimos en una economía de mercado, sino, de forma más general, en una sociedad de mercado, es decir, en un espacio de civilización donde el conjunto de las relaciones humanas, así como el conjunto de las relaciones del hombre con el mundo, está mediatizado por un cálculo numérico simple donde intervienen el atractivo, la novedad y la relación calidad-precio. Esta lógica, que abarca tanto las relaciones eróticas, amorosas o profesionales como los comportamientos de compra propiamente dichos, trata de facilitar la instauración múltiple de tratos relacionales renovados con rapidez (entre consumidores y productos, entre empleados y empresas, entre amantes), para así promover una fluidez consumista basada en una ética de la responsabilidad, de la transparencia y de la libertad de elección.
Construir las secciones
La arquitectura contemporánea, por lo tanto, asume implícitamente un programa simple, que puede resumirse así: construir las secciones del hipermercado social. Lo consigue, por una parte, manifestando una fidelidad absoluta a la estética del casillero, y por otra, privilegiando el uso de materiales de granulometría débil o nula (metal, vidrio, materias plásticas). El empleo de superficies reflectantes o transparentes permite, además, una agradable desmultiplicación de estantes. En cualquier caso, se trata de crear espacios polimorfos, indiferentes, modulables (por otra parte, el mismo proceso afecta a la decoración de interiores: habilitar un apartamento en este fin de siglo es, en esencia, tirar las paredes, sustituirlas por tabiques móviles —que se moverán poco, porque no hay motivos para moverlos; pero lo principal es que exista la posibilidad de desplazamiento, que se cree un grado suplementario de libertad— y suprimir los elementos fijos de decoración: las paredes tienen que ser blancas, los muebles translúcidos). Se trata de crear espacios neutros donde puedan desplegarse libremente los mensajes informativo-publicitarios generados por el funcionamiento social, que además lo constituyen. Porque ¿qué producen esos empleados y directivos reunidos en La Défense? Hablando con propiedad, nada; de hecho, el proceso de producción material se ha vuelto, para ellos, absolutamente opaco. Se les transmite información numérica sobre los objetos del mundo. Esta información es la materia prima de estadísticas y cálculos; se elaboran modelos, se producen gráficos de decisión; al final de la cadena se toman decisiones y se reinyectan nuevas informaciones en el cuerpo social. La carne del mundo es sustituida por su imagen numerizada; el ser de las cosas es suplantado por el gráfico de sus variaciones. Polivalentes, neutros y modulares, los lugares modernos se adaptan a la infinidad de mensajes a los que deben servir de soporte. No pueden permitirse emitir un significado autónomo, evocar una atmósfera concreta; por lo tanto, no pueden tener belleza, ni poesía; ni, en general, el menor carácter propio. Despojados de cualquier carácter individual y permanente, y con esta condición, están preparados para acoger la pulsación indefinida de lo transitorio.
Móviles, dispuestos a la trasformación, disponibles, los empleados modernos sufren un proceso análogo de despersonalización. Las técnicas de aprendizaje del cambio popularizadas por los talleres New Age se proponen crear individuos infinitamente mutables, desprovistos de cualquier rigidez intelectual o emocional. Liberado de los estorbos constituidos por las adhesiones, las fidelidades, los códigos de comportamiento estrictos, el individuo moderno podría ocupar su lugar en un sistema de transacciones generalizadas en el cual es posible atribuirle, de forma unívoca y sin ambigüedad, un valor de cambio.
Una breve historia de la información
Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, la simulación de las trayectorias de misiles de medio y largo alcance, así como la modelización de las reacciones de fisión dentro del núcleo atómico, generaron la necesidad de medios de cálculo algorítmicos y numéricos de mayor potencia. Gracias, en parte, a los trabajos teóricos de John von Neumann, aparecieron los primeros ordenadores.
En esa época, el trabajo de oficina se caracterizaba por una estandarización y una racionalización menos avanzadas que las que dominaban la producción industrial. La aplicación de los primeros ordenadores a las tareas de gestión se tradujo de inmediato en la desaparición de la libertad y la flexibilidad a la hora de poner en práctica los procedimientos; en resumen, en una proletarización brutal de la clase de los empleados.
En esos mismos años, con un cómico retraso, la literatura europea se enfrentó a una nueva herramienta: la máquina de escribir. El trabajo indefinido y múltiple sobre el manuscrito (con sus añadidos, llamadas y apostillas) desapareció en beneficio de una escritura más lineal y anodina; de hecho, se siguieron las normas de la novela policíaca y del nuevo periodismo norteamericanos (aparición del mito Underwood; éxito de Hemingway). Esta degradación de la imagen de la literatura llevó a muchos jóvenes dotados de un temperamento «creativo» a dirigirse a las vías, más gratificantes, del cine y la canción (vías muertas, finalmente; la industria norteamericana del entretenimiento comenzaría poco después a destruir las industrias de entretenimiento locales; un trabajo que ahora estamos viendo rematar).
La repentina aparición del ordenador personal, a principios de la década de los ochenta, puede parecer una especie de accidente histórico; no corresponde a ninguna necesidad económica y es inexplicable si dejamos a un lado consideraciones como los avances en la regulación de las corrientes débiles y el grabado fino del silicio. De manera inesperada, los empleados y ejecutivos de nivel medio se encontraron en posesión de una poderosa herramienta, de fácil uso, que les permitía recuperar el control —de hecho, si no de derecho— de los principales elementos de su trabajo. Durante varios años se libró una lucha sorda y poco conocida entre las empresas de informática y los usuarios «de base», a veces respaldados por equipos de informáticos apasionados. Lo más sorprendente es que poco a poco, tomando conciencia del coste y de la baja eficacia de la macroinformática, mientras que la producción en serie permitía la aparición de materiales y de programas burocráticos fiables y baratos, las empresas se pasaron al campo de la microinformática.
Para los escritores, el ordenador personal fue una liberación inesperada: se perdía la soltura y el encanto del manuscrito, pero por lo menos era posible dedicarse a un trabajo serio sobre un texto. En esos mismos años, diversas estadísticas hicieron creer que la literatura podía recuperar parte de su prestigio anterior; menos por méritos propios, eso sí, que por la autodisolución de actividades rivales. El rock y el cine, sometidos al enorme poder de nivelación de la televisión, perdieron poco a poco su magia. Las antiguas distinciones entre películas, videoclips, informativos, publicidad, testimonios humanos o reportajes empezaron a desaparecer en provecho de una noción de espectáculo generalizado.
La aparición de las fibras ópticas y el acuerdo industrial sobre el protocolo TCP-IP,[4] permitieron, a principios de la década de los noventa, la aparición de redes intra y, más tarde, interempresariales. Convertido en una simple estación de trabajo en el seno de unos sistemas cliente-servidor de mayor fiabilidad, el ordenador personal perdió cualquier capacidad de tratamiento autónomo. De hecho, se produjo una normalización de los procedimientos dentro de unos sistemas de tratamiento de la información más móviles, más transversales, más eficaces.
Omnipresentes en las empresas, los ordenadores personales habían fracasado en el mercado doméstico por motivos que más tarde se analizarían claramente (precio todavía elevado, carencia de utilidad real, dificultad de utilización si el usuario está tumbado). A fines de la década de los noventa aparecieron los primeros terminales pasivos de acceso a Internet; desprovistos, en sí mismos, tanto de inteligencia como de memoria, y por lo tanto con un coste de producción unitaria muy bajo, estaban concebidos para permitir el acceso a las gigantescas bases de datos constituidas por la industria norteamericana del entretenimiento. Provistos de un dispositivo de telepago por fin seguro (al menos oficialmente), estéticos y ligeros, se impusieron con rapidez, sustituyendo a la vez al teléfono móvil, al Minitel y al mando a distancia de los televisores clásicos.
Inesperadamente, el libro se convirtió en un vivo foco de resistencia. Hubo tentativas de almacenamiento de obras en servidores de Internet; el éxito sigue siendo confidencial y limitado a las enciclopedias y las obras de referencia. Al cabo de unos años, la industria tuvo que reconocer que el objeto libro, más práctico, atractivo y manejable, conservaba el favor del público. Ahora bien, cada libro, una vez comprado, se convertía en un temible instrumento de desconexión. En la química íntima del cerebro, la literatura había sido capaz, en el pasado, de ganarle a menudo la carrera al universo real; no tenía nada que temer de los universos virtuales. Así empezó un período paradójico, que todavía dura, en el que la globalización del entretenimiento y de los intercambios —en los que el lenguaje articulado ocupa un reducido espacio— iba a la par con un resurgimiento de las lenguas vernáculas y de las culturas locales.
La aparición del hastío
A nivel político, la oposición al liberalismo económico globalista comenzó mucho antes; su acta de fundación fue la campaña a favor del No en el referéndum de Maastricht que se llevó a cabo en Francia en 1992. Esta campaña no se apoyaba tanto en la referencia a una identidad nacional o a un patriotismo republicano —ambos desaparecidos en las carnicerías de Verdún, en 1916 y 1917— como en un auténtico hastío general, un sentimiento de rechazo puro y simple. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo intentaba intimidar presentándose como un devenir histórico inexorable. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo se presentaba como asunción y superación del sentimiento ético simple en nombre de una visión a largo plazo del devenir histórico de la humanidad. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo prometía por el momento esfuerzos y sufrimiento, relegando a una o dos generaciones de distancia el advenimiento del bien general. Un modo semejante de razonamiento ya había ocasionado suficientes estragos a lo largo de todo el siglo XX.
Desafortunadamente, la perversión de la idea de progreso que llevan a cabo con regularidad los historicismos iba a favorecer la aparición de pensamientos burlescos, típicos de las épocas de desarraigo. Inspirados a menudo en Heráclito o en Nietzsche, bien adaptados a los ingresos medios y altos, con una estética a veces divertida, parecían encontrar confirmación en la proliferación, entre las capas menos favorecidas de la población, de reflejos de identidad múltiples, imprevisibles y violentos. Ciertas avanzadas en la teoría matemática de las turbulencias indujeron a representar la historia humana, cada vez con más frecuencia, en forma de sistema caótico, en el que los futurólogos y los pensadores mediáticos se las ingeniaban para descubrir uno o varios atractores extraños.[5] A pesar de no tener una base metodológica, esta analogía ganó terreno entre las clases cultas o semicultas, impidiendo durante mucho tiempo la constitución de una nueva ontología.
El mundo como supermercado y como burla
Arrhur Schopenhauer no creía en la Historia. Murió convencido de que la revelación que había hecho sobre el mundo, que por una parte existía como voluntad (como deseo, como impulso vital), y por otra era percibido como representación (neutro, inocente y puramente objetivo en sí, y por lo tanto susceptible de reconstrucción estética), sobreviviría generación tras generación. Ahora podemos decir que, al menos en parte, se equivocaba. Podemos seguir reconociendo en la trama de nuestras vidas los conceptos que puso en juego; pero han sufrido tales transformaciones que cabe preguntarse qué validez les queda.
La palabra «voluntad» parece indicar una tensión de larga duración, un esfuerzo continuo, consciente o no, pero coherente, hacia una meta. Cierto que los pájaros siguen construyendo nidos, que los ciervos siguen luchando por la posesión de las hembras; y en sentido schopenhaueriano podemos decir que, desde el penoso día de su aparición sobre la tierra, el que lucha es el mismo ciervo y la que excava es la misma larva. Pero con los hombres ocurre todo lo contrario. La lógica del supermercado induce forzosamente a la dispersión de los sentidos; el hombre de supermercado no puede ser, orgánicamente, un hombre de voluntad única, de un solo deseo. De ahí viene cierta depresión del querer en el hombre contemporáneo; no es que los individuos deseen menos; al contrario, desean cada vez más; pero sus deseos se han teñido de algo un tanto llamativo y chillón; sin ser puros simulacros, son en gran parte un producto de decisiones externas que podemos llamar, en sentido amplio, publicitarias. No hay nada en esos deseos que evoque la tuerza orgánica y total, tercamente empeñada en su cumplimiento, que sugiere la palabra «voluntad». De ahí se deriva cierta falta de personalidad, perceptible en todos los seres humanos.
Profundamente infectada por el sentido, la representación ha perdido por completo la inocencia. Podemos llamar inocente a una representación que se ofrece simplemente como tal, que sólo pretende ser la imagen de un mundo exterior (real o imaginario, pero exterior); en otras palabras, que no incluye su propio comentario crítico. La introducción masiva en las representaciones de referencias, de burla, de doble sentido, de humor, ha minado rápidamente la actividad artística y filosófica, transformándola en retórica generalizada. Todo arte, como toda ciencia, es un medio de comunicación entre los hombres. Es evidente que la eficacia y la intensidad de la comunicación disminuyen y tienden a anularse desde el momento en que se instala una duda sobre la veracidad de lo que se dice, sobre la sinceridad de lo que se expresa (¿hay quien pueda imaginar, por ejemplo, una ciencia con doble sentido?). La propensión al desmoronamiento que muestra la creatividad en las artes no es sino otra cara de la imposibilidad, tan contemporánea, de la conversación. Es como si, en la conversación corriente, la expresión directa de un sentimiento, de una emoción o de una idea se hubiera vuelto imposible, por ser demasiado vulgar. Todo tiene que pasar por el filtro deformante del humor, un humor que termina girando en el vacío y convirtiéndose en trágica mudez. Ésta es, a la vez, la historia de la famosa «incomunicabilidad» (hay que subrayar que la explotación repetida de este tema no ha impedido que la incomunicabilidad se extienda en la práctica, y que esté más de moda que nunca, aunque nos hayamos cansado un poco de hablar de ella) y la trágica historia de la pintura del siglo XX. La trayectoria de la pintura ha llegado a representar, más por una semejanza de ambiente que por una relación directa, la trayectoria de la comunicación humana en la época contemporánea. En ambos casos nos adentramos en una atmósfera malsana, trucada, profundamente insignificante; y trágica al final de su insignificancia. Por eso el transeúnte normal que entra en una galería de arte no puede quedarse mucho tiempo si quiere conservar su actitud de irónico desapego. Al cabo de unos minutos, y a su pesar, se apoderaría de él cierta sensación de desarraigo; al menos un entumecimiento, un malestar; una inquietante disminución de su función humorística.
(Lo trágico interviene exactamente en el momento en que lo irrisorio ya no consigue parecer divertido; es una especie de inversión psicológica brutal que traduce la aparición de un deseo irreductible de eternidad del individuo. La publicidad sólo puede evitar este fenómeno, opuesto a su objetivo, renovando de forma incesante sus simulacros; pero la pintura conserva la vocación de crear objetos permanentes, dotados de carácter propio; esta nostalgia de ser le otorga su halo doloroso y la convierte, de grado o por fuerza, en un fiel reflejo de la situación espiritual del hombre occidental).
Hay que señalar, en contraste, la relativa buena salud de la literatura durante el mismo período. Es muy fácil de explicar. La literatura es un arte profundamente conceptual; en realidad, es el único. Las palabras son conceptos; los tópicos son conceptos. Nada puede afirmarse, negarse, relativizarse, de nada se puede uno burlar sin ayuda de los conceptos y las palabras. De ahí la sorprendente robustez de la actividad literaria, que puede negarse, autodestruirse o decretarse imposible sin dejar de ser ella misma. Que resiste a todos los abismos, a todas las deconstrucciones, a todas las acumulaciones de grados, por sutiles que sean; que simplemente se levanta, se sacude y vuelve a estar vivita y coleando, como un perro que sale de un estanque.
Al contrario que la música, que la pintura, incluso que el cine, la literatura puede absorber y digerir cantidades ilimitadas de burla y de humor. Los peligros que actualmente la amenazan no tienen nada que ver con los que han amenazado y a veces destruido a las demás artes; están mucho más relacionados con la aceleración de las percepciones y de las sensaciones que caracteriza a la lógica del hipermercado. Porque un libro sólo puede apreciarse despacio; implica una reflexión (no en el sentido de esfuerzo intelectual, sino sobre todo en el de vuelta atrás); no hay lectura sin parada, sin movimiento inverso, sin relectura. Algo imposible e incluso absurdo en un mundo donde todo evoluciona, todo fluctúa; donde nada tiene validez permanente: ni las reglas, ni las cosas, ni los seres. La literatura se opone con todas sus fuerzas (que eran grandes) a la noción de actualidad permanente, de presente continuo. Los libros piden lectores; pero estos lectores deben tener una existencia individual y estable: no pueden ser meros consumidores, meros fantasmas; deben ser también, de alguna manera, sujetos.
Minados por la obsesión cobarde de lo politically correct, pasmados por una marea de pseudoinformación que les proporciona la ilusión de una modificación permanente de las categorías de la existencia (ya no se puede pensar lo que se pensaba hace diez, cien o mil años), los occidentales contemporáneos ya no consiguen ser lectores; ya no logran satisfacer la humilde petición de un libro abierto: que sean simplemente seres humanos, que piensen y sientan por sí mismos.
Con mayor motivo, no pueden desempeñar ese papel frente a otro ser. No obstante, tendrían que hacerlo: porque esta disolución del ser es trágica; y cada cual, movido por una dolorosa nostalgia, continúa pidiéndole al otro lo que él ya no puede ser; cada cual sigue buscando, como un fantasma ciego, ese peso del ser que ya no encuentra en sí mismo. Esa resistencia, esa permanencia; esa profundidad. Todo el mundo fracasa, por supuesto, y la soledad es espantosa.
En Occidente, la muerte de Dios fue el preludio de un increíble folletín metafísico, que continúa en nuestros días. Cualquier historiador de las mentalidades sería capaz de reconstruir en detalle sus etapas; para resumir, digamos que el cristianismo consiguió dar ese golpe maestro de combinar la fe violenta en el individuo —en comparación con las epístolas de San Pablo, la cultura antigua en conjunto nos parece ahora extrañamente civilizada y triste— con la promesa de la participación eterna en el Ser absoluto. Una vez desvanecido este sueño, hubo diversas tentativas para prometerle al individuo un mínimo de ser; para conciliar el sueño de ser que llevaba en su interior con la omnipresencia obsesiva del devenir. Todas estas tentativas han fracasado hasta el momento, y la desdicha ha seguido extendiéndose.
La publicidad es la última tentativa hasta la fecha. Aunque su objetivo es suscitar, provocar, ser el deseo, sus métodos son, en el fondo, bastante semejantes a los que caracterizaban a la antigua moral. La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado, que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: «Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto». Al negar cualquier noción de eternidad, al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice, se transforme en fantasma obediente del devenir. Y se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser.
La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa; sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes. Sigue perfeccionando medios de desplazamiento para seres que no tienen ningún sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte; sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no tienen nada que decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción entre seres que ya no tienen ganas de entablar relación con nadie.
La poesía del movimiento suspendido
En mayo de 1968, yo tenía diez años. Jugaba a las canicas, leía Pif le Chien;[6] la buena vida. De los «sucesos del 68» sólo guardo un recuerdo, aunque bastante vivo. En aquella época, mi primo Jean-Pierre estaba en primero, en el liceo de Raincy. El liceo me parecía entonces (después, la experiencia confirmó esta primera intuición, añadiéndole una penosa dimensión sexual) un lugar enorme y espantoso donde los chicos mayores se consagraban con todo su empeño al estudio de materias difíciles para asegurarse un futuro profesional. Un viernes, no sé por qué, fui con mi tía a esperar a mi primo a la salida de clase. Ese mismo día, el liceo de Raincy había empezado una huelga indefinida. El patio, donde yo esperaba encontrar cientos de adolescentes atareados, estaba desierto. Algunos profesores daban vueltas sin rumbo entre las porterías de balonmano. Recuerdo que, mientras mi tía intentaba conseguir alguna información, yo deambulé unos largos minutos por aquel patio. La paz era completa, el silencio absoluto. Fue un momento maravilloso.
En diciembre de 1986 yo estaba en la estación de Avignon, y hacía buen tiempo. Después de una serie de complicaciones sentimentales que sería fastidioso narrar aquí, era absolutamente necesario —o eso creía yo— que tomara el TGV[7] a París. No sabía que la Red de Ferrocarriles Nacionales acababa de iniciar una huelga general. Se rompió de golpe la sucesión operativa de intercambio sexual, aventura y hastío. Pasé dos horas sentado en un banco frente al desierto paisaje ferroviario. Había vagones de TGV inmóviles en las vías muertas. Parecía que llevaban allí años, o que jamás se habían movido. Los viajeros se pasaban información en voz baja; había un ambiente de resignación, de incertidumbre. Podría haber sido la guerra, o el fin del mundo occidental.
Algunos testigos más directos de los «sucesos del 68» me contaron que fue un período maravilloso, que la gente se hablaba en la calle, que todo parecía posible; lo creo. Otros dicen, simplemente, que los trenes dejaron de circular, que no había gasolina; lo admito. Veo un rasgo común en todos estos testimonios: durante unos días, mágicamente, una máquina gigantesca y opresora dejó de funcionar. Hubo una flotación, una incertidumbre; todo quedó en suspenso, y cierta calma se extendió por el país. Por supuesto, poco después la máquina social volvió a girar aún más deprisa, de un modo todavía más implacable (y mayo del 68 sólo sirvió para romper las pocas reglas morales que hasta entonces entorpecían la voracidad de su funcionamiento). Pero a pesar de todo hubo un momento de interrupción, de vacilación; un instante de incertidumbre metafísica.
No cabe duda de que, por esas mismas razones, la reacción del público frente a una súbita interrupción de las redes de transmisión de la información, una vez superado el primer momento de contrariedad, está lejos de ser completamente negativa. Se puede observar el fenómeno cada vez que un sistema de almacenamiento informático se avería (es bastante corriente): una vez admitido el inconveniente, y sobre todo en cuanto los empleados se deciden a utilizar el teléfono, lo que sienten los usuarios es, más bien, una secreta alegría; como si el destino les brindara la oportunidad de tomarse una revancha solapada contra la tecnología. Igualmente, para darse cuenta de lo que el público piensa en el fondo de la arquitectura en la que le obligan a vivir, basta observar su reacción cuando alguien se decide a volar una de esas torres con agujeros construidas en el extrarradio en la década de los sesenta: un momento de alegría pura y muy violenta, parecida a la embriaguez de una inesperada liberación. El espíritu que habita lugares así es malvado, inhumano, hostil; es el espíritu de un engranaje agotador, cruel, en constante aceleración; todo el mundo lo sabe, en el fondo, y anhela su destrucción.
La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad. Por eso fue posible que una poesía paradójica, de la angustia y de la opresión, naciera en medio de los hipermercados y de los edificios de oficinas. No es una poesía alegre; no puede serlo. La poesía moderna ya no aspira a construir una hipotética «casa del ser», del mismo modo que la arquitectura moderna no aspira a construir lugares habitables; sería una tarea muy diferente de la que consiste en multiplicar las infraestructuras de circulación y de tratamiento de la información. La información, producto residual de la no permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos.