Le dije a Ántonia que volvería, pero la vida se interpuso. Tuvieron que pasar veinte años para que cumpliera mi promesa. De vez en cuando me llegaban noticias de ella: que se había casado, poco después de que la viera por última vez, con un joven de Bohemia, un primo de Anton Jelinek; que eran pobres y tenían una familia numerosa. En una ocasión en que viajé al extranjero, visité Bohemia y, desde Praga, envié a Ántonia unas fotografías de su aldea natal. Meses después me llegó una carta suya en la que me contaba los nombres y las edades de sus muchos hijos, pero poca cosa más; firmaba: «Tu vieja amiga, Ántonia Cuzak». Cuando me encontré con Tiny Soderball en Salt Lake, me contó que a Ántonia «no le habían ido bien las cosas», que su marido no era hombre de mucho empuje, y que ella llevaba una vida de penurias. Tal vez fuera cobardía lo que me mantuvo alejado durante tanto tiempo. Mi trabajo me obligaba a ir al Oeste varias veces al año y siempre pensaba en visitar Nebraska algún día para ir a ver a Ántonia. Pero siempre acababa aplazándolo para el siguiente viaje. No quería encontrarla avejentada y marchita; me horrorizaba. En el transcurso de veinte años plagados de acontecimientos, uno acaba por perder muchas ilusiones. No deseaba perder las más tempranas. Algunos recuerdos son realidades, mejores que todo cuanto después puede acaecerte.
Si finalmente fui a ver a Ántonia, se lo debo a Lena Lingard. Hace dos veranos estaba yo en San Francisco, ciudad donde también se encontraban Lena y Tiny Soderball. Tiny vive en una casa propia y Lena tiene la tienda en un edificio de apartamentos justo a la vuelta de la esquina. Después de tantos años, sentí curiosidad por ver a las dos mujeres juntas. Tiny revisa las cuentas de Lena de vez en cuando e invierte su dinero, y Lena, al parecer, se ocupa de que Tiny no se vuelva demasiado mezquina.
—Si hay algo que no puedo soportar —me dijo en presencia de Tiny— es una mujer rica y mal vestida.
Tiny esbozó una sonrisa forzada y me aseguró que Lena no iría jamás mal vestida, ni llegaría a ser rica.
—Ni ganas —convino la otra, complacida.
Lena me ofreció una visión más optimista de Ántonia y me instó a visitarla.
—Tienes que ir, Jim. Le darás una alegría. No hagas caso de lo que diga Tiny. Cuzak no tiene nada de malo. Te gustará. No es demasiado emprendedor, pero un hombre más rudo no habría sido bueno para ella. Tony tiene unos hijos preciosos… creo que llegarán ya a los diez u once. A mí no me gustaría tanta familia, pero, no sé por qué, creo que es perfecta para Tony. A ella le encantaría enseñártelos.
De camino hacia el Este, interrumpí mi viaje en Hastings, en Nebraska, y me puse en camino en una calesa abierta con un buen tiro de caballos, dispuesto a encontrar la granja de los Cuzak. Un poco después de mediodía adiviné que debía de estar cerca de mi destino. A mi derecha, sobre una loma algo apartada del camino, vi una casa grande con un granero rojo y un bosquecillo de fresnos, y corrales para el ganado en la pendiente que descendía hacia la carretera. Al detener los caballos, dudando si debía llegarme hasta allí, oí un rumor de voces. Frente a mí, entre unos ciruelos enanos que había en la cuneta, vi a dos niños inclinados sobre un perro muerto. El más pequeño, que no tendría más allá de cuatro o cinco años, estaba de rodillas, con las manos juntas y agachada la cabeza descubierta, de pelo muy corto, sumido en un profundo abatimiento. El otro niño estaba de pie con una mano sobre su hombro, consolándole en un idioma que yo no había oído en mucho tiempo. Cuando mi calesa se detuvo delante de ellos, el niño mayor cogió a su hermano de la mano y vinieron los dos hacia mí. También él tenía una expresión compungida. Sin duda era un día triste para ellos.
—¿Sois hijos de la señora Cuzak? —pregunté.
El más pequeño no alzó la vista, abrumado por sus sentimientos, pero su hermano me miró con unos inteligentes ojos grises.
—Sí, señor.
—¿Vive allí arriba, en la colina? Voy a visitarla. Subid y acompañadme hasta allí.
El niño miró a su renuente hermanito.
—Creo que será mejor que vayamos andando. Pero le abriremos la cancela.
Enfilé el camino, colina arriba, y ellos me siguieron caminando lentamente. Cuando llegué al molino de viento, otro niño, descalzo y con los cabellos rizados, salió corriendo del granero para atar los caballos. Era un pequeñajo muy guapo, con la piel blanca y pecosa, las mejillas sonrosadas y una mata de pelo rojiza y espesa como la lana de un cordero que le caía por la nuca en pequeños mechones. Ató las riendas de los caballos con dos ágiles movimientos de las manos y asintió cuando le pregunté si su madre estaba en casa. Al mirarme, sin venir a cuento, se le hicieron unos hoyuelos en la cara en un súbito acceso de regocijo y subió a toda velocidad por la torre del molino, con una ligereza que a mí me pareció desdeñosa. Sabía que me miraba mientras me dirigía a la casa.
Patos y gansos se cruzaron graznando en mi camino. Unos gatos blancos tomaban el sol entre calabazas amarillas sobre los escalones del porche. Atisbé por la puerta de tela metálica y vi una enorme y luminosa cocina con el suelo blanco. Vi una mesa larga, hileras de sillas de madera contra la pared y una reluciente cocina económica en un rincón. Dos muchachas fregaban platos, riendo y parloteando, y había una niña con vestido corto y delantal sentada en un taburete, jugando con una muñeca de trapo. Cuando pregunté por su madre, una de las muchachas soltó el paño de cocina, echó a correr sin hacer ruido con sus pies descalzos y desapareció de la vista. La mayor, que llevaba zapatos y medias, vino a abrirme la puerta. Era morena, con los ojos negros y pecho abundante, tranquila y dueña de sí misma.
—¿No quiere pasar? Madre vendrá enseguida.
Antes de que pudiera sentarme en la silla que me ofrecía, ocurrió el milagro; fue uno de esos intervalos de silencio que encogen el corazón y requieren más valor que los momentos de mayor ruido y excitación de la vida. Ántonia entró y se acercó a mí: una mujer morena, robusta, de pecho plano, y con algunas canas en los rizados cabellos castaños. Fue una sorpresa, claro está. Siempre resulta extraño encontrarse con gente después de muchos años, sobre todo si han vivido tanto y han tenido que trabajar tan duramente como aquella mujer. Nos miramos. Los ojos que me observaban con curiosidad eran… sencillamente, los ojos de Ántonia. No había visto otros iguales desde que los contemplara por última vez, pese a que había visto infinidad de rostros humanos. Mientras la miraba, los cambios se hicieron menos evidentes, y su identidad se fortaleció. Estaba allí en todo el vigor de su personalidad, ajada pero no disminuida, mirándome, hablándome con la voz ronca y entrecortada que yo recordaba tan bien.
—Mi marido no está en casa, señor. ¿Puedo hacer algo por usted?
—¿No te acuerdas de mí, Ántonia? ¿Tanto he cambiado?
Frunció el entrecejo para ver mejor con aquella luz de la tarde que volvía su pelo castaño más rojizo de lo que era. De pronto sus ojos se abrieron de par en par, su rostro pareció ensancharse. Contuvo el aliento y extendió hacia mí sus manos maltratadas por el duro trabajo.
—¡Pero si es Jim! ¡Anna, Yulka, es Jim Burden! —Apenas había cogido mis manos, me miró con expresión de alarma—. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha muerto alguien?
Le di unas palmaditas en el brazo.
—No. Esta vez no vengo a ningún funeral. Me he bajado del tren en Hastings y he alquilado una calesa para venir a verte a ti y a tu familia.
Soltó mi mano y empezó a meter prisa a todo el mundo.
—Anton, Yulka, Nina, ¿dónde estáis? Corre, Anna, ve a buscar a los chicos. Están por ahí fuera, buscando a ese dichoso perro. Y llama a Leo. ¿Dónde se ha metido Leo? —Los sacó a todos de los rincones y me los acercó como una gata mostrando a sus gatitos—. No irás a marcharte enseguida, ¿verdad, Jim? Mi hijo mayor no está. Se ha ido con su padre a la feria de Wilber. ¡No dejaré que te vayas! Tienes que quedarte y conocer a Rudolph y a papá. —Me miró implorante, jadeando por la emoción.
Mientras yo la tranquilizaba y le decía que teníamos tiempo de sobra, los chicos descalzos que estaban fuera entraron sigilosamente en la cocina y se apiñaron en torno a ella.
—Bueno, dime cómo se llaman y qué edad tienen.
Cometió varios errores con las edades al presentármelos uno por uno, y ellos se rieron a carcajadas. Cuando llegó a mi amigo de pies ligeros que se había subido al molino, dijo:
—Éste es Leo, y tiene edad suficiente para portarse mejor de lo que se porta.
El niño arremetió contra ella con su rizada cabeza, como un pequeño carnero juguetón, pero su voz era desesperada.
—¡Te has olvidado! Siempre te olvidas de mi edad. ¡Eres muy mala! ¡Dísela, por favor, madre! —Apretó los puños, mortificado, y la miró con fiereza.
Ántonia enredó el dedo índice en su mata de pelo amarilla y tiró de un mechón, observando a su hijo.
—Bueno, ¿y cuántos años tienes?
—Tengo doce años —respondió él, jadeante, pero no me miraba a mí, sino a ella—. ¡Tengo doce años y nací el Domingo de Pascua!
Ántonia me miró asintiendo.
—Es cierto. Fue un regalo de Pascua.
Todos fijaron la vista en mí, como si esperaran que mostrara asombro o deleite ante aquella información. Era obvio que estaban orgullosos los unos de los otros, y de ser tantos. Cuando terminaron las presentaciones, Anna, la hija mayor, que me había abierto la puerta, los dispersó cariñosamente. Volvió con un delantal blanco que ató a la cintura de su madre.
—Ahora, madre, siéntate a charlar con el señor Burden. Nosotras acabaremos de fregar los platos sin hacer ruido, para no molestaros.
Ántonia miró a su alrededor con gran perplejidad.
—Sí, hija. Pero ¿por qué no lo llevamos a la sala de estar, ahora que tenemos una bien arreglada para las visitas?
La hija se rio con indulgencia y me cogió el sombrero.
—Bueno, ahora estáis aquí, madre, y si charláis aquí, Yulka y yo también podremos oírlo. Puedes enseñarle la sala de estar más tarde. —Me sonrió y volvió con su hermana a fregar los platos. La niña de la muñeca de trapo encontró un sitio en el último peldaño de una escalera que había al fondo y se sentó con los dedos de los pies doblados, contemplándonos con aire expectante.
—Es Nina, por Nina Harling —explicó Ántonia—. ¿Verdad que tiene los ojos de Nina? Te aseguro, Jim, que os quería a todos casi tanto como a mis propios hijos. Estos niños lo saben todo de ti y de Charley y de Sally, igual que si hubieran crecido contigo. Estoy tan emocionada de verte que no sé ni qué decir. Además, se me ha olvidado tanto el inglés. Ya no lo hablo como antes. Le digo a los niños que antes hablaba bien de verdad.
Me contó que en casa hablaban siempre en bohemio. Los más pequeños no sabían una palabra de inglés; no lo aprendían hasta que iban a la escuela.
—No puedo creer que seas tú, sentado aquí, en mi cocina. No me habrías reconocido, ¿verdad, Jim? En cambio tú estás igual de joven. Pero para un hombre es más fácil. A mi Anton no lo veo más viejo que el día que me casé con él. Aún tiene bien todos los dientes. A mí no me quedan muchos. Pero me siento tan joven como antes, y todavía puedo trabajar igual. ¡Bueno, ahora ya no es tan duro! Tenemos mucha ayuda, papá y yo. ¿Y cuántos hijos tienes tú, Jim?
Cuando le dije que no tenía ninguno, pareció apenada.
—¡Oh, qué lástima! ¿A lo mejor quieres alguno de los míos que son más traviesos? Leo, por ejemplo, es el peor de todos. —Se inclinó hacia mí con una sonrisa—. Y es al que más quiero —susurró.
—¡Madre! —protestaron en voz baja las dos muchachas desde el fregadero.
Ántonia levantó la cabeza y se echó a reír.
—No puedo evitarlo. Ya lo sabéis. Quizá sea porque nació el Domingo de Pascua, no lo sé. ¡Y no para de hacer diabluras!
Yo me decía, mientras la observaba, que no importaba nada, lo de sus dientes, por ejemplo. Conozco a muchas mujeres que han conservado todo lo que ella había perdido, pero cuya llama interior se ha extinguido. Puede que no le quedara otra cosa, pero en Ántonia ardía aún el fuego de la vida. Su piel, tan tostada y curtida, no tenía esa flaccidez que se ve cuando parece que la savia se ha secado por dentro.
Mientras charlábamos entró el niño pequeño al que llamaban Jan y se sentó junto a Nina bajo la escalera. Sobre los pantalones llevaba un curioso delantal de algodón a cuadros, muy largo, como una bata, y tenía los cabellos tan cortos que la cabeza parecía blanca y pelada. Nos miró con unos enormes y tristes ojos grises.
—Quiere hablarte del perro, madre. Lo han encontrado muerto —dijo Anna al pasar por delante de nosotros para dirigirse a la alacena.
Ántonia hizo señas al niño para que se acercara. Jan se colocó junto a su silla, apoyó los codos en las rodillas de su madre y retorció las cintas de su delantal entre los finos dedos mientras le contaba su historia en bohemio, hablando en voz baja y con las lágrimas prendidas de las largas pestañas. Su madre le escuchó, lo tranquilizó con palabras cariñosas y le prometió en un susurro algo que le hizo sonreír rápidamente entre las lágrimas. El niño se escabulló para susurrar su secreto a Nina, sentándose pegado a ella y tapándose la boca con la mano al hablar.
Cuando Anna terminó con los platos y se lavó las manos, se acercó a la silla de su madre por detrás.
—¿Por qué no le enseñamos al señor Burden nuestra despensa nueva para la fruta? —preguntó.
Cruzamos el corral seguidos por los niños. Los chicos estaban junto al molino, hablando del perro; algunos se nos adelantaron corriendo para abrir la puerta de la despensa. Cuando descendimos, vinieron todos detrás, y parecían tan orgullosos de la despensa como las chicas.
Ambrosch, el niño de cara seria con el que había hablado junto a los ciruelos enanos, llamó mi atención sobre las sólidas paredes de ladrillo y el suelo de cemento.
—Sí, está bastante lejos de la casa —admitió—. Pero, verá, en invierno siempre hay alguno de nosotros para venir a buscar cosas.
Anna y Yulka me enseñaron tres pequeños toneles; uno lleno de pepinillos en vinagre al eneldo, otro lleno de encurtidos troceados y otro lleno de cáscaras de melón en vinagre.
—¡No te puedes imaginar, Jim, lo que cuesta alimentarlos a todos! —exclamó su madre—. ¡Deberías ver la cantidad de pan que hacemos los miércoles y los sábados! No es extraño que su pobre papá no pueda hacerse rico, con todo el azúcar que ha de comprar para las conservas. Tenemos nuestro trigo para moler y hacer harina, pero luego no nos queda mucho para vender.
Nina y Jan, y una niña pequeña llamada Lucie, no paraban de señalarme tímidamente los estantes llenos de tarros de cristal. No decían nada, pero, al mirarme, seguían con la punta de los dedos el contorno de las cerezas y las fresas y las manzanas silvestres que contenía el cristal, intentando transmitirme con una expresión gozosa una idea de su delicioso sabor.
—Enséñale las ciruelas especiadas, madre. Los americanos no tienen de eso —dijo uno de los chicos mayores—. Madre las llama kolaches —añadió.
En voz baja, Leo espetó un comentario desdeñoso en bohemio.
Me volví hacia él.
—Seguro que crees que no sé lo que son kolaches, ¿verdad? Pues te equivocas, muchachito. Yo comía las kolaches de tu madre mucho antes de que tú nacieras en Domingo de Pascua.
—Tan descarado como siempre, Leo —observó Ambrosch, encogiéndose de hombros.
Leo se escondió inmediatamente tras las faldas de su madre, y me sonrió.
Nos volvimos hacia la salida; Ántonia y yo subimos la escalera los primeros. Estábamos fuera hablando, cuando los niños subieron corriendo todos juntos, grandes y pequeños, los de pelo de estopa, los de cabellos dorados y castaños, con sus ágiles y pequeñas piernas desnudas; una verdadera explosión de vida que surgía de la oscura cueva que era la despensa a la luz del sol. Por un momento me hicieron sentir mareado.
Los chicos nos escoltaron hasta la parte delantera de la casa, que yo aún no había visto; en las granjas, la vida parece ir y venir siempre por la puerta trasera. El tejado era tan inclinado que apenas había distancia entre los aleros y el bosque de altas malvarrosas, que en aquel momento eran pardas y habían granado. Durante el mes de julio, dijo Ántonia, la casa quedaba enterrada; recordé que los bohemios siempre plantaban malvarrosas. El jardín estaba rodeado por un seto espinoso de robinias negras y junto a la cancela crecían dos árboles plateados, semejantes a mariposas de luz, de la familia de las mimosas. Desde allí se veían los corrales, más abajo, con sus dos largos estanques y una ancha franja de rastrojos que, según me contaron, era un campo de centeno en verano.
A cierta distancia, por detrás de la casa, había un bosquecillo de fresnos y dos huertos: uno de cerezos, con groselleros y uva espinas entre las hileras, y otro de manzanos, protegidos de los vientos cálidos por un seto alto. Los mayores se dieron la vuelta cuando llegamos al seto, pero Jan, Nina y Lucie se metieron a gatas por un agujero que sólo ellos conocían, oculto bajo las moreras de bajas ramas.
Mientras paseábamos por el huerto de manzanos, crecidos entre hierba alta para forraje, Ántonia no dejaba de hacer comentarios sobre cada uno de los árboles.
—Los quiero como si fueran personas —dijo, pasando la mano sobre la corteza—. No había ningún árbol aquí cuando llegamos. Los plantamos todos, y también teníamos que traer agua para regarlos, después de haber pasado el día trabajando en los campos. Anton era un hombre de ciudad y se desesperaba. Pero a mí el cansancio no me impedía preocuparme por estos árboles cuando había sequía. Pensaba en ellos como si fueran mis hijos. Muchas noches, cuando él ya estaba dormido, me levantaba y traía agua para estas pobres criaturas. Y ahora, ya ves, nos dan lo mejor de sí. Mi marido trabajó en los naranjales de Florida y lo sabe todo sobre injertos. Ninguno de nuestros vecinos tiene un huerto que dé frutos como éstos.
Llegamos a un emparrado que había en medio del huerto, con asientos en los lados y una mesa que era un tablón de madera alabeada. Los tres niños nos esperaban allí. Me miraron con timidez y pidieron algo a su madre.
—Quieren que te diga que el maestro trae aquí a sus alumnos de merienda todos los años. Como aún no van a la escuela, creen que siempre es como en esas meriendas.
Después de admirar el emparrado como se merecía, los niños salieron corriendo hacia un espacio abierto donde había una enmarañada jungla de acianos, se acuclillaron entre los arbustos y empezaron a andar a gatas por allí y a tomar medidas con un cordel.
—Jan quiere enterrar aquí a su perro —me explicó Ántonia—. He tenido que decirle que sí. Es un poco como Nina Harling; ¿recuerdas cuánto le afectaban las pequeñas cosas? Jan tiene ideas raras, igual que ella.
Nos sentamos a contemplarlos. Ántonia apoyó los codos en la mesa. Se respiraba la paz más absoluta en aquel huerto. Estaba rodeado por un triple cercado: la alambrada, luego el seto de robinias negras y luego el seto de moreras que no dejaba pasar los vientos cálidos del verano y se aferraba a las nieves protectoras del invierno. Los setos eran tan altos que no se veía nada salvo el cielo azul, ni el tejado del granero ni el molino de viento. El sol de la tarde derramaba su luz sobre nosotros a través de las hojas del emparrado que iban secándose. El huerto parecía lleno de sol, como una copa, y hasta nosotros llegaba el olor de las manzanas maduras en los árboles. Aquellas manzanas silvestres pendían de las ramas, arracimadas como una sarta de cuentas, con un color rojo purpúreo y una tenue pátina plateada. Unos cuantos patos y gallinas se habían colado por el seto y picoteaban las manzanas caídas. Los patos machos eran hermosos ejemplares, con el cuerpo de un gris rosado y la cabeza y el cuello cubiertos de plumas verdes iridiscentes, que en algunas zonas se hacían más densas y oscuras, pasando al azul, como en el cuello de un pavo real. Ántonia me dijo que le recordaban a soldados, a no sé qué uniforme que había visto en su país natal, cuando era pequeña.
—¿Quedan codornices? —inquirí. Le recordé que solíamos ir a cazar juntos el último verano antes de que nos trasladáramos a la ciudad—. No tenías mala puntería, Tony. ¿Recuerdas que querías escapar y venirte a cazar patos con Charley Harling y conmigo?
—Sí, pero ahora las armas me dan miedo. —Cogió uno de los patos y le erizó las verdes plumas con los dedos—. Desde que empecé a tener hijos no me gusta matar nada. Me da angustia retorcerle el pescuezo a un viejo ganso. ¿No te parece extraño, Jim?
—No lo sé. La joven reina de Italia le dijo lo mismo a un amigo mío. Antes era una gran cazadora, pero ahora siente lo mismo que tú y sólo practica el tiro al plato.
—Entonces estoy segura de que es una buena madre —dijo Ántonia con vehemencia.
Ántonia me contó que su marido y ella se habían instalado en aquella zona cuando la tierra de labranza estaba barata y podía pagarse en cómodos plazos. Los primeros diez años habían bregado duramente. Su marido sabía muy poco sobre las labores del campo y se desesperaba.
—No habríamos conseguido salir adelante si yo no hubiera sido tan fuerte. Siempre he tenido una salud excelente, gracias a Dios, y he podido ayudarle en el campo hasta el momento mismo de parir a mis niños. Nuestros hijos han sabido cuidarse los unos de los otros. Martha, la que viste cuando era un bebé, me ayudó muchísimo, y enseñó a Anna a hacer lo mismo. Mi Martha se ha casado y ha tenido un bebé. ¡Imagínatelo, Jim!
»No, yo nunca me dejé abatir. Anton es un buen hombre, y yo quería a mis hijos y siempre confié en que se criarían bien. Soy mujer del campo. Aquí no me siento nunca sola, como me ocurría en la ciudad. ¿Recuerdas mis accesos de melancolía cuando no sabía qué me pasaba? Nunca los tuve aquí, en el campo. Y no me importa trabajar, si no tengo que soportar la tristeza. —Apoyó el mentón en la mano y miró hacia el otro lado del huerto, donde la luz del sol era cada vez más dorada.
—No debiste irte a la ciudad, Tony —le dije, sorprendido.
Ella se volvió hacia mí con viveza.
—¡Pero si me alegro de haber ido! De lo contrario, jamás habría sabido cocinar ni llevar una casa. Aprendí buenos modales con los Harling, y eso me ha permitido educar mejor a mis hijos. ¿No te parece que están bien educados para ser del campo? De no ser por lo que me enseñó la señora Harling, creo que se habrían criado como conejos salvajes. No, me alegro de haber tenido la oportunidad de aprender; pero doy a gracias a Dios porque ninguna de mis hijas tendrá que trabajar para otros. Mi problema era, Jim, que nunca creía nada malo de las personas a las que quería.
Mientras conversábamos, Ántonia me aseguró que podía pasar allí la noche.
—Tenemos sitio de sobra. Dos de los chicos duermen sobre el heno del granero hasta que llega el frío, aunque en realidad no es necesario. Leo se empeña en dormir allí, y Ambrosch lo acompaña para cuidar de él.
Le dije que me gustaría dormir sobre el heno con los chicos.
—Lo que a ti te apetezca. El arcón está lleno de mantas limpias para el invierno. Ahora tengo que irme o mis hijas harán todo el trabajo, y quiero hacerte la cena yo misma.
Cuando nos dirigíamos a la casa, nos encontramos con Ambrosch y Anton, que se iban a buscar las vacas con los cubos para ordeñarlas. Me uní a ellos y Leo nos siguió a cierta distancia, corriendo delante y saliéndonos al paso desde los arbustos de rompezaragüelles, gritando: «Soy una liebre» o «Soy una serpiente toro».
Yo caminaba entre los dos mayores; chicos erguidos, bien desarrollados, bien parecidos y de ojos claros. Charlaron de su escuela y de la nueva maestra, me hablaron de la cosecha y la siega, y de la cantidad de novillos que tendrían que alimentar aquel invierno. Me hicieron estas confidencias de una manera espontánea, como si fuera un viejo amigo de la familia… y no demasiado viejo. Me sentía como un muchacho más en su compañía, y revivieron en mí toda suerte de intereses olvidados. Al fin y al cabo, me parecía de lo más natural caminar a lo largo de una alambrada a la luz del crepúsculo en dirección a un estanque rojo y ver mi sombra moviéndose a mi derecha, sobre la hierba segada.
—¿Le ha enseñado madre las fotografías que le envió de su país? —preguntó Ambrosch—. Las enmarcamos y las colgamos en la sala de estar. Se alegró mucho al recibirlas. No creo haberla visto nunca tan contenta. —Había un tono de sencilla gratitud en su voz que me hizo desear haberle dado más motivos para sentirla.
Puse una mano sobre su hombro.
—A tu madre, ¿sabes?, la queríamos mucho todos. Era una joven muy hermosa.
—¡Oh, ya lo sabemos! —respondieron al unísono; parecían un poco sorprendidos de que hubiera considerado necesario decírselo—. Todo el mundo la quería, ¿verdad? Los Harling y su abuela, y toda la gente de la ciudad.
—A veces —me aventuré a decir—, a los chicos de vuestra edad no se les ocurre que su madre pueda haber sido joven y guapa.
—¡Oh, lo sabemos! —volvieron a decir, animadamente—. Pero no es tan vieja —añadió Ambrosch—. No mucho más que usted.
—Bueno —dije—, si no os portarais bien con ella, creo que cogería un garrote y os daría una buena. No soportaría que ninguno de vosotros fuera desconsiderado con ella, o pensara que sólo es alguien que os ha cuidado. Mirad, yo estuve muy enamorado de vuestra madre en otro tiempo, y sé que no hay nadie como ella.
Los chicos se echaron reír y parecieron complacidos y azorados a la vez.
—Eso no nos lo había contado —dijo Anton—. Pero siempre habla mucho de usted, y de lo bien que se lo pasaban juntos. Tiene una foto de usted que recortó de un periódico de Chicago, y Leo dice que le reconoció cuando llegó en la calesa al molino. Aunque nunca se sabe con Leo; a veces le gusta hacerse el listo.
Llevamos a las vacas de vuelta a la esquina del corral más cercana al granero y los chicos las ordeñaron mientras se iba haciendo de noche. Todo era tal como debía ser: el intenso aroma de los girasoles y los rompezaragüelles cubiertos de rocío, el límpido cielo, azul y dorado, el lucero vespertino, el repicar de la leche al caer en los cubos, los gruñidos y chillidos de los cerdos peleándose por la cena. Empecé a notar la soledad de un muchacho del campo por la noche, cuando todas las tareas parecen repetirse hasta el infinito y el mundo está demasiado lejano.
¡Cuántos éramos a la mesa para la cena! Dos largas hileras de cabezas inquietas a la luz de la lámpara, y otras tantas miradas entusiastas, fijas en Ántonia, que ocupaba la cabecera de la mesa y llenaba los platos y los hacía pasar de mano en mano. Sus hijos estaban sentados conforme a un sistema; uno pequeño se sentaba junto a otro mayor, que tenía que vigilar su comportamiento y asegurarse de que comía. Anna y Yulka se levantaban de la silla de vez en cuando para llenar las bandejas de kolaches y las jarras de leche.
Después de la cena pasamos a la sala de estar para que Yulka y Leo pudieran tocar para mí. Ántonia entró primero, llevando la lámpara. No había sillas suficientes para todos, así que los más pequeños se sentaron en el suelo desnudo. La pequeña Lucie me susurró que iban a comprar una alfombra si conseguían vender el trigo a noventa centavos. Leo sacó su violín con grandes aspavientos. Era el instrumento del viejo señor Shimerda, que Ántonia había conservado a lo largo de los años, y que era demasiado grande para Leo. Pero tocaba bien para ser autodidacta. El empeño de la pobre Yulka no tuvo tanto éxito. Mientras tocaban, la pequeña Nina se levantó de su rincón, se colocó en el centro de la sala e inició una bonita danza con los pies descalzos. Nadie le prestó la menor atención y, al terminar, volvió a sentarse silenciosamente junto a su hermano.
Ántonia se dirigió a Leo en bohemio. Éste frunció el entrecejo e hizo una mueca. Parecía que intentaba hacer un mohín, pero tan sólo consiguió que se le hicieran hoyuelos en lugares inusitados. Tras retorcer y dar la vuelta a las clavijas, tocó unas melodías bohemias, sin el órgano de acompañamiento, y sonó mejor. El chico era tan inquieto que yo no había tenido oportunidad de verle bien la cara hasta entonces. Mi primera impresión era la correcta; era realmente un fauno. La cabeza apenas le asomaba detrás de las orejas, y su espesa cabellera leonina le caía hasta la nuca. No tenía los ojos francos y separados como sus hermanos, sino hundidos, de color verde con matices dorados, y parecían sensibles a la luz. Su madre me dijo que se lastimaba con más frecuencia que todos los demás juntos. Siempre andaba probando a montar los potros antes de que estuvieran domados, incordiando al pavo, comprobando cuánto aguantaba el toro sin embestir una tela roja, o si la nueva hacha estaba afilada.
Después del concierto, Ántonia sacó una gran caja llena de fotografías: Anton y ella con el traje de boda, cogidos de la mano; su hermano Ambrosch y la mujer de éste, gordísima, que tenía una granja propia y manejaba al marido a su antojo, lo que me produjo un gran regocijo; las tres Marys bohemias y su numerosa prole.
—No te creerías lo sensatas que han resultado ser esas chicas —observó Ántonia—. La mantequilla que hace Mary Svoboda es la mejor de toda la región, y sabe administrarse a las mil maravillas. Sus hijos tienen las mejores perspectivas.
Mientras Ántonia iba pasando las fotografías, los jóvenes Cuzak permanecían de pie a su espalda, mirando por encima de su hombro con expresión de interés. Nina y Jan, a quienes los más altos no dejaban ver, se trajeron una silla en silencio, se encaramaron a ella y se juntaron para mirar. El niño olvidó su timidez y sonrió con deleite al ver aparecer los rostros familiares. Percibí una especie de armonía física en el grupo que rodeaba a Ántonia. Se inclinaban hacia un lado u otro, y no tenían miedo de tocarse. Contemplaban las fotografías, complacidos de reconocerlas; algunas las miraban con admiración, como si aquellos personajes de la juventud de su madre hubieran sido personas extraordinarias. Los más pequeños, que no sabían hablar inglés, intercambiaban comentarios en voz baja en su rica y vieja lengua.
Ántonia me alargó una fotografía que le había enviado Lena desde San Francisco la Navidad anterior.
—¿Sigue teniendo el mismo aspecto? Hace ya seis años que no ha vuelto por su casa.
Sí, era exactamente así, le dije; una guapa mujer, quizá demasiado rolliza y con un sombrero demasiado grande, pero conservaba los mismos ojos indolentes de siempre, y su viejo candor que le hacía hoyuelos en las mejillas y asomaba por las comisuras de su boca.
Había también un retrato de Frances Harling con un traje de montar con alamares de adorno, que yo conocía bien.
—¿Verdad que está guapa? —murmuraron las chicas. Todos estuvieron de acuerdo. Se notaba que Frances se había convertido en una heroína de la leyenda familiar. Sólo Leo permaneció imperturbable.
—Y aquí está el señor Harling, con su gran abrigo de pieles. Era muy rico, ¿verdad, madre?
—No era ningún Rockefeller —soltó el señorito Leo en voz muy baja, que me recordó el modo en que la señora Shimerda había dicho en una ocasión que mi abuelo «no era Jesús». Su escepticismo habitual era como una herencia directa de aquella anciana.
—Nada de hacerte el espabilado —dijo Ambrosch con severidad.
Leo le sacó la lengua, ágil y roja, pero instantes después soltó una risita al ver un ferrotipo[26] de dos hombres incómodamente sentados y un chico desgarbado con ropas demasiado grandes de pie entre ellos: ¡Jake, Otto y yo! Recordé que nos la habían hecho en Black Hawk el primer Cuatro de Julio que pasé en Nebraska. Me alegró ver de nuevo la sonrisa de Jake y los imponentes bigotes de Otto. Los jóvenes Cuzak lo sabían todo sobre ellos.
—Fue él quien hizo el ataúd del abuelo, ¿a que sí? —preguntó Anton.
—¿Verdad que eran buenas personas, Jim? —Los ojos de Ántonia se llenaron de lágrimas—. Aún hoy me avergüenzo de haberme peleado con Jake de aquella manera. Fui descarada e impertinente con él, Leo, igual que tú a veces, y desearía que alguien me hubiera enseñado buenos modales.
—Aún no hemos terminado con usted —me advirtieron. Sacaron una fotografía que me hicieron justo antes de irme a la universidad: un joven alto con pantalones de rayas y sombrero de paja procurando aparentar aplomo y desenvoltura.
—Señor Burden —dijo Charley—, cuéntenos lo de la serpiente de cascabel que mató en las madrigueras de los perros de la pradera. ¿Qué longitud tenía? Algunas veces madre dice que dos metros, y otras que metro y medio.
Me pareció que aquellos niños tenían con Ántonia una relación muy parecida a la que habían tenido con ella los hijos de los Harling muchos años atrás. Parecían sentir el mismo orgullo, y requerir de ella historias y juegos igual que hacíamos nosotros.
Eran las once cuando por fin cogí mi bolsa y unas mantas y me encaminé al granero con los chicos. Su madre nos acompañó hasta la puerta; luego nos entretuvimos unos instantes en contemplar la blanca cuesta del corral, los dos estanques que dormían bajo la luz de la luna y la larga extensión de los pastos bajo el firmamento estrellado.
Los chicos me dijeron que eligiera a mi gusto un lugar donde dormir, y yo me tumbé junto a una gran ventana, que estaba abierta a causa del calor y que me permitía ver las estrellas. Ambrosch y Leo se acurrucaron en un rincón lleno de heno, bajo el alero, riendo por lo bajo y cuchicheando. Se hicieron cosquillas el uno al otro y saltaron y se revolcaron por el heno; luego, de pronto, se quedaron quietos, como si les hubieran pegado un tiro. Apenas había transcurrido un minuto entre las risas y el profundo sueño.
Permanecí despierto durante un buen rato, hasta que la luna pasó por delante de mi ventana en su lenta andadura por los cielos. Pensaba en Ántonia y sus hijos; en lo solícita que había sido Anna con ella, en el cariño reservado de Ambrosch, en el amor celoso y animal de Leo. Aquel momento en que habían salido en tropel de la despensa a plena luz del sol era una visión que habría merecido el largo viaje para cualquier hombre. Ántonia había sido siempre una de esas personas que graban imágenes en el cerebro que no se desvanecen, que se hacen más vívidas con el tiempo. En mi memoria guardaba una sucesión de tales imágenes, indelebles como las viejas ilustraciones del primer libro de texto: Ántonia golpeando los flancos de mi poni con las piernas desnudas cuando volvimos a casa triunfantes con nuestra serpiente; Ántonia con su chal negro y su gorro de pieles, cuando estaba de pie junto a la tumba de su padre bajo la tormenta de nieve; Ántonia apareciendo en el horizonte con su tiro de caballos de labor a la luz del crepúsculo. Ántonia se prestaba a actitudes humanas inmemoriales, que por instinto reconocemos como universales y verdaderas. No me había equivocado. Ya no era una preciosa muchacha, sino una mujer ajada, pero aún poseía ese algo que inflama la imaginación, aún podía hacer que a uno se le cortara la respiración con una mirada o un gesto que, sin saber cómo, desvelaba el significado de las cosas vulgares. Sólo tenía que encontrarse en el huerto, poner la mano sobre un manzano silvestre y alzar la vista hacia las manzanas, para hacerle sentir a uno la bondad de plantar, cuidar los árboles y, finalmente, recoger los frutos. Todo lo que de fuerte había en su corazón se expresaba mediante su cuerpo, que siempre había sido tan infatigable y generoso en derramar emociones.
No era de extrañar que sus hijos caminaran erguidos. Ántonia era una cálida fuente de vida, como los fundadores de las razas primigenias.