En el número 9 de L’atelier du román, Lakis Proguidis se preguntaba por la relación entre la poesía y la novela, sobre todo a través de mis escritos. Esta «respuesta» apareció en el número 10 (primavera de 1997).
Mi querido Lakis:
Desde que nos conocemos, veo que te inquieta esta afición extraña (¿compulsiva?, ¿masoquista?) que muestro, a intervalos regulares, por la poesía. Te das cuenta de los inconvenientes: preocupación de los editores, perplejidad de la crítica; añadiré, para no dejarme nada, que desde que tengo éxito como novelista, irrito a los poetas. Te preguntas, y me parece legítimo, por una manía que cultivo con tanta obstinación; estas preguntas terminaron por originar un artículo que apareció en el número 9 de L’atelier du román. Lo diré con toda claridad: la seriedad y la profundidad de ese artículo me impresionaron. Después de leerlo, se me hizo difícil seguir escurriendo el bulto; a mi vez, tenía que intentar explicar todo lo que me planteas.
La idea de una historia literaria separada de la historia humana general me parece muy poco operativa (y añadiré que la democratización del saber la vuelve cada vez más artificial). Así que lo que me va a llevar a apoyarme, en las próximas páginas, en ámbitos extraliterarios del saber, no es ni la provocación ni el capricho. No hay duda de que el siglo XX se recordará como la época del triunfo en la mente del gran público de una explicación científica del mundo, que ese público supone asociada a una ontología materialista y al principio de determinismo local. Por ejemplo, la explicación de los comportamientos humanos mediante una breve lista de parámetros numéricos (sobre todo, concentraciones de hormonas y de neurotransmisores) gana terreno cada día. En lo referente a estos asuntos, es evidente que el novelista forma parte del gran público. Si es honrado, la construcción de un personaje narrativo tiene que parecerle un ejercicio un poco formal e inútil; en resumidas cuentas, una ficha técnica sería más que suficiente. Es difícil decirlo, pero creo que la noción de personaje narrativo presupone la existencia no diré de un alma, pero al menos de cierta profundidad psicológica. Como mínimo, debemos reconocer que durante mucho tiempo se consideró que una de las especialidades del novelista era la exploración progresiva de una psicología, y que esta reducción radical de sus capacidades sólo puede llevarle a cierta vacilación sobre si sus esfuerzos están bien fundados.
Y quizás haya algo más grave todavía: como demuestran con claridad los ejemplos de Dostoievski y Thomas Mann, la novela es un lugar natural para la expresión de debates o desgarramientos filosóficos. Es un eufemismo decir que el triunfo del cientificismo restringe peligrosamente el espacio de esos debates o la amplitud de esos desgarramientos. Cuando nuestros contemporáneos quieren aclaraciones sobre la naturaleza del mundo, ya no se dirigen a los filósofos o a los pensadores surgidos de las «ciencias humanas», a quienes suelen considerar peleles anodinos; se sumergen en Stephen Hawking, en Jean-Didier Vincent o en Trinh Xuan Thuan. La moda limitada de las discusiones de café, el éxito más masivo de la astrología o de la videncia, me parecen como mucho reacciones compensatorias, vagamente esquizofrénicas, a la difusión, que se considera inexorable, de la visión científica del mundo.
En estas condiciones, la novela, prisionera de un sofocante estudio de comportamientos, termina volviendo a su última, su única tabla de salvación: la «escritura» (ya no se utiliza apenas la palabra «estilo»: no es lo bastante impresionante, le falta misterio). En resumen, por una parte tenemos la ciencia, lo serio, el conocimiento, lo real. Por la otra, la literatura, su gratuidad, su elegancia, sus juegos formales; la producción de «textos», pequeños objetos lúdicos, comentables gracias a la añadidura de unos prefijos (para, meta, ínter). ¿El contenido de estos textos? No es sano, no es lícito, incluso es imprudente hablar de él.
Este espectáculo tiene un lado triste. Personalmente, nunca he podido asistir sin que se me encoja el corazón al derroche de técnicas de tal o cual «formalista Minuit» para un resultado final tan pobre. Para aguantar, me he repetido a menudo una frase de Schopenhauer: «La primera —y casi la única— condición de un buen estilo es tener algo que decir». Con su brutalidad característica, esta frase puede ayudar. Por ejemplo, en una conversación literaria, ya se sabe que cuando alguien pronuncia la palabra «escritura» ha llegado el momento de relajarse un poco. De mirar alrededor, de pedir otra cerveza.
¿Qué relación tiene todo esto con la poesía? Aparentemente, ninguna. Al contrario, a primera vista la poesía parece todavía más contaminada por esa estúpida idea de que la literatura es un trabajo sobre el lenguaje cuyo objetivo es producir una escritura. Circunstancia agravante: la poesía es especialmente sensible a las condiciones formales de su ejercicio (por ejemplo, Georges Perec consiguió llegar a ser un gran escritor a pesar del Oulipo; no conozco a ningún poeta que se haya resistido al letrismo). Sin embargo, hay que decir que la desaparición del personaje no le concierne en lo más mínimo; que el debate filosófico —o cualquier otro, en realidad— nunca ha sido su lugar natural. Por lo tanto, conserva intactas la mayoría de sus capacidades; a condición, claro, de que acceda a utilizarlas.
Me parece interesante que cites a Christian Bobin hablando de mí, aunque sólo sea para subrayar lo que me separa de ese amable idólatra (lo que me molesta de él, por otra parte, no es tanto su admiración ante los «humildes objetos del mundo creado por Dios», como la impresión que provoca constantemente de admirarse ante su propia admiración). También habrías podido, bajando unos cuantos grados en la escala del horror, citar al inseguro Coelho. No tengo intención de esquivar la confrontación con estos desagradables corolarios de mi elección: despertar las fuerzas dormidas de la expresión poética. A la poesía, en cuanto intenta hablar del mundo, se la acusa con gran facilidad de tendencias metafísicas o místicas por un motivo muy simple: entre el reduccionismo mecanicista y las tonterías New Age, ya no hay nada. Nada. Una pavorosa nada intelectual, un desierto total.
El siglo XX será recordado también como la época paradójica en la que los físicos refutaron el materialismo, renunciaron al determinismo local y, en resumen, abandonaron completamente esa oncología de objetos y de propiedades que al mismo tiempo se difundía entre el gran público como el elemento constitutivo de una visión científica del mundo. En ese número 9 (definitivamente magnífico) de L’atelier du román se evoca la entrañable figura de Michel Lacroix. He leído y releído atentamente su última obra, L’idéologie du New Age. Y he sacado una conclusión muy clara: no tiene la menor posibilidad de ganar la batalla que ha decidido librar. La New Age, que se origina en el insoportable sufrimiento engendrado por la dislocación social, solidaria desde el principio con los nuevos medios de comunicación, es infinitamente más poderosa de lo que la gente imagina. Lacroix tiene razón al señalarlo. También la tiene cuando dice que el pensamiento New Age es mucho más que un remix de viejas charlatanerías: en efecto, fue el primero que asumió para su provecho los cambios recientes en el pensamiento científico (estudio de los sistemas globales como no reducibles a la suma de sus elementos; demostración de la inseparabilidad cuántica). En lugar de dirigir sus ataques contra este flanco (el más frágil del pensamiento New Age; porque, a fin de cuentas, los cambios ocurridos se adaptarían tanto a un positivismo integral como a una ontología a la manera de Bohm), Michel Lacroix se conforma con enumerar unas quejas tan variadas como conmovedoras, testimonio de una fidelidad infantil al pensamiento de la alteridad, a la herencia de la civilización griega y la judeocristiana. Con argumentos así no tiene la menor posibilidad de enfrentarse con éxito al bulldozer holístico.
Pero lo cierto es que yo tampoco lo he hecho mejor. Eso es lo que me molesta: intelectualmente, me siento incapaz de llegar más lejos. No obstante, tengo la intuición de que la poesía tiene un papel que desempeñar; quizás como una especie de precursor químico. La poesía no sólo precede a la novela; también, y de forma más directa, a la filosofía. Platón dejó a los poetas a las puertas de su famosa ciudad porque ya no los necesitaba (y puesto que eran inútiles, no tardarían en volverse peligrosos). A lo mejor, en el fondo y sobre todo, yo escribo poemas para hacer hincapié en una carencia monstruosa y general (que se puede considerar afectiva, social, religiosa, metafísica; y cada una de estas aproximaciones es igualmente cierta). También, quizás, porque la poesía es la única manera de expresar esa carencia en estado puro, en estado original; y de expresar simultáneamente cada uno de sus aspectos complementarios. Y tal vez sea para dejarnos este mensaje mínimo: «Alguien, a mitad de la década de 1990, sintió agudamente el surgimiento de una carencia monstruosa y general; como no fue capaz de dar cuenta con claridad del fenómeno, nos dejó algunos poemas en testimonio de su incompetencia».