XV

A finales del mes de agosto, los Cutter se fueron a pasar unos días a Omaha, dejando a Ántonia al cuidado de la casa. Desde el escándalo de la chica sueca, Wick Cutter no conseguía mover a su esposa de Black Hawk si no la acompañaba él.

El día siguiente a su partida, Ántonia vino a vernos. La abuela advirtió que parecía preocupada y distraída.

—Algo te ronda por la cabeza, Ántonia —dijo con inquietud.

—Sí, señora Burden. Anoche apenas pude dormir. —Vaciló, y luego nos dijo que el señor Cutter se había portado de un modo muy extraño antes de irse. Había colocado toda la plata en una cesta, y ésta la había metido debajo de la cama de Ántonia, junto con una caja llena de documentos que, según le dijo, eran valiosos. Le hizo prometer que no dormiría fuera ningún día, ni volvería tarde por la noche mientras él estuviera ausente. Le prohibió terminantemente que pidiera a alguna de sus amigas que pasara la noche con ella. Estaría totalmente a salvo en la casa, le dijo, porque acababa de instalar una nueva cerradura Yale en la puerta principal.

Cutter había mostrado tal insistencia en estos detalles que Ántonia había acabado por ponerse nerviosa al pensar que estaba sola en la casa. No le había gustado que él entrara en la cocina una y otra vez para darle instrucciones, ni su manera de mirarla.

—Tengo la impresión de que está preparando otra de sus jugarretas y que intenta asustarme de algún modo.

La abuela receló enseguida.

—No creo que hagas bien en quedarte allí tal como estás. Supongo que tampoco sería correcto que dejaras la casa sola, después de haberte comprometido. Tal vez Jim querría irse allí a dormir y tú podrías venir aquí por la noche. Me sentiría más tranquila sabiendo que estás bajo mi techo. Supongo que Jim puede cuidar de la plata y de sus viejos recibos de usurero tan bien como tú.

Ántonia se volvió hacia mí con expresión anhelante.

—Oh, ¿lo harías, Jim? Te pondré sábanas limpias. Es una habitación muy fresca y la cama está junto a la ventana. Anoche no la abrí por miedo.

A mí me gustaba mi habitación y no me gustaba la casa de los Cutter bajo ninguna circunstancia, pero Tony parecía tan atribulada que consentí en probar. Descubrí que dormía allí tan bien como en cualquier otro lugar, y cuando volví a casa por la mañana me esperaba un suculento desayuno preparado por Tony. Después de las oraciones de la mañana, se sentó a la mesa con nosotros y revivimos los viejos tiempos en la pradera.

La tercera noche que pasé en la casa de los Cutter me desperté inopinadamente con la sensación de que había oído una puerta al abrirse y cerrarse. Sin embargo, reinaba el silencio, y debí dormirme de nuevo inmediatamente.

De pronto noté que alguien se sentaba al borde de la cama. Yo sólo me desperté a medias, pero decidí que, quienquiera que fuese, podía llevarse la plata de Cutter. Tal vez, si yo seguía quieto, la encontraría y se iría con ella sin molestarme. Una mano se cerró suavemente sobre mi hombro, y al mismo tiempo noté algo peludo y con olor a colonia que me rozaba la cara. Aunque la habitación se hubiera inundado de repente de luz eléctrica, no habría visto con mayor claridad el detestable semblante barbudo que sin duda se inclinaba hacia mí. Aferré las patillas y tiré, dando voces. La mano que me agarraba por el hombro se lanzó rápidamente a mi garganta. El hombre se volvió loco; doblado sobre mí, me estrangulaba con una mano y me golpeaba el rostro con la otra, siseando, riendo entre dientes y profiriendo toda clase de insultos.

—Así que esto es lo que hace cuando yo no estoy, ¿eh? ¿Dónde está, mocoso repugnante, donde está? ¿Estás debajo de la cama, desvergonzada? ¡Ya me conozco yo tus triquiñuelas! ¡Espera a que te coja! Voy a encargarme de esta rata que tienes aquí. ¡La tengo bien atrapada!

Mientras Cutter me tuviera sujeto por el cuello, no tendría oportunidad de hacer nada. Le cogí el pulgar y se lo doblé hacia atrás hasta que dejó escapar un aullido. De un salto me levanté de la cama y lo derribé con toda facilidad. Luego me abalancé hacia la ventana abierta, di contra el mosquitero, lo arranqué de cuajo y caí al jardín tras él.

De repente me encontré corriendo por las calles del extremo norte de Black Hawk en camisa de dormir, como ocurre a veces en las pesadillas. Cuando llegué a casa, entré por la ventana de la cocina. Me sangraban la nariz y el labio, pero estaba demasiado mal para hacer nada. Encontré un chal y un abrigo en el perchero, me tumbé en el sofá del salón y, a pesar de las heridas, me dormí.

La abuela me encontró allí por la mañana. Su grito de angustia me despertó. La verdad es que estaba hecho un asco. Cuando subía a mi habitación con su ayuda me vi de reojo en el espejo. Tenía el labio partido y abultado como un hocico de animal. Mi nariz parecía una gran ciruela azul y tenía un ojo tan amoratado e hinchado que no podía abrirlo. La abuela quería llamar al médico enseguida, pero yo le supliqué, como nunca antes había suplicado, que no llamara a nadie. Podía soportarlo todo, le dije, siempre que no me viera ni supiera nadie lo que me había ocurrido. Le rogué que no dejara entrar ni siquiera al abuelo en mi habitación. Ella pareció comprenderme, aunque estaba demasiado débil y abatido para entrar en detalles. Cuando me quitó la camisa de dormir, encontró tales moratones en el pecho y los hombros que se echó a llorar. Se pasó toda la mañana bañándome y poniéndome cataplasmas, y frotándome con árnica. Oí a Ántonia sollozar al otro lado de la puerta, pero le pedí a la abuela que la hiciera marcharse. En aquel momento no quería volver a verla nunca más. La odiaba casi tanto como a Cutter. Por su culpa tenía que pasar yo aquella vergüenza. La abuela no dejaba de proclamar lo agradecidos que debíamos sentirnos por haber sido yo y no Ántonia quien estuviera allí. Pero yo volví el rostro desfigurado hacia la pared y no sentí la menor gratitud. Mi único afán era que la abuela mantuviera a todo el mundo alejado de mí. Si llegaba a saberse, sería el cuento de nunca acabar. Imaginaba perfectamente lo que harían los viejos de la tienda con una historia como aquélla.

Mientras la abuela intentaba curarme, el abuelo se fue a la estación y averiguó que Wick Cutter había llegado a la ciudad en el expreso nocturno procedente del Este, y que había vuelto a marcharse en el tren de Denver que partía a las seis de la mañana. El jefe de estación le dijo que tenía la cara llena de parches[22] y que llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Parecía tan maltrecho que el jefe de estación le preguntó qué le había pasado desde las diez de la noche, a lo que Cutter respondió lanzándole imprecaciones y amenazando con hacer que lo despidieran por falta de cortesía.

Por la tarde, mientras yo dormía, Ántonia se hizo acompañar por la abuela hasta la casa de los Cutter para ir en busca de su baúl y sus cosas. Encontraron la casa cerrada y tuvieron que forzar la ventana para entrar en el dormitorio de Ántonia. Lo encontraron en un terrible desorden. Habían sacado la ropa del armario para tirarla al suelo, pisotearla y romperla. Mi ropa estaba en un estado tal que nunca volví a verla; la abuela la quemó en la cocina económica de los Cutter.

Mientras Ántonia preparaba su baúl y ordenaba la habitación para dejarla, sonó violentamente la campanilla de la puerta principal. Era la señora Cutter —que no podía entrar, puesto que no tenía llave de la cerradura nueva— y le temblaba la cabeza de la rabia. «Le advertí que tendría que dominarse, si no quería que le diera un ataque», me contó después la abuela.

La abuela no permitió que viera a Ántonia, sino que la obligó a sentarse en el salón mientras le relataba lo ocurrido la noche anterior. Ántonia estaba asustada, dijo a la señora Cutter, y pasaría un tiempo en nuestra casa; sería inútil interrogar a la muchacha, puesto que ella no sabía nada de lo que había sucedido.

La señora Cutter pasó entonces a contar su historia. El día anterior por la mañana, su marido y ella habían emprendido juntos el regreso a casa desde Omaha. Tuvieron que bajar en el empalme de Waymore y pasar allí varias horas esperando el tren de Black Hawk. Durante la espera, Cutter la dejó en la estación para ir al banco de Waymore a resolver cierto asunto. A su regreso, le dijo que tendría que quedarse a pasar la noche en Waymore, pero que ella podía seguir sola hasta casa. Le compró el billete y la dejó en el tren. La señora Cutter le vio deslizar un billete de veinte dólares en su bolso junto con el billete de tren. Aquel dinero, dijo, debería haber despertado sus sospechas de inmediato… pero no fue así.

En los empalmes de las ciudades pequeñas no se llama nunca a los pasajeros al tren; todo el mundo sabe cuándo llegan. El señor Cutter enseñó el billete de su mujer al revisor y la instaló en su asiento antes de que el tren se pusiera en marcha. Era casi de noche cuando la señora Cutter descubrió que se encontraba en el expreso de Kansas City, que su billete tenía ese destino y que Cutter debía de haberlo planeado todo. El revisor le informó de que el tren de Black Hawk tenía prevista su llegada a Waymore veinte minutos después de que se fuera el tren de Kansas City. Ella comprendió enseguida que su marido había ideado aquella estratagema para regresar a Black Hawk sin ella. No le quedó más remedio que seguir hasta Kansas City y coger el primer tren que la llevara de vuelta.

Cutter podría haber regresado a casa un día antes que su mujer valiéndose de otros ardides mucho más sencillos; podría haberla dejado en el hotel de Omaha con la excusa de que tenía que ir a Chicago unos cuantos días. Pero al parecer una parte de la diversión consistía en herir sus sentimientos en el mayor grado posible.

—El señor Cutter pagará por esto, señora Burden. ¡Ya lo creo! —afirmó la señora Cutter, asintiendo con su cabeza equina y poniendo los ojos en blanco.

La abuela dijo que no le cabía la menor duda.

Desde luego a Cutter le gustaba pasar por un demonio ante los ojos de su mujer. En cierto sentido, dependía de la excitación que causaba en la naturaleza histérica de la señora Cutter. Tal vez la sensación de ser un vividor le venía más de la ira y el asombro de su mujer que de supuestas experiencias propias. Quizá su afán libidinoso menguara, pero la certeza que de ese afán tenía su esposa no desaparecería nunca. Contaba con tener una escena después de cada aventura; eran como el fuerte licor con que se termina una larga comida. ¡La única emoción de la que realmente no podía abstenerse eran sus peleas con la señora Cutter!