I

En la universidad tuve la suerte de caer bajo la influencia de un profesor joven y brillante que me sirvió de inspiración. Gaston Cleric había llegado a Lincoln unas cuantas semanas antes que yo para instalarse como jefe del departamento de latín. Sus médicos le habían sugerido que viniera al Oeste porque su salud se había quebrantado tras una larga enfermedad en Italia. Fue mi examinador en los exámenes de ingreso, y lo tuve como tutor durante el curso.

No volví a casa a pasar mis primeras vacaciones estivales, sino que permanecí en Lincoln para preparar un curso entero de griego, única condición que habían impuesto al iniciar las clases de primero. El médico de Cleric le desaconsejó que volviera a Nueva Inglaterra y, salvo unas cuantas semanas que pasó en Colorado, también él estuvo todo el verano en Lincoln. Jugamos a tenis, leímos y dimos largos paseos juntos. Siempre recordaré aquella época de despertar intelectual como una de las más felices de mi vida. Gaston Cleric me introdujo en el mundo de las ideas; cuando uno entra en ese mundo por primera vez, todo lo demás se desvanece durante un tiempo y todo lo que antes ha pasado es como si no hubiera existido. Sin embargo, descubrí algunos curiosos supervivientes; algunas de las figuras de mi antigua vida parecían esperarme en la nueva.

En aquellos tiempos había muchos jóvenes serios entre los estudiantes que procedían de las granjas agrícolas y las pequeñas ciudades esparcidas por aquel estado de población aún escasa. Algunos de ellos llegaban directamente de los maizales con tan sólo el salario de un verano en el bolsillo, permanecían los cuatro años en la universidad, mal vestidos y peor alimentados, y completaban los cursos a fuerza de sacrificios heroicos. Nuestros profesores formaban un grupo heterogéneo; maestros de escuela que habían sido pioneros de vida errante, ministros del Evangelio en apuros y unos cuantos jóvenes entusiastas recién licenciados. La atmósfera era de ahínco, de expectación y de una esperanza llena de vida en la joven universidad que había surgido de la pradera hacía apenas unos años.

Nuestra vida privada era tan libre como la de nuestros profesores. No había residencia de estudiantes; vivíamos donde y como podíamos. Yo me hospedaba en casa de una pareja de ancianos, de los primeros colonos de Lincoln, que tras casar a sus hijos llevaban una vida tranquila en las afueras de la ciudad, cerca del campo. La ubicación de la casa no era buena para los estudiantes, motivo por el que conseguí dos habitaciones al precio de una. Mi dormitorio, que originalmente era el cuarto donde se guardaba la ropa blanca, no tenía calefacción y mi catre apenas cabía en él, pero me permitía llamar estudio a la otra habitación. El tocador y el gran armario de nogal en que guardaba toda mi ropa, e incluso sombreros y zapatos, los había apartado y rechazaba su existencia, como los niños eliminan los objetos incoherentes cuando juegan a las casitas. Trabajaba en una espaciosa mesa de superficie verde, colocada justo enfrente de la ventana que daba al Oeste y desde la que se veía la pradera. En el rincón de mi derecha estaban todos mis libros, en estantes que había fabricado y pintado yo mismo. En la pared desnuda de mi izquierda, un gran mapa de la antigua Roma, obra de un erudito alemán, cubría el papel oscuro y anticuado. Cleric lo había encargado para mí al solicitar un envío de libros del extranjero. Sobre la estantería de libros colgaba una fotografía del teatro de Pompeya, que me había dado él de su colección.

Cuando me sentaba a estudiar, junto al extremo de la mesa veía una silla de mullido tapizado con el alto respaldo contra la pared. Había puesto gran esmero al comprarla. Mi tutor venía a verme algunas veces cuando salía a dar un paseo por la noche, y yo había observado que solía quedarse más rato y mostrarse más locuaz si había una silla cómoda donde sentarse y si tenía a mano una botella de Bénédictine y una buena provisión de cigarrillos de su gusto. Descubrí que era mezquino en aquellos pequeños gastos; rasgo absolutamente incongruente con su carácter general. En algunas de sus visitas se mantenía en un silencio malhumorado y, tras unos cuantos comentarios sarcásticos, volvía a irse para deambular por las calles de Lincoln, que eran tan silenciosas y opresivamente domésticas como las de Black Hawk. Otras veces, en cambio, se quedaba hasta casi la medianoche, charlando sobre poesía latina e inglesa o hablándome de su larga estancia en Italia.

No tengo palabras para describir el encanto peculiar y la viveza de su charla. En medio de una multitud, casi siempre permanecía callado. Ni siquiera en clase se abandonaba a los lugares comunes y a las típicas anécdotas de los profesores. Cuando estaba cansado, sus clases eran embrolladas, oscuras, elípticas; pero cuando le interesaba el tema eran maravillosas. Creo que a Gaston Cleric le faltó muy poco para ser un gran poeta, y algunas veces he pensado que sus arrebatos de charla imaginativa resultaron fatídicos para su talento poético. Derrochaba demasiadas energías en el calor de la comunicación personal. Cuán a menudo le había visto fruncir el entrecejo, fijar la vista sobre algún objeto de la pared o algún dibujo de la alfombra, y arrojar luego a la luz la imagen que tenía en el cerebro. Sabía arrancar a las sombras el drama de la vida antigua y desplegarlo ante tus ojos; figuras blancas sobre fondos azules. Jamás olvidaré la expresión de su cara cierta noche en que me habló de un día solitario entre los templos marinos de Paestum[23]: el suave viento soplando sobre las columnas sin techo, los pájaros volando bajo sobre la hierba de las marismas en flor, las luces cambiantes sobre las montañas plateadas y envueltas en nubes. Deliberadamente había pasado la corta noche estival allí, abrigado con una chaqueta y una manta de viaje, contemplando las constelaciones en su devenir por el cielo hasta que «la novia del viejo Titono»[24] se elevó sobre el mar, y el perfil de las montañas se destacó nítidamente a la luz del amanecer. Allí fue donde enfermó de la fiebre que lo retuvo la víspera de su partida a Grecia y que le hizo permanecer tanto tiempo en Nápoles, gravemente enfermo. En realidad, aún estaba pagando las consecuencias.

Recuerdo vívidamente otra noche en la que acabamos hablando de la veneración de Dante por Virgilio. Cleric recitó un canto tras otro de la Divina comedia, repitiendo el diálogo entre Dante y su «dulce maestro» mientras su cigarrillo se extinguía, olvidado entre sus largos dedos. Me parece oírle recitando los versos del poeta Estacio, por cuya boca hablaba Dante: «Fui famoso en la tierra con el nombre que más honra y perdura. Las semillas de mi ardor fueron las chispas de esa llama divina, que en más de mil ha prendido; hablo de la Eneida, mi madre y mi nodriza en la poesía».

Aunque yo admiraba la erudición en Cleric, no me engañaba sobre mí mismo; sabía que jamás sería un erudito. Jamás pude perderme durante mucho tiempo entre cosas impersonales. La excitación intelectual tendía a enviarme bruscamente de vuelta a mi tierra desnuda y a las figuras dispersas que la ocupaban. Al mismo tiempo que anhelaba las nuevas formas que Cleric me presentaba, mi mente se distanciaba, y yo me encontraba de pronto pensando en los lugares y la gente de mi pasado infinitesimal. Los veía entonces reforzados y simplificados, como la imagen del arado a contraluz. Eran todo cuanto podía ofrecer como réplica a la nueva atracción. Me molestaba que Jake y Otto y el ruso Peter ocuparan un espacio en mi memoria que yo quería llenar con otras cosas. Pero siempre que se estimulaba mi mente consciente, todos mis antiguos amigos se despertaban en ella y, de un modo extraño, compartían todas mis nuevas experiencias. Estaban tan vivos en mi interior que no me detenía a pensar si existían en algún otro lugar, ni cómo.