II

Cuando me desperté por la mañana, los rayos del sol entraban por la ventana, alargándose hasta el rincón bajo el alero donde dormían los dos chicos. Leo estaba completamente despierto y le hacía cosquillas a su hermano en una pierna con una rubeckia seca que había sacado del heno. Ambrosch le dio una patada y se volvió del otro lado. Cerré los ojos y fingí dormir. Leo se tumbó de espaldas, levantó un pie y empezó a hacer ejercicios con los dedos. Cogía flores secas con los dedos y las agitaba bajo el haz de luz. Después de divertirse así durante un rato, se incorporó sobre un codo y me miró, con cautela, con ojo crítico después, entornando los ojos para ver mejor. Su expresión era cómica; me desechaba con ligereza. «Este viejo no es diferente de los demás. No conoce mi secreto.» Parecía consciente de poseer una mayor capacidad de disfrute que los demás; su rápido entendimiento le hacía ver con frenética impaciencia todo lo que fuera reflexión. Sabía lo que quería en todo momento sin tener que pensar.

Después de vestirme sobre el heno, me lavé la cara con agua fría del molino. Encontré el desayuno preparado al entrar en la cocina y a Yulka haciendo tortitas. Los tres chicos mayores se fueron temprano a trabajar en los campos. Leo y Yulka se irían a la ciudad en el carro para recoger a su padre, que regresaba de Wilber en el tren del mediodía.

—A mediodía comeremos ligero —dijo Ántonia— y asaremos el ganso para la cena, cuando papá esté con nosotros. Ojalá mi Martha pudiera venir a verte. Ella y su marido tienen ahora un Ford y ya no me parece que viva tan lejos como antes. Pero su marido no piensa más que en la granja y en que todo se haga bien, y casi nunca salen, salvo los domingos. Es un muchacho muy guapo, que algún día será rico. Todo lo que él emprende sale bien. Cuando traen a su bebé aquí y me lo enseñan, parece un pequeño príncipe; Martha lo cuida estupendamente. Ahora ya me he hecho a la idea de que estemos separadas, pero al principio lloraba como si la hubiera metido en el ataúd.

En la cocina no había nadie más que nosotros y Anna, que vertía crema de leche en la mantequera. La muchacha alzó la vista para mirarme.

—Sí, es cierto. Nos avergonzábamos de ellas. No hacía más que llorar, cuando Martha era tan feliz y todos los demás estábamos contentos. Desde luego Joe tuvo mucha paciencia, madre.

Ántonia asintió, sonriendo para sí.

—Ya sé que era una tontería, pero no podía evitarlo. Quería que estuviera aquí. No se había separado ni una sola noche de mí desde que nació. Si Anton hubiera puesto peros cuando era un bebé, o me hubiera pedido que se la dejara a mi madre, no me habría casado con él. Pero él siempre la quiso como si fuera hija suya.

—Yo ni siquiera supe que Martha sólo era medio hermana hasta después de que se prometiera con Joe —me contó Anna.

Hacia la mitad de la tarde, llegó el carro con el padre y el hijo mayor. Yo estaba fumando en el huerto y, cuando fui a recibirlos, Ántonia salió corriendo de la casa y abrazó a los dos hombres como si hubieran estado varios meses ausentes.

«Papá» me interesó desde que lo vi por primera vez. Era más bajo que sus hijos mayores; un hombrecillo arrugado que llevaba los tacones de las botas gastados por un lado y caminaba con un hombro más alto que otro. Pero se movía muy deprisa y daba una impresión de desenfadada vitalidad. Tenía el rostro rubicundo y una espesa mata de cabellos negros, algo encanecidos, un mostacho ensortijado y los labios rojos. Su sonrisa dejaba al descubierto los fuertes dientes de los que su mujer estaba tan orgullosa y, al mirarme, sus ojos vivaces y socarrones me indicaron que sabía cuanto se podía saber de mí. Tenía la apariencia de un filósofo burlón que había alzado un hombro ante las pesadas cargas de la vida y había seguido adelante, disfrutándola siempre que podía. Vino a mi encuentro ofreciéndome una mano endurecida, con el dorso enrojecido y cubierto por un espeso vello. Iba endomingado, con un traje demasiado grueso para aquella época del año, una camisa blanca sin almidonar y una corbata azul de grandes lunares blancos, como la de un niño, con un nudo suelto. Cuzak empezó enseguida a hablar de su viaje, empleando el inglés por cortesía.

—Mamá, ojalá hubieras visto a la señora que bailó anoche en la cuerda floja, en la calle. La iluminan con una luz brillante y es hermoso verla flotar en el aire, ¡como un pájaro! Tienen un oso bailarín, como en nuestro país, y dos o tres tiovivos, y gente en globos y, ¿cómo se llama esa rueda grande, Rudolph?

—Noria —respondió Rudolph, entrando en la conversación con su grave voz de barítono. Medía un metro noventa y tenía el pecho de un joven herrero—. Anoche fuimos a la sala de baile que hay detrás de la cantina, madre, y bailé con todas las chicas, y padre también. Jamás había visto juntas a tantas chicas guapas. Ten por seguro que eran todos de Bohemia y de por allí. En la calle no oía hablar una palabra de inglés, salvo a la gente del espectáculo, ¿verdad, papá?

Cuzak asintió.

—Y muchos te envían saludos, Ántonia. Discúlpeme —añadió, volviéndose hacia mí—, mientras se lo cuento.

Volviendo hacia la casa, relató anécdotas y transmitió mensajes en la lengua que hablaba con fluidez y yo me quedé un poco rezagado, sintiendo curiosidad por saber cómo había cambiado la relación entre ellos, o cómo seguía siendo. Parecía una pareja en la que había una cordialidad espontánea, con un toque de humor. Sin duda ella era el impulso y él el correctivo. Mientras ascendían por la colina, él no dejaba de mirarla de reojo, para ver si le comprendía, o cómo reaccionaba. Más tarde me di cuenta de que Cuzak miraba siempre de reojo, igual que mira un caballo de labor a su compañero de yugo. Incluso cuando estaba sentado frente a mí en la cocina, charlando, giraba un poco la cabeza hacia el reloj o los fogones y me miraba de soslayo, pero con expresión franca y afable. Esta costumbre no sugería disimulo ni un carácter reservado, sino que se trataba únicamente de un hábito que se hacía con el tiempo, como le ocurría al caballo.

Había traído un ferrotipo de él y Rudolph para la colección de Ántonia y varias bolsas de papel llenas de caramelos para los niños. Sufrió una pequeña decepción cuando su mujer le enseñó la gran caja de caramelos que yo les había comprado en Denver; Ántonia no había permitido que los niños la tocaran la noche anterior. Cuzak guardó sus caramelos en la alacena, «para cuando lloviese», y miró la caja, riendo entre dientes.

—Supongo que se enteró de que mi familia no era pequeña —dijo.

Cuzak se sentó detrás de la cocina económica y contempló a las mujeres de la familia y a los niños pequeños con el mismo aire divertido. Era evidente que le parecían guapos y graciosos. Había estado lejos de casa, bailando con chicas jóvenes, olvidando que era un carcamal, y ahora su familia le sorprendía; parecía considerar como una broma que todos aquellos niños fueran suyos. Cuando los más pequeños se acercaban a su retiro, él iba sacándose cosas de los bolsillos: muñecos de centavo, un payaso de madera, un globo en forma de cerdo que se inflaba con un pito. Hizo una seña al niño que llamaban Jan, le susurró algo y le ofreció una serpiente de papel, poniendo mucho cuidado en no asustarlo. Mirando por encima de la cabeza del niño, me dijo:

—Éste es tan tímido que se quedaría sin nada.

Cuzak había traído consigo un rollo de periódicos ilustrados de Bohemia. Los abrió y empezó a contarle a su mujer las noticias, gran parte de las cuales parecían referirse a la misma persona. Oí el nombre Vasakova, Vasakova, repetido varias veces con interés entusiasta, y acabé por preguntarle si hablaban de la cantante Maria Vasak.

—¿La conoce? ¿La ha oído cantar, tal vez? —preguntó él con incredulidad.

Al asegurarle yo que la había oído, me señaló su fotografía y me dijo que Vasak se había roto una pierna escalando los Alpes austríacos, lo que le impediría cumplir con sus compromisos artísticos. Se mostró encantado cuando le dije que la había oído cantar en Londres y en Viena; sacó su pipa y la encendió para disfrutar más y mejor de nuestra charla. La cantante era oriunda de la misma parte de Praga que él. El padre de Cuzak le remendaba los zapatos cuando era estudiante. Cuzak me interrogó sobre su aspecto, su popularidad, su voz; pero sobre todo quiso saber si me había fijado en sus diminutos pies y si creía que había ahorrado mucho dinero. Era manirrota, claro está, pero él confiaba en que no lo despilfarraría todo, quedándose sin nada en la vejez. Siendo él joven, cuando trabajaba en Viena, había visto a muchos artistas viejos y pobres, haciendo que una jarra de cerveza les durara toda la noche, y eso «no era nada agradable».

La mesa ya estaba puesta cuando volvieron los chicos de ordeñar y dar de comer a los animales y a Ántonia le pusieron delante dos gansos asados, rellenos de manzanas, que aún chisporroteaban. Ella empezó a trincharlos y Rudolph, que estaba sentado al lado de su madre, fue pasando los platos. Cuando todo el mudo quedó servido, me miró desde el otro lado de la mesa.

—¿Ha estado usted en Black Hawk últimamente, señor Burden? Quería preguntarle si está enterado de lo que les pasó a los Cutter.

No, no sabía nada en absoluto.

—Entonces tienes que contárselo, hijo, aunque sea horrible de oír mientras cenamos. Ahora, niños, todos callados, Rudolph va a hablar del asesinato.

—¡Hurra! ¡El asesinato! —exclamaron los niños, complacidos e interesados.

Rudolph contó la historia con pelos y señales y algún que otro apunte de su madre o su padre.

Wick Cutter y su mujer habían seguido viviendo en la casa que Ántonia y yo conocíamos tan bien y del mismo modo que también conocíamos. Llegaron a ser muy ancianos. Él se arrugó tanto, me dijo Ántonia, que acabó pareciendo un viejo mono amarillo, porque la barba y el flequillo no le habían cambiado nunca de color. La señora Cutter no perdió la tez rubicunda ni los ojos saltones con que la habíamos conocido, pero con el transcurso del tiempo se vio aquejada por una parálisis agitante, que convirtió en perpetuos los movimientos nerviosos de la cabeza, antes esporádicos. ¡Le temblaban tanto las manos que ya no podía afear porcelanas, pobre mujer! A medida que la pareja iba envejeciendo, menudearon aún más las disputas sobre la disposición testamentaria de sus «bienes». Se había aprobado una nueva ley en el estado que aseguraba para la viuda un tercio de las propiedades del marido difunto en cualquier circunstancia. A Cutter le atormentaba el miedo de que la señora Cutter viviera más que él y que, al final, la heredara «su gente», a la que él tanto había odiado siempre. Sus peleas traspasaban los límites de los cedros que rodeaban la casa y podía oírlas cualquier transeúnte que deseara pararse a escuchar.

Una mañana de hacía dos años, Cutter fue a la ferretería y tienda de armas y compró una pistola, aduciendo que quería matar a un perro; añadió que «una vez puestos, tal vez le pegaría también un tiro a un gato viejo». (Aquí los niños interrumpieron la narración de Rudolph con risitas ahogadas.)

Cutter se fue a la parte de atrás de la tienda, colocó un blanco, practicó durante una hora, más o menos, y luego regresó a casa. A las seis de la tarde, unos hombres que pasaron por la calle de vuelta a casa para cenar oyeron un disparo de pistola. Se detuvieron y se miraron unos a otros sin saber qué hacer, cuando de repente una bala atravesó el cristal de una ventana superior. Corrieron al interior de la casa y encontraron a Wick Cutter tendido en un sofá de su dormitorio, en el piso de arriba, con la garganta destrozada y manando sangre sobre unas sábanas enrolladas que se había colocado junto a la cabeza.

—Entren, caballeros —les dijo con voz débil—. Estoy vivo, como pueden ver, y en posesión de mis facultades. Son ustedes testigos de que he sobrevivido a mi esposa. La encontrarán en su dormitorio. Háganme el favor de examinarla de inmediato para que no quepa la menor duda.

Uno de los vecinos telefoneó a un médico, mientras los demás entraban en la habitación de la señora Cutter. Estaba tumbada sobre la cama, vestida con el camisón y la bata y con un disparo en el corazón. Su marido debía de haber entrado mientras ella dormía la siesta y le había pegado un tiro a quemarropa en el pecho. La pólvora había quemado el camisón.

Los horrorizados vecinos se apresuraron a volver junto a Cutter. Éste abrió los ojos y dijo con toda claridad:

—La señora Cutter está muerta y bien muerta, caballeros, y yo estoy consciente. Mis asuntos están en orden. —Luego, dijo Rudolph, «exhaló un último suspiro y murió».

El juez de instrucción halló una carta sobre su escritorio, fechada a las cinco de aquella misma tarde. En ella declaraba que acababa de matar a su esposa, que cualquier testamento que ella pudiera haber hecho en secreto quedaba invalidado, puesto que la había sobrevivido. Tenía la intención de matarse a las seis y, si le quedaban fuerzas, dispararía un tiro a la ventana con la esperanza de que entrara algún transeúnte y lo viera «antes de que se extinguiera su vida», en palabras de su puño y letra.

—Bueno, ¿a que no hubieras imaginado que era un hombre tan cruel? —Ántonia se volvió hacia mí cuando terminó la historia—. ¡Mira que quitarle a aquella pobre mujer todas las comodidades que habría podido tener con su dinero, muerto él!

—¿Había oído usted hablar de alguna otra persona que se hubiera suicidado por rencor, señor Burden? —preguntó Rudolph.

Admití que no. Cualquier abogado tiene infinidad de ocasiones para comprobar hasta qué extremos puede llegar el odio, pero en mi colección de anécdotas legales no tenía ninguna que pudiera compararse con aquélla. Cuando pregunté a cuánto ascendía el valor de los bienes, Rudolph me contestó que sobrepasaba ligeramente los cien mil dólares.

Cuzak me miró de refilón con los ojos centelleantes.

—Seguro que los abogados se llevaron buena parte —dijo, alegremente.

Cien mil dólares; ¡así que ésa era la fortuna amasada mediante negocios turbios y por la que el propio Cutter había acabado matándose!

Después de la cena, Cuzak y yo dimos un paseo por el huerto y nos sentamos junto al molino para fumar. Me contó su historia, como si me incumbiera conocerla.

Su padre era zapatero, su tío, peletero, y él, como hijo segundón, trabajaba de aprendiz en el negocio del tío. No se llega a ninguna parte trabajando para los parientes, me dijo, de modo que, al hacerse oficial, se fue a Viena y trabajó en una gran peletería, donde ganaba un buen sueldo. Pero un hombre joven con ganas de divertirse no podía ahorrar en Viena; había demasiadas maneras agradables de gastar por la noche lo que ganaba durante el día. Al cabo de tres años se fue a Nueva York. Mal aconsejado, se puso a trabajar durante una huelga, cuando las fábricas ofrecían salarios elevados. Ganaron los huelguistas y Cuzak fue a parar a una lista negra. Contando con unos cientos de dólares ahorrados, decidió ir a Florida y cultivar naranjos. ¡Siempre había creído que le gustaría cultivar naranjos! Durante su segundo año, una helada mató su joven huerto y él cayó enfermo de malaria. Llegó a Nebraska para visitar a su primo Anton Jelinek y por ver dónde vivía. Lo que vio fue a Ántonia, y era exactamente el tipo de mujer que había estado buscando. Se casaron de inmediato, aunque tuvo que pedir dinero prestado a su primo para comprar el anillo de boda.

—Fue un trabajo muy duro preparar esta tierra y hacer que crecieran las primeras cosechas —dijo, echándose el sombrero hacia atrás para rascarse la cabeza entrecana—. Algunas veces lo pasaba muy mal aquí y quería dejarlo, pero mi mujer siempre me decía que era mejor quedarse. Los hijos llegaban uno tras otro, así que, de todas maneras, no era fácil irse a otra parte. Creo que tenía razón. Ahora este lugar está libre de deudas. Pagamos sólo veinte dólares por acre en su momento y ahora me ofrecen cien. Hace diez años compramos otra parcela y la pagamos casi al contado. Tenemos muchos hijos; podemos trabajar mucha tierra. Sí, es una buena esposa para un hombre pobre. Y no siempre es muy severa conmigo. Algunas veces, a lo mejor, bebo demasiada cerveza en la ciudad y, cuando vuelvo a casa, ella no dice nada. No me hace preguntas. Siempre nos hemos llevado bien, ella y yo, igual que al principio. Los niños no han sido motivo de peleas entre nosotros, como ocurre a veces. —Encendió otra pipa y siguió dando bocanadas con aire satisfecho.

Cuzak era un hombre de lo más cordial. Me hizo muchas preguntas sobre mi viaje por Bohemia, sobre Viena y la Ringstrasse y los teatros.

—¡Caray! Me gustaría volver algún día, cuando los chicos sean lo bastante mayores para dirigir la granja. Algunas veces, cuando leo los periódicos de mi país, me entran ganas de salir corriendo para allá —confesó, con una breve carcajada—. Nunca pensé que sentaría la cabeza así.

Seguía siendo, como afirmaba Ántonia, un hombre de ciudad. Le gustaban los teatros, las calles iluminadas, la música y una partida de dominó cuando terminaba la jornada de trabajo. Tenía un carácter más sociable que codicioso. Le gustaba vivir al día y disfrutar la noche, compartiendo la agitación de las multitudes. Sin embargo, su mujer había conseguido retenerlo en una granja de una de las tierras más solitarias del mundo.

Imaginaba perfectamente a aquel tipo menudo sentado junto al molino todas las noches, con la pipa en la mano, escuchando el silencio, el resollar de la bomba, el gruñido de los cerdos, algún que otro cacareo cuando una rata alteraba a las gallinas. Tuve la clara impresión de que Cuzak había sido el instrumento de la misión particular de Ántonia. Aquélla era una buena vida, desde luego, pero no de la clase que él habría querido para sí. ¡No estaba seguro de que la vida que era adecuada para una persona pudiera ser adecuada para dos!

Pregunté a Cuzak si no le resultaba difícil pasarse sin la alegre compañía a la que había estado acostumbrado. Vació la pipa, golpeándola contra un montante del molino, suspiró y se la metió en el bolsillo.

—Al principio estuve a punto de volverme loco de soledad —contestó con franqueza—, pero mi mujer es una persona muy cariñosa. Siempre procuró hacerme la vida más llevadera. Ahora ya no es tan malo; ¡ya puedo empezar a divertirme un poco con mis chicos!

De camino hacia la casa, Cuzak se ladeó el sombrero airosamente y alzó la cabeza para contemplar la luna.

—¡Caray! —dijo con la voz ronca, como si acabara de despertarse—. ¡Me parece increíble que lleve veintiséis años lejos de allí!