III

En Lincoln, la mejor parte de la temporada teatral llegaba tarde, cuando las compañías buenas daban una única representación tras largas temporadas en cartel en Nueva York y Chicago. Aquella primavera, Lena vino conmigo a ver a Joseph Jefferson en Rip Van Winkle y una obra sobre la guerra titulada Xanandú. Lena era inflexible y se pagaba siempre la entrada; decía que era una mujer de negocios y que no permitiría que un estudiante se gastara el dinero con ella. A mí me gustaba ir al teatro con Lena; todo le parecía maravilloso y verídico. Era como ir a una reunión evangelista con alguien que siempre acababa convirtiéndose. Entregaba sus emociones a los actores con una especie de resignación fatalista. El vestuario y los accesorios que aparecían en escena significaban mucho más para ella que para mí. Siguió extasiada la representación de Robin Hood y pendiente de los labios de la contralto que cantaba «¡Oh, prométemelo!».

Hacia finales de abril, la cartelera del teatro, que yo repasaba con avidez en aquella época, amaneció un día cubierta de relucientes carteles blancos en los que había dos nombres impresos en grandes letras góticas de color azul: el nombre de una actriz a la que había oído nombrar a menudo y La dama de las camelias.

El sábado por la noche pasé por el Raleigh Block para recoger a Lena y nos fuimos los dos andando hasta el teatro. Hacía un tiempo cálido y húmedo que nos puso a ambos de un humor festivo. Llegamos temprano, porque a Lena le gustaba ver llegar a la gente. En el programa había una nota explicando que la «música de acompañamiento» era de la ópera La Traviata, cuyo argumento era el mismo que el de la obra. Ninguno de los dos había leído la pieza teatral y no sabíamos de qué trataba, aunque a mí me parecía recordar que, según se decía, era una obra para el lucimiento de las grandes actrices. De Alejandro Dumas sólo conocía El conde de Montecristo, que había visto el invierno anterior representada por James O’Neill. Por lo visto, la obra que íbamos a ver era de su hijo, así que esperaba encontrar un parecido. Ni dos liebres que hubieran entrado allí corriendo desde la pradera habrían sido más ignorantes de lo que les aguardaba que Lena y yo.

Empezamos a emocionarnos cuando se alzó el telón y el taciturno Varville, sentado frente a la chimenea, interrogó a Nanine. Decididamente, aquel diálogo tenía un tono nuevo. Jamás había oído en el teatro frases que estuvieran vivas, que sugirieran cosas y dieran otras por supuestas, como las que intercambiaron Varville y Marguerite en el breve encuentro antes de que entraran los amigos de ella. Era la introducción a la escena más brillante, mundana y encantadoramente alegre que había tenido ocasión de presenciar. Nunca antes había visto que se abrieran botellas de champán en un escenario; en realidad, no lo había visto en ninguna parte. El recuerdo de aquella cena aún hoy me da hambre; verlo entonces, cuando sólo tenía una comida de pensión en el estómago, fue un tormento exquisito. Me parece recordar que había sillas y mesas doradas (dispuestas apresuradamente por lacayos con guantes y medias blancos), manteles de deslumbrante blancura, cristalería resplandeciente, vajilla de plata, un gran recipiente lleno de fruta, y rosas de un rojo intenso. Invadieron la sala mujeres hermosas y hombres jóvenes y apuestos, charlando y riendo. Los hombres vestían más o menos según la moda de la época en que se escribió la obra; las mujeres no. Yo no vi contradicción alguna. Su charla parecía abrirte al mundo en que vivían; cada frase lo hacía a uno más sabio y más viejo, cada cumplido ensanchaba incluso el horizonte. ¡Uno podía experimentar el exceso y la saciedad sin el inconveniente de verse obligado a aprender qué debe hacerse con las manos en un salón! Cuando los personajes hablaban todos a la vez y me perdía alguna de las frases que se lanzaban unos a otros, me disgustaba. Aguzaba ojos y orejas para captar cualquier exclamación.

La actriz que interpretaba a Marguerite estaba, ya entonces, pasada de moda, aunque era una gran dama del teatro. Había pertenecido a la famosa compañía de Daly en Nueva York y después había sido una «estrella» bajo su dirección. Se dice de ella que era una mujer a la que no se podía enseñar, pese a que tenía una fuerza natural en bruto, que agradaba a personas de emociones accesibles y gustos poco exigentes. Era ya una mujer madura, con un rostro envejecido y un físico curiosamente duro y envarado. Se movía con dificultad; creo que era coja, me parecer recordar que tenía una enfermedad de la columna. Su Armand era desproporcionadamente joven y delgado, un hombre apuesto y perplejo en extremo. Mas ¿qué importaba? Yo creí devotamente en el poder de aquella mujer para hechizarlo con su encanto deslumbrante. La creí joven, ardiente, alocada, desilusionada, condenada, enfebrecida, ávida de placer. Deseé atravesar las candilejas y ayudar al Armand de estilizada cintura y camisa con chorreras a convencerla de que en el mundo aún existían la lealtad y la devoción. La súbita enfermedad de Marguerite cuando más alegre era su vida, su palidez, el pañuelo que apretaba contra los labios, la tos que disimulaba con risas mientras Gaston tocaba el piano suavemente; todo ello hizo que se me encogiera el corazón. Pero no tanto como su cinismo en el largo diálogo con su amante que vino después. ¡Qué lejos estaba yo de poner en duda su descreimiento! Mientras el joven de encantadora sinceridad le suplicaba —acompañado por la orquesta en el viejo dueto de La Traviata, «misterioso, misterios’ altero!»—, ella mantenía su amargo escepticismo, y el telón caía cuando bailaba con los demás, después de haber despedido a Armand y su flor.

En los entreactos no teníamos tiempo para olvidar. La orquesta no dejaba de tocar fragmentos de la música de La Traviata, tan alegre y tan triste, tan débil y distante, tan vacía y, sin embargo, tan conmovedora. Tras el segundo acto, dejé a Lena en llorosa contemplación del techo y salí al vestíbulo a fumar. Mientras me paseaba por allí, iba felicitándome a mí mismo por no haber invitado a ninguna chica de Lincoln, de esas que hubieran hablado sobre los bailes de tercer curso durante los descansos, o sobre la posibilidad de que los cadetes acamparan en Plattsmouth. Al menos Lena era una mujer, y yo era un hombre.

Durante la escena entre Marguerite y el viejo Duval, Lena no paró de llorar, y yo la contemplaba, incapaz de impedir que se cerrara aquel capítulo de amor idílico, temiendo el regreso del joven cuya inefable felicidad iba a ser únicamente la medida de su caída.

Supongo que ninguna otra mujer habría estado más lejos de parecerse en persona, voz y temperamento a la seductora heroína de Dumas que la veterana actriz que me la dio a conocer por primera vez. Su concepción del personaje era tan pesada e inflexible como su dicción; arrastraba la idea y las consonantes. Se mostraba siempre exageradamente trágica, devorada por los remordimientos. No conocía la ligereza del tono ni del comportamiento. Su voz era pesada y grave: «¡Ar-r-r-mand!», empezaba, como si lo llamara ante un tribunal de justicia. Pero las frases de la obra bastaban. Sólo tenía que pronunciarlas para que crearan el personaje, pese a ella.

El mundo implacable al que regresa Marguerite del brazo de Varville no había sido jamás tan resplandeciente ni tan insensato como la noche en que se reúne en el salón de Olympe para el cuarto acto. Recuerdo que había arañas colgando del techo, muchos criados con librea, mesas de juego donde los hombres jugaban con montones de oro y una escalera por la que los invitados hacían su entrada. Después de que todos los demás se hubieran apiñado en torno a las mesas de juegos, y de que Prudence hubiera avisado al joven Duval, apareció Marguerite bajando la escalera con Varville; ¡qué capa, qué abanico, qué joyas… y el rostro! Con sólo mirarla se sabía lo que pasaba por su interior. Cuando Armand, con las terribles palabras: «¡Fijaos, todos vosotros; a esta mujer no le debo nada!», arrojó el oro y los billetes a una Marguerite medio desmayada, Lena se acurrucó a mi lado y se cubrió el rostro con las manos.

El telón se levantó para dar paso a la escena del dormitorio. Para entonces no quedaba en mí nervio alguno que no se hubiera crispado. Hasta Nanine podría haberme hecho llorar. Amaba a Nanine; y Gaston, ¡cómo se encariñaba uno con aquel buen tipo! Los regalos de Año Nuevo no eran demasiado; en aquel momento, nada podía ser demasiado. Lloré a lágrima viva. El pañuelo que llevaba en el bolsillo superior por elegancia, y desde luego no para usarlo, estaba empapado cuando la mujer moribunda cayó por última vez en los brazos de su amado.

Cuando llegamos a la puerta del teatro, las calles estaban relucientes de lluvia. Yo había tenido la prudencia de llevar conmigo el útil regalo de graduación de la señora Harling, y acompañé a Lena a casa bajo su protección. Después de dejarla, volví caminando despacio a las afueras de la ciudad, donde vivía. Las lilas habían florecido en los jardines y su olor, tras la lluvia, el de hojas y flores por igual, me subió hasta la cara con una especie de amarga dulzura. Caminaba pesadamente, pisando charcos, pasando bajo árboles que goteaban, lamentándome por la muerte de Marguerite Gauthier como si hubiera muerto el día anterior, suspirando con el espíritu de 1840, que tanto había suspirado y que había llegado hasta mí aquella noche, después de largos años y varios idiomas, gracias a la persona de una actriz vieja y enferma. Es una idea que ninguna circunstancia puede frustrar. Donde quiera y cuando quiera que se represente la obra, será abril.