XIV

El día después de la graduación trasladé mis libros y mi escritorio arriba, a una habitación vacía donde no me molestaría nadie, y me dispuse a estudiar de lo lindo. Despaché un curso entero de trigonometría aquel verano y empecé a leer a Virgilio por mi cuenta. Una mañana tras otra me paseaba por mi cuarto pequeño y soleado, contemplando las lejanas y escarpadas riberas del río y los ondulantes y rubios pastos, leyendo la Eneida en voz alta y aprendiéndome largos pasajes de memoria. Algunas noches, la señora Harling me llamaba cuando pasaba por delante de su puerta y me pedía que entrara a oírla tocar. Echaba de menos a Charley, decía, y le gustaba tener a un varón en la casa. Siempre que a mis abuelos les entraban las dudas y se preguntaban si no sería demasiado joven para irme solo a estudiar a la universidad, la señora Harling defendía mi causa con energía. Yo sabía que el abuelo sentía tal respeto hacia sus opiniones que no le llevaría la contraria.

Sólo tuve un día de fiesta aquel verano. Fue en julio. Me encontré con Ántonia en la ciudad el sábado por la tarde y me enteré de que Tiny, Lena y ella irían al río al día siguiente con Anna Hansen; los saúcos estaban en flor y Anna quería hacer vino con sus bayas.

—Anna nos llevará en el carro de reparto de los Marshall y llevaremos buena comida. Sólo nosotras; nadie más. ¿No podrás venir tú por casualidad, Jim? Sería como en los viejos tiempos.

Reflexioné unos instantes.

—Quizá pueda, si no os molesto.

El domingo por la mañana me levanté temprano y abandoné Black Hawk cuando el rocío cubría aún la larga hierba de los prados. Era la mejor época para las flores del estío. Las rosadas melisas de Virginia se erguían en el borde arenoso de los caminos y las rubeckias y las malvarrosas crecían por todas partes. Al otro lado de la alambrada, en la hierba alta, vi un montón de algodoncillos de llameante color naranja, que eran raros en aquella parte del estado. Dejé el camino y rodeé unos pastos, cuya hierba se segaba siempre en verano, y donde brotaban gaillardias año tras año, formando un manto que tenía el intenso color rojo aterciopelado de las alfombras de Bujara. Sólo se veían alondras en el paisaje desierto y solitario aquel domingo por la mañana, y la tierra parecía alzarse hacia mí y llegarme muy cerca.

El río llevaba mucha agua para ser pleno verano; las fuertes lluvias del Oeste habían mantenido su caudal. Crucé el puente y caminé río arriba por la orilla boscosa hasta llegar a una bonita caseta que conocía, situada entre arbustos de cornejos cubiertos por vides silvestres. Empecé a desvestirme para ir a nadar. Las chicas aún tardarían un rato. Por primera vez se me ocurrió que sentiría nostalgia del río cuando me fuera. Los bancos de arena, con sus limpias playas blancas y sus bosquecillos de sauces y álamos jóvenes, constituían una especie de tierra de nadie, un pequeño mundo recién creado que pertenecía a los chicos de Black Hawk. Charley Harling y yo habíamos ido de caza por aquellos bosques y habíamos pescado desde los troncos caídos hasta llegar a conocer cada centímetro de las orillas del río y sentir amistad por cada banco de arena y cada vado.

Después de nadar, mientras jugueteaba con indolencia en el agua, oí ruido de cascos y de ruedas en el puente. Nadé río abajo y grité cuando apareció ante mi vista un carro abierto en el arco central del puente. El caballo se detuvo y las dos chicas que iban en el fondo del carro se levantaron, apoyándose en los hombros de las dos chicas de delante, para poder verme mejor. Formaban un grupito encantador allí arriba, apiñadas en el carro y mirándome como ciervas curiosas surgidas de la espesura para beber. Encontré un sitio cerca del puente donde hacía pie y me levanté, agitando la mano para saludarlas.

—¡Qué guapas estáis! —grité.

—¡Y tú también! —me gritaron todas al unísono, y estallaron en carcajadas. Anna Hansen sacudió las riendas y el carro reanudó la marcha, mientras yo regresaba a mi brazo del río nadando en zigzag y trepaba a la orilla por un olmo inclinado sobre el agua. Me sequé al sol y me vestí lentamente, reacio a dejar aquel verde retiro hasta el que los intensos rayos del sol se filtraban a través de las hojas de parra y donde el pájaro carpintero martilleaba el olmo encorvado que se alargaba sobre el río. De regreso al puente, iba recogiendo pequeños trozos de tierra caliza escamosa de los charcos secos y los desmenuzaba entre los dedos.

Cuando di con el caballo de los Marshall atado a la sombra, las chicas ya habían cogido sus cestas y habían bajado por el camino del este que serpenteaba entre la arena y la maleza. Las oí llamarse unas a otras. Los saúcos no crecían en los barrancos, a la sombra de las escarpadas riberas del río, sino en el fondo cálido y arenoso, junto al agua, donde las raíces tenían siempre humedad y el sol calentaba los tallos. Aquel verano, las flores eran especialmente abundantes y hermosas.

Eché a andar por una cañada cubierta de una espesa maleza hasta que llegué a una cuesta que descendía en abrupta pendiente hasta el río. Alguna riada primaveral había arrancado un buen trozo de la orilla, y la cicatriz se ocultaba bajo los saúcos que crecían hasta el agua en floridos bancales. No los toqué. Me sentía invadido por el contento y la pereza y el cálido silencio que me rodeaba. No había más sonido que el zumbido agudo y cantarín de las abejas y el risueño gorjeo del agua. Atisbé por el borde del terraplén para ver el arroyo que producía ese ruido; el agua límpida y clara discurría por su cauce de arena y grava, separado de la fangosa corriente principal por un largo bancal de arena. Allá abajo, muy cerca del agua, vi a Ántonia, sentada sola bajo los saúcos semejantes a pagodas. Alzó la mirada cuando me oyó y esbozó una sonrisa, pero vi que había llorado. Bajé deslizándome hasta la blanda arena donde estaba sentada y le pregunté qué le pasaba.

—Me hace sentir nostalgia, Jimmy, esta flor, este aroma —dijo en voz baja—. Teníamos muchas flores de éstas en casa, en mi país. Siempre crecían en nuestro jardín y mi padre tenía un banco y una mesa verdes bajo los arbustos. En verano, cuando florecían, se sentaba allí con su amigo, el que tocaba el trombón. Cuando yo era pequeña me acercaba para escuchar su charla; una charla hermosa como la que nunca se oye en este país.

—¿De qué hablaban? —le pregunté. Ella suspiró y meneó la cabeza.

—¡Oh, no lo sé! Sobre música, sobre los bosques, y sobre Dios, y sobre la época en la que eran jóvenes. —Se giró hacia mí de repente y me miró a los ojos—. Jimmy, ¿tú crees que quizá el espíritu de mi padre pueda volver a aquellos lugares?

Le conté que había sentido la presencia de su padre aquel día invernal en que mis abuelos habían ido a ver el cadáver, dejándome solo en casa. Le dije que desde entonces estaba convencido de que había regresado a su país y que, cuando pasaba junto a su tumba, no dejaba nunca de pensar, pese a los años transcurridos, que se encontraba en los campos y los bosques que tanto quería.

Ántonia tenía los ojos más confiados y expresivos del mundo; el amor y la credulidad parecían asomar por ellos con el rostro al descubierto.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes? Eso me hace sentirme más tranquila. —Después de un rato añadió—: ¿Sabes, Jim? Mi padre era diferente de mi madre. No tenía por qué casarse con ella, y todos sus hermanos se pelearon con él cuando lo hizo. Yo oía los cuchicheos de los viejos. Decían que mi padre podría haberle dado dinero a mi madre, en lugar de casarse con ella. Pero era más viejo y era demasiado bueno para tratarla de aquella forma. Él vivía en casa de su madre y ella era una chica pobre que trabajaba con ellos de criada. Después de la boda, mi abuela no permitió que mi madre volviera a poner los pies en su casa. La única vez que yo estuve en casa de mi abuela fue en su funeral. ¿No te parece extraño?

Mientras Ántonia hablaba, me tumbé en la arena caliente y contemplé el cielo azul por entre los ramilletes de flores de los saúcos. Se podía oír el zumbido cantarín de las abejas, pero sobrevolaban las flores bajo el sol y no descendían nunca a la sombra de las hojas. Ántonia me pareció entonces exactamente igual que la niña que venía a nuestra casa con el señor Shimerda.

—Algún día, Tony, iré a tu país y a la ciudad en la que vivías. ¿Recuerdas algo de ella?

—Jim —respondió con expresión seria—, aunque me dejaran allí en medio de la noche, sabría moverme por toda la ciudad, y seguir el río hasta la ciudad siguiente, donde vivía mi abuela. Mis pies recuerdan todos los senderos que atravesaban el bosque, y dónde asomaban las grandes raíces que te hacían tropezar. Jamás olvidaré mi país.

Crujieron las ramas que había sobre nuestras cabezas y Lena Lingard nos miró desde el borde del terraplén.

—¡Eh, holgazanes! —exclamó—. ¡Con todos estos saúcos y vosotros ahí tumbados! ¿No oíais que os llamábamos?

Con el rostro casi igual de encendido que en mi sueño, Lena se inclinó sobre el borde del terraplén y empezó a demoler nuestra pagoda de flores. Jamás la había visto mostrar tanta energía; jadeaba por el esfuerzo y el sudor se le hizo gotas sobre el labio superior, breve y carnoso. Me puse en pie de un salto y subí corriendo por el terraplén.

Era ya mediodía, y hacía tanto calor que los cornejos y los robles enanos empezaban a volver el envés de sus hojas plateadas, y todo el follaje tenía una apariencia fofa y mustia. Llevé la cesta del almuerzo a lo alto de una de las pendientes de piedra caliza, donde incluso en los días más apacibles soplaba un viento suave. Los pequeños robles retorcidos y de copas achaparradas proyectaban sombras tenues sobre la hierba. A nuestros pies veíamos los meandros del río, y Black Hawk, agrupada entre árboles, y más allá el paisaje ondulante, elevándose suavemente hasta tocar el cielo. Distinguíamos las granjas y los molinos que nos eran tan familiares. Cada una de las chicas me señaló la dirección en la que estaba la granja de sus padres y me contó cuántos acres de trigo y cuántos de maíz habían sembrado aquel año.

—Mis padres —dijo Tiny Soderball— han sembrado veinte acres de centeno. Cuando está molido sirve para hacer un pan exquisito. Parece que mi madre no siente tanta nostalgia de nuestra tierra desde que mi padre ha hecho harina de centeno para ella.

—Debe de haber sido una dura prueba para nuestras madres —dijo Lena— venir aquí y encontrarlo todo tan diferente. Mi madre siempre había vivido en una ciudad. Dice que empezó tarde a trabajar en el campo y que nunca ha aprendido del todo.

—Sí, irse a un país nuevo siempre es difícil para los más mayores —dijo Anna, pensativamente—. Mi abuela empieza a estar delicada y la cabeza le falla. Se ha olvidado de este país y cree que está en Noruega. No hace más que pedirle a mi madre que la lleve a la orilla del mar y al mercado de pescado. Echa de menos comer pescado. Siempre que voy a casa le llevo latas de salmón y de caballa.

—¡Qué calor! —Lena bostezó. Estaba tumbada bajo un roble enano, descansando tras el ardor con que había recogido bayas de saúco, y se había quitado los zapatos de tacón alto que había cometido la estupidez de ponerse—. Ven, Jim. No te has quitado la arena del pelo. —Empezó a pasarme los dedos lentamente por la cabeza.

Ántonia la apartó.

—Así no se la vas a quitar —dijo con aspereza. Me dio un buen meneo en la cabeza y me despachó con un cachete en la oreja—. Lena, no deberías ponerte esos zapatos nunca más. Son demasiado pequeños para ti. Será mejor que me los des para Yulka.

—De acuerdo —dijo Lena de buen talante, escondiendo las blancas medias bajo la falda—. A Yulka se lo compras todo tú, ¿verdad? Ojalá mi padre no tuviera tan mala suerte con la maquinaria de la granja; así yo podría comprar más cosas a mis hermanas. Este otoño voy a comprarle un abrigo nuevo a Mary, ¡si es que acabamos de pagar de una vez el arado nuevo!

Tiny le preguntó por qué no esperaba a que pasaran las Navidades, ya que entonces los abrigos serían más baratos.

—¿Qué puedo hacer, pobre de mí —añadió—, con seis hermanos menores? ¡Y todos creen que soy rica porque voy bien vestida cuando vuelvo a casa! —Se encogió de hombros—. Pero ¿sabéis una cosa?: mi debilidad son los juguetes. Prefiero comprarles juguetes que otras cosas que necesitan.

—Te entiendo —dijo Anna—. Cuando llegamos aquí, yo era muy pequeña y no teníamos dinero para comprar juguetes. Nunca pude superar la pérdida de una muñeca que alguien me dio en Noruega antes de marcharnos. Un chico del barco la rompió y aún le odio por lo que hizo.

—¡Seguro que, cuando llegaste aquí, pronto tuviste un montón de muñecos de carne y hueso a los que cuidar, igual que yo! —comentó Lena irónicamente.

—Sí, desde luego los bebés vinieron uno detrás de otro. Pero nunca me importó. Los quería a todos. El último, el que nadie de la familia quería, es ahora el preferido de todos.

Lena suspiró.

—Oh, me gustan los bebés, siempre que no nazcan en invierno, como casi todos mis hermanos. No entiendo cómo lo pudo resistir mi madre. Os diré una cosa, chicas —se incorporó con súbita vitalidad—, voy a sacar a mi madre de aquella vieja covacha en la que ha vivido tantos años. Los hombres no lo conseguirán jamás. Johnnie, mi hermano mayor, dice ahora que quiere casarse y construir una casa para su chica en lugar de hacerle una a su madre. La señora Thomas me ha asegurado que pronto podré mudarme a otra ciudad y establecerme por mi cuenta. Si no abro un negocio, tal vez me case con un jugador rico.

—Pues sería un mal modo de empezar —dijo Anna sarcásticamente—. A mí me gustaría ser maestra, como Selma Kronn. ¡Imaginaos! Será la primera chica escandinava que consiga ese puesto en el instituto. Deberíamos estar orgullosas de ella.

Selma era una chica estudiosa, no demasiado tolerante con muchachas alocadas como Tiny y Lena, pero ellas siempre hablaban de Selma con admiración.

Tiny no paraba de moverse, abanicándose con el sombrero de paja.

—Si fuera lista como ella, no dejaría los libros ni de noche ni de día. Pero ella es lista desde que nació… ¡y fijaos cómo la ha educado su padre! En su país era un hombre de buena posición.

—También el padre de mi madre —musitó Lena—. ¡Para lo que nos sirve a nosotras! El padre de mi padre también era listo, pero era un cabeza loca. Se casó con una lapona. Supongo que ése es mi problema; dicen que la sangre lapona acaba por manifestarse.

—¿Una lapona auténtica, Lena? —exclamé—. ¿De esas que se visten con pieles?

—No sé si se vestía con pieles, pero era una lapona auténtica, y los padres de él se llevaron un disgusto enorme. Trabajaba de funcionario en no sé qué, y lo enviaron al Norte. Allí la conoció, y se casó con ella, claro.

—Pero yo creía que las laponas eran gordas y feas, y que tenían los ojos oblicuos como las chinas —objeté.

—No lo sé, quizá. Pero las chicas laponas deben de tener un atractivo muy especial, porque mi madre dice que los noruegos del Norte andan siempre temerosos de que sus hijos se vayan con ellas.

Por la tarde, cuando el calor era menos sofocante, jugamos animadamente a «Las cuatro esquinas» en la llana cima de la escarpadura, usando los pequeños árboles como esquinas. Lena se quedó tantas veces sin esquina que al final no quiso jugar más. Los demás nos dejamos caer en la hierba, sin aliento.

—Jim —dijo Ántonia en tono soñador—, quiero que les hables a las chicas de los españoles, que fueron los primeros en llegar aquí, igual que hacías con Charley Harling. He intentado contárselo yo, pero me olvido de muchas cosas.

Se sentaron las cuatro bajo un roble enano. Tony apoyada en el tronco y las otras apoyadas en ella o una contra otra, y escucharon lo poco que pude decirles sobre Coronado y su búsqueda de las siete ciudades de oro.[21] En la escuela enseñaban que no había llegado tan al Norte como estaba Nebraska, sino que había abandonado la búsqueda y había dado media vuelta en algún lugar de Kansas. Pero Charley Harling y yo teníamos la íntima convicción de que Coronado había recorrido aquel mismo río que contemplábamos. Un granjero que vivía hacia el Norte había encontrado, mientras araba, una espuela de metal de excelente factura y una espada con una inscripción en español sobre la hoja. Le había prestado estas reliquias al señor Harling, y éste se las había llevado a casa. Charley y yo las limpiamos a fondo y quedaron expuestas en la oficina de Harling durante todo el verano. El padre Kelly, el sacerdote, había encontrado el nombre del artesano español en la espada y una abreviatura que se refería a la ciudad de Córdoba.

—Y eso lo vi con mis propios ojos —añadió Ántonia con acento triunfal—. ¡Así que Jim y Charley tenían razón, y los maestros se equivocaban!

Las chicas se hicieron preguntas unas a otras. ¿Por qué los españoles habían llegado hasta tan lejos? ¿Cómo debía de ser el país por aquel entonces? ¿Por qué Coronado no había vuelto a España, donde estaban sus riquezas, sus castillos y su rey? Yo no tenía las respuestas. Sólo sabía lo que decían los libros de texto, que «había muerto de pena en medio de aquella tierra inexplorada».

—No ha sido el único —dijo Ántonia con tristeza, y las demás musitaron su asentimiento.

Estuvimos sentados contemplando el paisaje y la puesta de sol. La hierba crespa que nos rodeaba parecía arder. La corteza de los robles adquirió el tono rojizo del cobre. En el río, el agua parda rielaba con reflejos dorados. Junto al arroyo, los bancales de arena resplandecían como el cristal y la luz tremolaba en los bosquecillos de sauces como lamidos por pequeñas llamas. La brisa se extinguió. En el barranco, una paloma torcaz lanzaba gemidos lastimeros y, en algún lugar lejano de los matorrales, ululaba una lechuza. Las chicas seguían reclinadas lánguidamente las unas en las otras. Los largos dedos del sol les acariciaba la frente.

De pronto vimos algo curioso: no había nubes, el sol se ponía en un cielo límpido y dorado. Justo cuando el borde inferior del disco rojo descansaba en el horizonte sobre los campos altos, una gran figura negra apareció de improviso, dibujándose en la superficie del sol. Nos pusimos en pie como movidos por un resorte, entornando los ojos para mirarla. Enseguida comprendimos qué era. En una granja de las tierras altas, alguien se había dejado el arado en el campo. El sol se ocultaba detrás de él. Agrandado en la distancia por la luz horizontal, se recortaba a contraluz, dentro del disco solar; los estevones, el dental, la reja… todo negro sobre rojo líquido. Allí, en tamaño heroico, teníamos una ilustración impresa en el sol.

Mientras hablábamos de ella en susurros, nuestra visión desapareció; el disco fue descendiendo hasta que el borde rojo se hundió en la tierra. Los campos que teníamos a nuestros pies quedaron sumidos en la oscuridad, el cielo palidecía, y aquel arado olvidado por alguien encogió hasta adquirir su pequeñez habitual en algún lugar de la pradera.