Una noche de marzo, durante mi segundo año en la universidad, estaba solo en mi habitación después de cenar. Durante todo el día, el calor había producido el deshielo, los jardines se habían enfangado y pequeños riachuelos de agua oscura borboteaban alegremente por las calles, manando de los viejos montículos de nieve. Tenía la ventana abierta y el viento que soplaba con olor a tierra me había vuelto indolente. En el horizonte de la pradera, por donde se había puesto el sol, el cielo tenía un tono azul turquesa, como un lago, y palpitaban en él los dorados reflejos de la luz. Más arriba, en la claridad absoluta del Oeste, colgaba el lucero vespertino como una lámpara suspendida de cadenas de plata, como la lámpara grabada en las cubiertas de los viejos textos latinos, que aparece siempre en cielos nuevos y despertando nuevos deseos en los hombres. En cualquier caso, me recordó que debía cerrar la ventana y encender la mecha de mi lámpara. Lo hice con pesar, y los objetos borrosos de la habitación emergieron de las sombras para ocupar su sitio a mi alrededor con la eficacia que genera la costumbre.
Abrí el libro y contemplé con desgana la página de Geórgicas donde empezaba la lección del día siguiente. Se iniciaba con la melancólica reflexión de que, en la vida de los mortales, los mejores días son los primeros en huir. «Optima dies… prima fugit.» Volví al principio del tercer libro, que habíamos leído en clase por la mañana. «Primus ego in patriam mecum… deducam Musas»; «pues seré el primero, si vivo, en llevar a mi patria a la Musa». Cleric nos había explicado que aquí «patria» no se refería a una nación, ni siquiera a una provincia, sino a la pequeña población rural, situada junto al Mincio, donde el poeta había nacido. No era presunción, sino la esperanza, audaz y fervientemente humilde, de que podría llevar a la Musa (que acababa de llegar a Italia desde las nubosas cimas de Grecia), no a la capital, los palatia Romana, sino a su patria chica, a los campos de su padre, «que descienden hasta el río y las viejas hayas con las copas truncadas».
Cleric opinaba que sin duda Virgilio había recordado aquel pasaje cuando se hallaba en Brindisi, moribundo. Después de enfrentarse con la amarga realidad de que iba a dejar inacabada su Eneida y de decretar que aquel gran fresco atestado de figuras de dioses y hombres debía ser quemado antes que sobrevivirle a él imperfecto, sus pensamientos debieron de retroceder a la perfecta ejecución de las Geórgicas, donde la pluma ahondaba en el tema como el arado en el surco, y debió de decirse a sí mismo, con el agradecimiento de un hombre bueno: «Yo fui el primero en llevar a la Musa a mi patria».
Abandonamos el aula en silencio, conscientes de que acabábamos de recibir la caricia del ala de un sentimiento sublime, aunque quizá sólo yo tenía la suficiente intimidad con Cleric para adivinar cuál era ese sentimiento. Por la noche, sentado ante mi libro, el fervor de su voz vibraba en cada palabra. Me preguntaba si aquella franja rocosa de la costa de Nueva Inglaterra, de la que tanto me había hablado, era la patria de Cleric. No había adelantado gran cosa en la lectura cuando me distrajo un golpe en la puerta. Corrí hacia ella y, cuando la abrí, vi a una mujer en el oscuro pasillo.
—Supongo que no me reconoces, Jim.
La voz parecía familiar, pero no supe de quién era hasta que la mujer dio un paso hacia la luz y vi a… ¡Lena Lingard! Su atuendo era tan discreto y convencional que me habría cruzado con ella por la calle sin verla. Llevaba un traje negro de líneas suaves y un recatado sombrero de encaje negro con nomeolvides de color azul sobre los rubios cabellos.
La conduje hasta la silla de Cleric, el único asiento cómodo que tenía, interrogándola con perplejidad.
A ella no la desconcertó mi azoramiento. Paseó la mirada por la habitación con aquella ingenua curiosidad suya que yo recordaba tan bien.
—Estás muy cómodo aquí, ¿verdad? Yo también vivo en Lincoln ahora, Jim. He abierto un negocio propio. Tengo un taller de modista en el Raleigh Block, en la calle O. Las cosas no pueden haber empezado mejor.
—Pero, Lena, ¿cuándo ha sido eso?
—Oh, llevo aquí todo el invierno. ¿No te lo ha dicho tu abuela en sus cartas? He pensado en venir a verte montones de veces. Pero, como todos sabemos que te has convertido en un joven estudioso, no me atrevía. No estaba segura de que te alegraras de verme. —Se echó a reír con su risa fácil y melodiosa, que uno nunca sabía si era realmente ingenua o llena de malicia—. Pareces el mismo de siempre… salvo en que ahora eres un hombre, claro. ¿Crees que yo he cambiado?
—Quizá estás más guapa… aunque guapa siempre lo has sido. Tal vez sea por la ropa.
—¿Te gusta mi traje nuevo? Hay que vestir muy bien en un negocio como el mío.
Se quitó la chaqueta y se sentó más cómodamente al quedarse en blusa, que era de una seda suave y muy ligera. Se sentía ya como en su casa, se había introducido en mi habitación con la mayor desenvoltura, como hacía siempre. Me contó que su negocio iba viento en popa y que había ahorrado algo de dinero.
—Este verano voy a construir la casa para mi madre de la que llevo tanto tiempo hablando. No podré pagarla toda de una vez, pero quiero que la tenga antes de que sea demasiado vieja para disfrutarla. El próximo verano le llevaré muebles nuevos y alfombras, así pasará el invierno ilusionada.
Contemplé a la Lena que tenía sentada allí, tan segura de sí misma, tan risueña y tan bien arreglada, y pensé en la época en que corría descalza por la pradera, incluso cuando ya había empezado a caer la nieve, y en que la loca Mary la perseguía por entre los maizales. Me parecía maravilloso que hubiera prosperado tanto. Desde luego no tenía que agradecérselo a nadie más que a ella misma.
—Debes de sentirte orgullosa de ti misma, Lena —le dije efusivamente—. Fíjate en mí; jamás he ganado un solo dólar, y no sé si seré capaz de ganarme la vida algún día.
—Tony dice que serás más rico que el señor Harling. Siempre alardea de ti, ¿sabes?
—Dime, ¿cómo está Tony?
—Está bien. Ahora trabaja para la señora Gardener en el hotel. Es el ama de llaves. La salud de la señora Gardener ya no es lo que era y ya no puede ocuparse de todo como antes hacía. Tiene depositada una gran confianza en Tony. Y Tony se ha reconciliado con los Harling. La pequeña Nina la quiere tanto que la señora Harling optó por olvidarlo todo.
—¿Sigue saliendo con Larry Donovan?
—¡Ya lo creo! Supongo que se habrán prometido. Tony habla de él como si fuera el presidente de los ferrocarriles. Todo el mundo se ríe, porque ella no se ha andado nunca con medias tintas. No quiere oír una sola palabra en contra de Larry. Es demasiado ingenua.
Comenté que no me gustaba Larry y que jamás me gustaría.
A Lena se le hicieron hoyuelos en las mejillas al sonreír.
—Algunas podríamos contarle ciertas cosas, pero no serviría de nada. Antes le creería a él que a nosotras. Ése es el punto flaco de Ántonia; cuando se encariña con alguien no le ve ningún defecto.
—Creo que sería mejor que volviera a casa y me ocupara de Ántonia —dije.
—Creo que sí. —Lena me miró con regocijo no disimulado—. Menos mal que ha hecho las paces con los Harling. Larry los teme. Transportan tanto grano que tienen mucha influencia en los ferrocarriles. ¿Qué estás estudiando? —Apoyó los codos en la mesa y atrajo mi libro hacia sí. Capté un leve olor a perfume de violetas—. Esto es latín, ¿no? Parece difícil. Pero vas al teatro algunas veces, porque yo te he visto allí. ¿No te entusiasma una buena obra de teatro, Jim? Yo no puedo quedarme en casa cuando hay alguna función en la ciudad. Creo que estaría dispuesta a trabajar como una esclava con tal de vivir en un lugar donde haya teatros.
—¿Por qué no vamos juntos alguna vez? Me dejarás que vaya a verte, ¿verdad?
—¿Quieres? Yo estaría encantada. A partir de las seis no tengo nunca demasiado trabajo, y a las costureras las dejo salir a las cinco y media. Vivo en una pensión para ahorrar tiempo, pero algunas veces me hago una chuleta yo misma, y haría otra para ti con mucho gusto. Bueno —empezó a enfundarse sus blancos guantes—, me he alegrado mucho de verte, Jim.
—¿Qué prisa tienes? Si casi no me has contado nada.
—Podemos charlar cuando vengas a verme. Seguro que no tienes muchas visitas femeninas. A la vieja de abajo no le ha hecho mucha gracia que subiera. Le he dicho que somos del mismo pueblo y que había prometido a tu abuela venir a visitarte. ¡Qué sorpresa se llevaría la señora Burden si lo supiera! —Lena se rio bajito al tiempo que se levantaba.
Al verme coger el sombrero, meneó la cabeza.
—No, no quiero que me acompañes. He de encontrarme con unas suecas en la farmacia. No te gustarían. Quería ver tu habitación para poder contárselo todo a Tony cuando le escriba, pero tengo que asegurarle que te he dejado aquí con tus libros. ¡Siempre ha tenido tanto miedo de que alguna se fugue contigo! —Lena metió las mangas de seda en la chaqueta que yo sostenía, se la alisó una vez puesta y se la abrochó lentamente. La acompañé hasta la puerta—. Ven a verme alguna vez cuando te sientas solo. Aunque seguramente tendrás muchos amigos. ¿O no? —Me ofreció su suave mejilla—. ¿O no? —me susurró burlonamente en la oreja.
Instantes después la veía bajar por la oscura escalera hasta desaparecer.
Cuando volví a entrar en mi habitación, me pareció mucho más agradable que antes. Lena había dejado un no sé qué de cálido y placentero a la luz de la lámpara. ¡Cómo me había gustado volver a oír su risa! Era tan suave, serena y agradecida; a todo le daba una interpretación favorable. Cuando cerraba los ojos las oía reír a todas: a las chicas danesas de la lavandería y a las tres Marys de Bohemia. Lena había despertado su recuerdo. Se me ocurrió entonces que existía una relación entre muchachas como aquéllas y la poesía de Virgilio. Si no hubiera muchachas como ellas en el mundo, no habría poesía. Lo vi claramente por primera vez. Esta revelación me pareció un tesoro inestimable. Me aferré a ella como si fuera a desvanecerse de un momento a otro.
Cuando por fin volví a sentarme frente a mi libro, aquel viejo sueño en el que Lena venía hacia mí atravesando un campo segado me pareció el recuerdo de una experiencia real. Flotó ante mis ojos sobre la página como una lámina, y al pie se leía la triste frase: «Optima dies… prima fugit».