IV

Al día siguiente, por la tarde, fui andando a la casa de los Shimerda. Yulka me enseñó el bebé y me dijo que Ántonia estaba en la parcela del sudoeste haciendo gavillas de la siega. Bajé atravesando los campos; Tony me vio desde lejos. Se quedó quieta junto a sus gavillas, apoyada en la horquilla, contemplándome mientras me acercaba. Nos encontramos, como dice la vieja canción, en silencio, al borde de las lágrimas. Su cálida mano apretó la mía.

—Sabía que vendrías, Jim. Me he enterado de que has pasado la noche en casa de la señora Steavens. Llevo todo el día esperándote.

Nunca la había visto tan delgada, ni, como decía la señora Steavens, tan «trabajada», pero en la gravedad de su rostro había una fuerza de una clase nueva, y el color de sus mejillas le daba aún aquel aspecto de salud y vitalidad. ¿Aún? Me acordé de repente. Pese a tantas cosas que nos habían ocurrido, Ántonia apenas tenía veinticuatro años.

Ántonia clavó la horquilla en la tierra e instintivamente echamos a andar hacia aquella franja del cruce de caminos que no estaba cultivada, convencidos de que era el sitio más adecuado para charlar. Nos sentamos junto a la alambrada medio caída que separaba la tumba del señor Shimerda del resto del mundo. Allí no se había cortado jamás la alta hierba roja. Se moría en invierno y volvía a nacer en primavera hasta hacerse tan espesa y enmarañada como la hierba de un jardín tropical. Sin saber cómo, se lo conté todo: por qué había decidido estudiar leyes y trabajar en el despacho de abogados que tenía un pariente de mi madre en Nueva York; la muerte de Gaston Cleric el invierno anterior, a causa de una neumonía, y el cambio que había experimentado mi vida gracias a él. Ántonia se interesó por mis amigos y mi estilo de vida, y también por mis esperanzas para el futuro.

—Claro que eso quiere decir que nos dejas para siempre —dijo ella, con un suspiro—. Pero no significa que vaya a perderte. Fíjate en mi padre; hace muchos años que murió, pero para mí es más real que casi todos los demás. Nunca se ha ido de mi vida. Le hablo y le pido consejo a cada momento. Cuanto mayor me hago, más lo conozco y mejor lo comprendo.

Me preguntó si habían llegado a gustarme las grandes ciudades.

—Yo me deprimiría en una ciudad grande. Me moriría de soledad. Me gusta estar donde conozco cada gavilla y cada árbol, y donde el paisaje es amigo. Quiero vivir y morir aquí. El padre Kelly dice que todos venimos al mundo para algo, y yo ya sé qué he de hacer. Voy a procurar que mi hija tenga un porvenir mejor que el mío. Voy a cuidar de ella, Jim.

Le dije que estaba convencido de que así sería.

—¿Sabes, Ántonia? Desde que me fui, pienso en ti más que en ninguna otra persona de esta parte del mundo. Me habría gustado que fueras mi novia, o mi mujer, o mi madre, o mi hermana… cualquier cosa que una mujer pueda ser para un hombre. La idea que tengo de ti forma parte de mi cerebro; influyes en mis simpatías y antipatías, y en mis gustos, cientos de veces, aunque no me dé cuenta. En verdad, eres parte de mí.

Volvió hacia mí sus ojos brillantes y llenos de fe, y las lágrimas afluyeron despacio.

—¿Cómo es eso posible, habiendo conocido a tanta gente y con tanto como te he decepcionado? ¿No es maravilloso, Jim, que dos personas puedan significar tanto la una para la otra? No sabes cuánto me alegro de que estuviéramos unidos cuando éramos pequeños. Estoy impaciente porque mi hija se haga mayor para contarle todas las cosas que solíamos hacer tú y yo. Me recordarás siempre cuando pienses en los viejos tiempos, ¿verdad? Y supongo que todo el mundo piensa en los viejos tiempos, incluso los más felices.

Mientras caminábamos hacia la casa atravesando los campos, descendió el sol en el Oeste y se posó como un enorme globo dorado sobre el horizonte. Estando allí, salió la luna por el Este, grande como una rueda de carro, con su pálido fulgor argentino, veteado de rosa, sutil como una burbuja o una luna espectral. Durante cinco o tal vez diez minutos, las dos lumbreras estuvieron frente a frente con la llanura de por medio, suspendidas sobre extremos opuestos del mundo.

Bajo aquella luz singular, cada arbusto, cada gavilla de trigo, cada tallo de girasol y cada euforbia cobraban relieve; hasta los terrones de tierra y los surcos de los campos parecían destacarse de su entorno. Sentí la llamada ancestral de la tierra, la magia solemne que surge de los campos al caer la noche. Sentí el deseo de volver a ser un niño y de que aquél fuera el fin de mis días.

Llegamos al límite del campo, donde se separaban nuestros caminos. Le cogí las manos y las apreté contra mi pecho, sintiendo una vez más que eran fuertes y cálidas y agradables aquellas manos morenas, y recordando todas las cosas buenas que habían hecho por mí. Las mantuve largo rato sobre mi corazón. Se cerraba la noche a nuestro alrededor, y tenía que forzar la vista para verle el rostro, que quería llevar conmigo para siempre; el rostro más cercano y real que había bajo las sombras de todos los demás rostros femeninos, en lo más íntimo de mi memoria.

—Volveré —le dije de todo corazón, en medio de la tenue oscuridad que todo lo invadía.

—Tal vez. —Más que ver, presentí su sonrisa—. Pero aunque no vuelvas, estarás aquí, como mi padre. Así yo no me sentiré sola.

Cuando emprendí, solo, el regreso por el camino que me era tan familiar, casi llegué a creer que un niño y una muchacha corrían a mi lado, como veíamos entonces nuestras sombras, riendo y cuchicheando entre la hierba.