II

Poco después de volver a casa aquel verano, convencí a mis abuelos para que se hicieran una fotografía, y una mañana me encaminé al taller del fotógrafo para concertar la sesión. Mientras esperaba a que saliera del cuarto oscuro, contemplé las fotografías que colgaban de las paredes, intentando reconocer a los retratados: muchachas con el vestido de graduación del instituto, parejas de novios campesinos cogidos de la mano, grupos familiares de tres generaciones. Me fijé en un grueso marco con una de esas deprimentes «ampliaciones coloreadas» que se ven a menudo en las salas de estar de las granjas y en la que se representaba a un bebé de ojos redondos con vestido corto. El fotógrafo salió en aquel momento y dejó escapar una risita forzada de disculpa.

—Es el bebé de Tony Shimerda. Seguro que la recuerda; solían llamarla Tony la de los Harling. ¡Qué lástima! Aunque ella parece orgullosa de su bebé. No quiso oír hablar de un marco barato para la fotografía. Creo que el sábado vendrá su hermano a recogerla.

Me fui de allí con la convicción de que debía volver a ver a Ántonia. Otra chica habría ocultado a su bebé, pero Tony, claro está, tenía que mostrar su fotografía a toda la ciudad en un marco dorado. ¡Qué típico de ella! Me dije a mí mismo que habría podido perdonarla, si no se hubiera arrojado en brazos de un tipo de tan poca categoría.

Larry Donovan era revisor, uno de esos ferroviarios aristocráticos que andan siempre temerosos de que algún pasajero les pida que cierren la ventanilla del vagón y que, al serles solicitado que se rebajen hasta ese punto, señalan silenciosamente el botón para llamar al camarero. Larry adoptaba ese aire de altanería oficial incluso en la calle, donde no había ventanillas que pudieran poner en peligro su dignidad. Al final de cada trayecto, se apeaba del tren con indiferencia, mezclado entre los pasajeros, llevando el sombrero de calle en la cabeza y la gorra de revisor en una bolsa de piel de cocodrilo, entraba directamente en la estación y se cambiaba de ropa. Para él era una cuestión de suma importancia que no le vieran jamás con los pantalones azules fuera del tren. Solía ser frío y distante con los hombres, pero con las mujeres mostraba una familiaridad grave y callada; les estrechaba la mano de un modo especial, acompañando el gesto con una mirada larga y cargada de intención. Confiaba sus cuitas a casadas y solteras por igual; las llevaba a pasear a la luz de la luna, les contaba el error que había cometido al no haber entrado en la administración, en lugar del servicio de trenes, e insistía en que estaba mucho mejor cualificado para el puesto de director general de pasajeros de Denver que el tirano que ostentaba ese título. Su desaprovechada valía era el delicado secreto que Larry compartía con sus enamoradas, y se las apañaba para hacer que hubiera siempre alguna boba que se compadeciera de él.

Aquella mañana, al aproximarme a casa, vi a la señora Harling en su jardín, cavando alrededor de su enorme fresno. El verano era seco y no tenía quien la ayudara. Charley estaba en su buque de guerra, surcando el mar del Caribe. Me encaminé hacia ella; en aquella época abría y cerraba la cancela de su jardín con una agradable sensación; me gustaba su tacto. Cogí la pala a la señora Harling y, mientras yo removía la tierra alrededor del árbol, ella se sentó en los peldaños del porche y nos pusimos a charlar sobre la familia de oropéndolas que había anidado entre sus ramas.

—Señora Harling —dije al cabo de un rato—, quisiera saber exactamente por qué no llegó a producirse la boda de Ántonia.

—¿Por qué no vas a ver a la arrendataria de tu abuelo, la viuda Steavens? Es la que mejor lo sabe. Ayudó a Ántonia a hacer los preparativos para la boda, y la recibió a su regreso. La cuidó cuando nació el bebé. Ella puede contártelo todo. Además, la viuda Steavens es buena conversadora, y tiene una memoria prodigiosa.