Qué bien recuerdo el severo saloncito donde solía esperar a Lena: los duros muebles tapizados con crin, comprados en alguna subasta, el largo espejo, las láminas de moda en las paredes. Si me sentaba, siquiera un momento, podía estar seguro de encontrar hilos y trozos de sedas de colores en mi ropa cuando me marchara. El éxito de Lena me desconcertaba. Era tan indolente; no tenía ni el empuje ni la seguridad en sí misma que hacen medrar a la gente en los negocios. Ella, que era una chica del campo, se había trasladado a Lincoln sin más recomendación que la que le había dado la señora Thomas para unas primas suyas que vivían allí, y se encargaba ya de confeccionar la ropa de las «jóvenes casadas». Evidentemente tenía un gran talento natural para su trabajo. En sus propias palabras, sabía «qué favorece más a cada persona». Se enfrascaba sin hartarse en las revistas de modas. Algunas noches la encontraba sola en su taller, doblando pliegues de raso en un maniquí de alambre, con una expresión de dicha absoluta en el semblante. No dejaba de pensar que los años en los que Lena no tuvo literalmente ropa bastante con que taparse tenían algo que ver con su infatigable interés por vestir la figura humana. Sus clientes decían que Lena «tenía estilo», y pasaban por alto sus deficiencias habituales. Descubrí que jamás terminaba los encargos en los plazos prometidos, y que con frecuencia gastaba más dinero en los materiales de lo que había autorizado la clienta. En una ocasión, al llegar yo a las seis, Lena acompañaba a una madre nerviosa y a su hija, torpe y demasiado crecida para su edad, hasta la salida. La mujer retuvo a Lena en la puerta para decir, en tono de disculpa:
—Me hará usted el favor de no pasar de cincuenta, ¿verdad, señorita Lingard? Verá, en realidad es demasiado joven para ir a una modista cara, pero yo sabía que usted le sacaría más partido que ninguna otra.
—Oh, no se preocupe, señora Herron. Creo que conseguiremos un buen resultado —repuso Lena con voz anodina.
Su forma de tratar a las clientas me pareció excelente, y me pregunté dónde habría adquirido semejante aplomo.
Algunas veces, al acabar las clases de la mañana, me encontraba con Lena en el centro de la ciudad, vestida con su traje de terciopelo y su sombrerito negro, y un velo atado flojo sobre el rostro que parecía tan fresco como la mañana primaveral. Podía llevar a casa un ramo de junquillos, o un jacinto en un tiesto. Cuando pasábamos por delante de una tienda de dulces, sus pasos vacilaban, se hacían los remolones. «No me dejes entrar —musitaba—. Aléjame de aquí si puedes.» Era muy golosa y tenía miedo de engordar demasiado.
Los domingos disfrutábamos de deliciosos desayunos en casa de Lena. En la parte posterior de su amplio taller había una ventana en saliente lo bastante grande para contener un sofá que también servía para guardar cosas, y un velador. Desayunábamos en aquel pequeño hueco después de correr las cortinas que lo separaban del taller, lleno de mesas de cortar patrones, maniquíes de alambre y prendas que se protegían del polvo con fundas y colgaban de las paredes. La luz del sol entraba a raudales, haciendo que todo lo que había sobre el velador brillara y resplandeciera y que la llama de la lámpara de alcohol fuera invisible. Prince, el perro de Lena, un spaniel de agua con el pelo negro y rizado, desayunaba con nosotros. Se sentaba junto a ella en el sofá y se comportaba muy bien hasta que el profesor de violín polaco del otro lado del pasillo empezaba a practicar, momento en que Prince gruñía y husmeaba el aire con repugnancia. El perro era un regalo del dueño de la casa, el viejo coronel Raleigh, y al principio a Lena no le había hecho ninguna gracia. Había pasado demasiado tiempo cuidando animales para sentir mucha afición por ellos. Pero Prince era una criatura inteligente y acabó por tomarle cariño. Después del desayuno yo le hacía repetir sus lecciones: hacerse el muerto, estrechar la mano, ponerse firme como un soldado. Le poníamos mi gorra de cadete en la cabeza —tenía que hacer la instrucción militar en la universidad— y le dábamos una vara de medir para que la sujetara con la pata delantera. Su aire solemne nos hacía reír a carcajadas.
La charla de Lena siempre me divertía. Ántonia jamás había hablado como la gente que la rodeaba. Incluso después de haber aprendido a expresarse en un inglés fluido, su forma de hablar conservaba un no sé qué de impulsivo y foráneo. Pero Lena había asimilado todas las expresiones convencionales que oía en el taller de costura de la señora Thomas. Aquellas frases formales, flor y nata del decoro en una ciudad de provincias, aquellas vulgaridades insulsas, hipócritas casi todas ellas en su origen, sonaban graciosísimas y encantadoras cuando las pronunciaba Lena con su dulce voz, con su entonación arrulladora y su pícara ingenuidad. No había nada más divertido que oír a Lena, que era casi tan franca como la Naturaleza misma, llamar «miembro» a una pierna o «residencia» a una casa.
En aquel soleado rincón, saboreábamos el café con parsimonia. Lena estaba más bella que nunca por la mañana; se despertaba siempre fresca como el día y sus ojos tenían una tonalidad más intensa, como las flores azules que aún lo son más cuando se abren. Podía pasarme toda la mañana del domingo contemplándola, ocioso. La conducta de Ole Benson había dejado de ser un misterio para mí.
—Ole siempre fue inofensivo —me dijo una vez—. La gente no tenía de qué preocuparse. Sencillamente le gustaba venir a sentarse al borde de la cañada conmigo y olvidar su mala suerte. A mí me gustaba que viniera. Cualquier compañía es bien recibida cuando te pasas la vida sola apacentando ganado.
—Pero ¿no andaba siempre mohíno? —pregunté—. La gente decía que no hablaba nada.
—Pues claro que hablaba, pero en noruego. Había sido marino en un barco inglés y había visto montones de lugares extraños. Tenía unos tatuajes maravillosos. Nos pasábamos horas mirándolos; no había mucho que ver en la cañada. Era como un libro ilustrado. En un brazo llevaba un barco y una chica rubia, y en el otro una chica delante de una casita con valla, cancela y todo lo demás, esperando a su amor. Más arriba, el marino había vuelto y la besaba. «El regreso del marino», lo llamaba él.
Admití que no era extraño que a Ole le gustara mirar a una chica guapa de vez en cuando, con un adefesio como el que tenía en casa.
—¿Sabes? —me dijo Lena en tono confidencial—, se casó con Mary porque creía que era una mujer de carácter que lo llevaría por el buen camino. Ole no sabía dominarse cuando estaba en tierra. La última vez que desembarcó en Liverpool llegaba de un viaje de dos años. Se lo pagaron todo una mañana, y al día siguiente no le quedaba ni un céntimo; hasta su reloj y su brújula habían volado. Unas mujeres con las que se había juntado se lo habían robado todo. Vino a este país en un pequeño buque de pasajeros, donde se costeó el billete trabajando. Mary era una de las camareras, e intentó reformarlo durante el trayecto. Ole pensó que era la mujer que le hacía falta para mantenerlo a raya. ¡Pobre Ole! Me traía caramelos de la ciudad escondidos en la bolsa de la comida. No era capaz de negarle nada a una chica. Hacía tiempo que habría regalado sus tatuajes si hubiera podido. Es una de las personas que más pena me dan.
Si por casualidad pasaba la velada con Lena y me quedaba hasta tarde, el profesor de violín del otro lado del pasillo salía para verme bajar la escalera, rezongando en un tono tan amenazador que a poco no nos peleábamos. Lena le había dicho en una ocasión que le gustaba oírle practicar, así que él dejaba siempre su puerta abierta y vigilaba las idas y venidas de la gente.
La relación entre el polaco y el casero era tirante a causa de Lena. El viejo coronel Raleigh procedía de Kentucky y, al instalarse en Lincoln, había invertido en bienes raíces una fortuna heredada en una época de precios abusivos. Ahora se pasaba el día en su oficina del Raleigh Block, intentando averiguar adónde había ido a parar su dinero y cómo podía recuperar una parte. Era viudo y eran pocas las compañías que encontraba agradables en aquella ciudad del Oeste poco convencional. La belleza de Lena y sus modales amables le atraían. Decía que su voz le recordaba las voces sureñas, y hallaba mil y una ocasiones para oírla. Le pintó y empapeló las habitaciones en primavera y le instaló una bañera de porcelana en lugar de la bañera de estaño con que se había contentado el anterior inquilino. Mientras se realizaban estas reformas, el anciano caballero se dejaba caer a menudo para consultar las preferencias de Lena. Ésta me contó con regocijo que Ordinsky, el polaco, se había presentado en su puerta una noche para decirle que, si le molestaban las atenciones del casero, él les pondría freno inmediatamente.
—No sé muy bien qué hacer —dijo Lena, meneando la cabeza—. Parece una fiera. No me gustaría que se mostrara rudo con un anciano tan simpático. El coronel es pesado, pero supongo que se siente solo. Creo que tampoco a él le gusta mucho Ordinsky. Una vez me dijo que, si tenía alguna queja de mis vecinos, no dudara en transmitírsela.
Un sábado por la noche, estaba yo cenando con Lena cuando oímos un golpe en la puerta de su salita y vimos aparecer al polaco en mangas de camisa, una camisa de etiqueta y cuello duro. Prince bajó la cabeza y empezó a gruñir como un mastín mientras el visitante se disculpaba, decía que no podía entrar vestido de aquella guisa de ninguna de las maneras y rogaba a Lena que le prestara unos imperdibles.
—Oh, pase usted, señor Ordinsky, y déjeme ver de qué se trata. —Lena cerró la puerta—. Jim, ¿quieres hacer callar a Prince?
Le di a Prince un golpe en el hocico, mientras Ordinsky explicaba que hacía mucho tiempo que no se había puesto su traje de etiqueta y que esa noche, cuando se preparaba para ir a tocar en un concierto, se le había roto por la mitad la espalda del chaleco. Creía que podía sujetarlo con unos imperdibles hasta que pudiera llevárselo a un sastre.
Lena le cogió por el codo y le hizo dar media vuelta. Cuando vio el enorme roto, soltó una carcajada.
—Esto no podrá sujetarlo con imperdibles, señor Ordinsky. Lo ha tenido demasiado tiempo doblado, y se le ha desgastado la tela por la raya. Quíteselo. Le pondré una pieza nueva de forro de seda en diez minutos.
Lena desapareció en el interior de su taller con el chaleco, dejándome a solas con el polaco, que estaba reclinado en la puerta como una estatua de madera. Tenía los brazos cruzados y me lanzaba miradas furiosas con sus ojos inquietos, marrones y achinados. Su cabeza tenía la forma de una gota de chocolate, cubierta por un pelo reseco y pajizo que se le encrespaba alrededor de la coronilla puntiaguda. Conmigo no había ido nunca más allá de un simple murmullo al pasar, y me sorprendió que me dirigiera la palabra.
—La señorita Lingard —dijo, altanero— es una joven por la que siento el mayor, el mayor de los respetos.
—Yo también —repliqué fríamente.
Él no prestó la menor atención a mi comentario, sino que empezó a hacer ejercicios de dedos sobre las mangas de la camisa, mientras seguía de brazos cruzados.
—En un lugar como éste —prosiguió, con la vista fija en el techo— no se comprenden la bondad ni los sentimientos. Las cualidades más nobles son ridiculizadas. ¡Qué saben de delicadezas esos universitarios sonrientes, ignorantes y engreídos!
Dominé mis impulsos e intenté hablar con toda seriedad.
—Si se refiere a mí, señor Ordinsky, hace mucho tiempo que conozco a la señorita Lingard, y creo que sé apreciar su bondad. Somos de la misma ciudad; crecimos juntos.
Su mirada descendió lentamente del techo para posarse sobre mi persona.
—¿Debo entender que se preocupa usted por esta joven?, ¿que no desea comprometerla?
—Ésa es una palabra que no usamos mucho por aquí, señor Ordinsky. Una joven que se gana la vida puede invitar a un universitario a cenar sin que se hable mal de ella. Hay cosas que las damos por sabidas.
—Entonces le he juzgado mal, y le pido mil perdones —se inclinó con gravedad—. La señorita Lingard —añadió— confía en todo el mundo ciegamente. Aún no ha aprendido las duras lecciones que da la vida. En cuanto a usted y a mí, noblesse oblige —me observó con detenimiento.
Lena volvió con el chaleco.
—Cuando se vaya, entre y déjenos echarle una mirada, señor Ordinsky. No le he visto nunca vestido de etiqueta —dijo, abriendo la puerta. Instantes después, el polaco reaparecía con un estuche de violín, una gruesa bufanda alrededor del cuello y las huesudas manos metidas en sendos guantes de gruesa lana. Lena le dirigió unas palabras de aliento y él se marchó dándose tales aires de profesional que nos echamos a reír en cuanto cerramos la puerta.
—Pobre —dijo Lena con indulgencia—, se lo toma todo muy a pecho.
A partir de entonces, Ordinsky fue más amable conmigo y se comportó como si existiera un entendimiento secreto entre nosotros. Escribió un artículo furibundo en contra del gusto musical de la ciudad y me pidió que le hiciera el enorme favor de llevárselo al editor del periódico matinal. Si el editor se negaba a publicarlo, debía decirle que habría de responder ante Ordinsky «en persona». Afirmó que no se retractaría de nada en absoluto, aun a riesgo de perder a todos sus pupilos. Pese al hecho de que nadie le habló jamás de su artículo después de su publicación —lleno de errores tipográficos que él consideró intencionados—, le satisfizo creer que los ciudadanos de Lincoln habían aceptado sumisamente el epíteto de «bárbaros incultos». «Ya ve lo que ocurre —me dijo—, cuando no hay caballerosidad, tampoco hay amour propre.» Después de aquello, cada vez que me lo encontraba en la calle de camino a sus clases me parecía que erguía la cabeza con más desdén que nunca y que subía los escalones de los porches y llamaba a las puertas con mayor seguridad en sí mismo. A Lena le dijo que jamás olvidaría que yo no lo había abandonado cuando estaba «en la línea de fuego».
Durante todo aquel tiempo, claro está, andaba yo perdido. Lena había dado al traste con mi ánimo estudioso. No me interesaban mis clases. Jugaba con Lena y con Prince, jugaba con el polaco, salía a pasear en calesa con el viejo coronel, al que había caído en gracia y me contaba cosas sobre Lena y sobre las «grandes beldades» que había conocido en su juventud. Los tres estábamos enamorados de Lena.
Antes del uno de junio, a Gaston Cleric le ofrecieron una plaza de profesor en Harvard, y la aceptó. Me sugirió que me fuera con él en otoño y completara mis estudios en Harvard. Había descubierto lo de Lena —no por mí— y habló conmigo muy seriamente.
—Aquí ya no vas a hacer nada de nada. O dejas los estudios o te pones a trabajar, o cambias de universidad y empiezas de nuevo en serio. No volverás a ser tú mismo mientras sigas tonteando con esa hermosa noruega. Sí, te he visto con ella en el teatro. Es muy guapa, y una irresponsable sin remedio, diría yo.
Cleric escribió a mi abuelo para decirle que quería llevarme al Este con él. Fue grande mi asombro cuando el abuelo contestó que podía irme con él si lo deseaba. Me sentí triste y alegre a un tiempo el día en que llegó la carta. No me moví de mi habitación en toda la tarde para poder reflexionar. Incluso intenté convencerme a mí mismo de que era un obstáculo para Lena —¡es tan necesario mostrar una cierta nobleza!—, y que si no tonteaba conmigo, seguramente acabaría casándose y asegurándose el porvenir.
Al día siguiente por la noche fui a ver a Lena. La encontré recostada en el sofá de la ventana en saliente, con un pie metido en una enorme pantufla. Una torpe muchachita rusa a la que había contratado para su taller le había dejado caer la plancha de hierro sobre el dedo gordo. En el velador había una cesta de flores tempranas que le había llevado el polaco al enterarse del accidente. Ordinsky se las arreglaba siempre para saber cuanto ocurría en casa de Lena.
Lena me estaba contando una divertida anécdota sobre una de sus clientas en el momento en que la interrumpí y levanté la cesta de flores.
—Nuestro querido amigo se te declarará cualquier día, Lena.
—¡Oh, ya lo ha hecho… a menudo! —murmuró.
—¡Qué! ¿Después de que lo rechazaras?
—Eso no le importa. Parece que le anima mencionar el tema. Es propio de los hombres mayores, ¿comprendes? Los hace sentirse importantes creer que están enamorados.
—El coronel se casaría contigo sin pensárselo. Espero que no te cases con un viejo; aunque sea rico.
Lena movió los almohadones y me miró sorprendida.
—Vaya, no pienso casarme con nadie. ¿No lo sabías?
—Tonterías, Lena. Eso es lo que dicen todas las chicas, pero tú sabes que no es verdad. Todas las chicas guapas como tú acaban casándose, por supuesto.
Ella meneó la cabeza.
—Yo no.
—Pero ¿por qué no? ¿Por qué dices eso? —insistí.
Lena se echó a reír.
—Bueno, sobre todo porque no deseo ningún marido. Los hombres están bien como amigos, pero en cuanto te casas con uno de ellos se convierte en un padre viejo y gruñón, incluso el más atolondrado. Empiezan por decirte lo que es sensato y lo que es estúpido, y quieren tenerte todo el tiempo metida en casa. Prefiero ser estúpida cuando me apetece y no tener que rendir cuentas a nadie.
—Pero te sentirás muy sola. Te cansarás de llevar esta vida, y querrás tener una familia.
—Yo no. Me gusta estar sola. Tenía diecinueve años cuando empecé a trabajar para la señora Thomas y hasta entonces no había dormido una sola noche de mi vida con menos de dos personas en la misma cama. Jamás tenía un minuto para mí misma, salvo cuando estaba al aire libre con el ganado.
Por lo general, en las pocas ocasiones en que Lena se refería a su vida en el campo, se desentendía con un simple comentario humorístico o levemente cínico. Pero aquella noche sus pensamientos parecían recrearse en aquellos primeros años. Me contó que no recordaba una época en que fuera tan pequeña que no anduviera todo el día con uno u otro pesado bebé a cuestas o ayudando a bañarlos o intentando que tuvieran limpias las caras y las agrietadas manitas. Recordaba su casa como un lugar donde siempre había demasiados niños, un hombre malhumorado y un montón de trabajo atrasado para una mujer enferma.
—No era culpa de mi madre. Ella nos habría dado todas las comodidades, de haber podido. ¡Pero aquélla no era vida para una niña! Cuando empecé a ordeñar y apacentar el ganado ya no pude desprenderme del olor de los animales. La poca ropa interior que tenía la guardaba en una caja de galletas. Los sábados por la noche, cuando todos los demás se habían acostado, podía darme un baño, si no estaba demasiado cansada. Hacía dos viajes hasta el molino para acarrear el agua y la calentaba en el caldero de hervir la ropa. Mientras se calentaba el agua, me iba fuera a sacar la tina de lavar la ropa de la despensa y me bañaba en la cocina. Luego me ponía un camisón limpio y me metía en la cama con otros dos chiquillos, que seguramente no se habían lavado, a menos que yo les hubiera dado un baño. No me hables de la vida de familia. Con la que he tenido me basta y me sobra.
—Pero no siempre es así —objeté.
—Parecido. Todo se reduce a estar sometido a otra persona. ¿Qué te ronda por la cabeza, Jim? ¿Tienes miedo de que quiera que te cases conmigo algún día?
Le dije entonces que me iba de la ciudad.
—¿Por qué quieres irte, Jim? ¿No he sido buena contigo?
—Has sido más que buena, Lena —espeté—. No hago más que pensar en ti. No pensaré en nada más mientras esté contigo. No me pondré nunca a hincar los codos en serio si me quedo aquí. Lo sabes.
Me dejé caer a su lado y miré el suelo. Parecía haber olvidado todas mis razonables explicaciones.
Lena se acercó más a mí, y el leve titubeo de su voz, que antes me había dolido, desapareció al hablarme de nuevo. —No debería haber empezado esto, ¿verdad? —musitó—. No debería haber ido a verte aquella primera vez. Pero lo deseaba de veras. Supongo que siempre he tenido debilidad por ti. No sé cómo se me metió en la cabeza, a menos que fuera Ántonia con tanto insistir que no debía hacer ninguna de mis tonterías contigo. Aunque te dejé tranquilo mucho tiempo, ¿no?
¡Era una dulce criatura con las personas a las que amaba aquella Lena Lingard!
Por fin se despidió de mí con un beso dulce, lento, de renuncia.
—¿Lamentas que fuera a verte la primera vez? —susurró—. Me parecía tan natural. Solía pensar que me gustaría ser tu primer amor. ¡Eras un muchachito tan gracioso!
Lena siempre lo besaba a uno como si le diera el adiós definitivo, triste y prudente.
Nos despedimos muchas veces antes de que me fuera de Lincoln, pero nunca intentó ponerme trabas ni retenerme.
—Te irás, pero aún no te has ido, ¿verdad? —solía decirme.
Aquel capítulo de mi vida en Lincoln terminó bruscamente. Volví a casa a pasar unas semanas con los abuelos y luego me fui a visitar a mis parientes de Virginia, hasta que me reuní con Cleric en Boston. Tenía entonces diecinueve años.