Después de que Ántonia se fuera a vivir con los Cutter, pareció perder todo interés por las meriendas campestres, las fiestas y las diversiones. Cuando no iba al baile, se quedaba cosiendo hasta la medianoche. Su nueva forma de vestir fue objeto de cáusticos comentarios. Siguiendo las indicaciones de Lena, copió en telas baratas el vestido de noche nuevo de la señora Gardener y el traje de calle de la señora Smith con tanto ingenio que ambas señoras se ofendieron, y la señora Cutter, que les tenía celos, se sintió secretamente complacida.
Tony empezó a llevar guantes, y zapatos de tacón, y sombreros de plumas, y casi todas las tardes iba a la ciudad con Tiny y Lena y con la noruega de los Marshall, Anna. Nosotros, los chicos del instituto, solíamos quedarnos en el patio durante el recreo para verlas pasar cuando bajaban la cuesta, caminando emparejadas por la acera. Cada día estaban más guapas, pero cuando pasaban por delante de nosotros me decía con orgullo que Ántonia seguía siendo «la más bella», como la Blancanieves del cuento.
Como yo estaba ya en el último curso, acababa las clases temprano. Algunas veces alcanzaba a las chicas cuando se dirigían al centro y las convencía para que vinieran conmigo a la heladería, donde parloteaban y reían, y me contaban todas las novedades del campo.
Recuerdo lo furioso que me puse una tarde por culpa de Tiny Soderball. Afirmó que había oído decir que la abuela iba a hacer de mí un predicador baptista.
—Supongo que tendrás que dejar de bailar y llevarás uno de esos cuellos blancos. ¿Verdad que estará muy gracioso, chicas?
Lena se echó a reír.
—Tendrás que darte prisa, Jim. Si vas a ser predicador, quiero que te cases conmigo. Tienes que prometernos que te casarás con todas nosotras y que luego bautizarás a los niños.
La noruega Anna, siempre digna, le lanzó una mirada de recriminación.
—Los baptistas no bautizan a los bebés, ¿verdad, Jim?
Le dije que no tenía la menor idea, ni me importaba, y que desde luego no pensaba ser predicador.
—Qué lástima —dijo Tiny, sonriendo como una boba. Estaba de guasa—. Lo harías muy bien. Eres tan estudioso. Quizá te gustaría ser profesor. A Tony le diste clases, ¿verdad?
Ántonia intervino entonces:
—A mí me haría ilusión que Jim fuera médico. Serías muy bueno con los enfermos, Jim. Tu abuela te ha educado muy bien. Mi padre decía siempre que eras un chico muy listo.
Yo repliqué que sería lo que me diera la gana.
—¿No la sorprendería, señorita Tiny, que resultara ser un demonio?
Se rieron hasta que una mirada de la noruega Anna las hizo callar; el director del instituto acababa de entrar en la tienda a comprar el pan para la cena. Anna sabía que se estaba esparciendo el rumor de que yo era un pillo. La gente decía que tenía que haber algo raro en un chico que no mostraba interés alguno por las chicas de su edad, pero se le veía la mar de contento en compañía de Tony, Lena o las tres Marys.
El entusiasmo por el baile que habían despertado los Vanni no se extinguió fácilmente. Cuando la carpa abandonó la ciudad, el Club de Euchre se convirtió en el Club de los Búhos, que celebraba bailes en el Gremio de Albañiles una vez por semana. Me invitaron a asistir, pero rehusé. Aquel invierno estaba deprimido e inquieto, y cansado de la gente que veía todos los días. Charley Harling se había ido ya a Annapolis, mientras que yo tenía que quedarme en Black Hawk, respondiendo todas las mañanas cuando se decía mi nombre, levantándome del pupitre con el sonido de una campana y saliendo en fila como los niños pequeños. La señora Harling me trataba con cierta frialdad, porque yo seguía defendiendo a Ántonia. ¿Qué podía hacer después de cenar? Cuando salía del edificio de la escuela solía llevar ya aprendidas las lecciones del día siguiente, y no podía quedarme sentado leyendo todas las noches.
Pasaba las veladas deambulando por la ciudad, buscando un poco de diversión. Las calles eran las mismas de siempre, heladas por la nieve o cubiertas de lodo. Conducían a las casas de las buenas gentes que acostaban a sus bebés o, sencillamente, se sentaban junto a la estufa de la salita para digerir la cena. Black Hawk tenía dos cantinas. De una de ellas, incluso la gente de iglesia admitía que era tan respetable como podía serlo una cantina. El apuesto Anton Jelinek, que había arrendado sus tierras para venirse a la ciudad, era el propietario. En su salón había mesas largas donde los granjeros alemanes y de Bohemia podían comerse lo que habían llevado de casa mientras bebían cerveza. Jelinek tenía a mano pan de centeno y pescado ahumado y fuertes quesos importados para complacer paladares extranjeros. A mí me gustaba ir allí a escuchar las conversaciones. Pero un día, Anton me encontró en la calle y me dio una palmada en el hombro.
—Jim —me dijo—. Tú y yo somos buenos amigos y siempre me alegro de verte. Pero ya sabes lo que piensa la gente de iglesia de las cantinas. Tu abuelo siempre me ha tratado bien, y no me gusta que vengas a mi local, porque sé que a él no le gusta; eso me pone a malas con él.
Así que me vi privado de aquellas visitas.
Se podía ir a la tienda y escuchar a los viejos que se sentaban allí todas las noches para hablar de política y contar historias picantes. Se podía ir a la fábrica de cigarros y charlar con el viejo alemán que criaba canarios para la venta y cuidaba de sus pájaros disecados. Pero fuera cual fuera el inicio de la conversación, acababa siempre volviendo a la taxidermia. Estaba la estación, por supuesto; con frecuencia iba a ver la llegada del tren nocturno y después me sentaba un rato con el desconsolado telegrafista, cuyo único deseo era que lo trasladaran a Omaha o a Denver, «donde había más animación». Al final siempre acababa sacando sus fotos de actrices y bailarinas. Las conseguía con los cupones de los cigarrillos y prácticamente se mataba a fumar por la posesión de las formas y los rostros que tanto deseaba. Para variar, se podía hablar con el jefe de estación, pero era otro amargado; dedicaba todo su tiempo libre a escribir cartas a sus superiores, pidiendo el traslado. Quería regresar a Wyoming, donde podía ir a pescar truchas los domingos. Solía decir que «no le interesaba nada más en la vida que los ríos trucheros, desde que había perdido a sus gemelos».
Tales eran las distracciones que tenía para elegir. Después de las nueve no había otras luces encendidas en la ciudad. En las noches estrelladas me paseaba por aquellas calles largas y frías mirando ceñudo las casas pequeñas y silenciosas que las flanqueaban, con sus contraventanas y sus porches traseros cubiertos. Eran refugios endebles, la mayoría pobremente construidos con maderas ligeras, con postes en los porches en forma de huso, horriblemente mutilados por el torno. Sin embargo, a pesar de su fragilidad, ¡cuántos celos, envidia e infelicidad llegaban a contener algunas de ellas! La vida que se desarrollaba en su interior me parecía hecha de evasiones y negativas; cambios para ahorrarse cocinar, y lavar, y limpiar, aparatos para propiciar los chismorreos. Este modo de vida cauteloso era como una tiranía. La forma de hablar de la gente, su voz, hasta sus miradas, se volvían furtivos, se reprimían. La cautela domeñaba todo gusto individual, todo apetito natural. La gente que dormía en aquellas casas, me decía, intentaba vivir como los ratones de sus propias cocinas; sin hacer ruido, sin dejar huella, deslizándose sobre la superficie de las cosas en la oscuridad. Los montones de cenizas y carbonilla que se iban acumulando en la parte de atrás era la única prueba de que el proceso de la vida, despilfarrador y consumista, no se había detenido por completo. Los martes por la noche el Club de los Búhos bailaba; entonces había algo de movimiento en la calle y se veía alguna ventana iluminada, aquí y allá, hasta la medianoche. Pero a la noche siguiente todo volvía a estar en tinieblas.
Después de rechazar la invitación para unirme a «los s», como los llamaban, resolví audazmente que iría a los bailes del sábado por la noche en el Cuartel de Bomberos. Sabía que sería inútil comunicar estos planes a mis mayores. El abuelo no aprobaba los bailes, de todas formas; se limitaría a decir que, si quería bailar, debería ir al Gremio de Albañiles, con «la gente que conocíamos». Precisamente el problema era que veía demasiado a la gente que conocíamos.
Mi dormitorio estaba en la planta baja y, como estudiaba en ella, disponía de una estufa. Los sábados por la noche solía retirarme temprano, me cambiaba la camisa y el cuello y me ponía la chaqueta de los domingos. Esperaba a que todo estuviera en silencio y a que mis abuelos se hubieran dormido, luego levantaba la ventana de guillotina, saltaba al otro lado y atravesaba el jardín a hurtadillas. La primera vez que engañé a mis abuelos me sentí fatal, incluso puede que también me sintiera mal la segunda vez, pero enseguida dejé de pensar en ello.
Me pasaba la semana esperando con impaciencia el baile del Cuartel de Bomberos. Allí coincidía con la misma gente que solía ver en la carpa de los Vanni. Algunas veces había bohemios de Wilber, o chicos alemanes que llegaban con el tren de mercancías de la tarde procedente de Bismarck. Tony y Lena y Tiny siempre iban, y las tres Marys de Bohemia, y las chicas danesas de la lavandería.
Las cuatro chicas danesas vivían con el dueño de la lavandería y su mujer en la casa que estaba detrás de la lavandería, con un gran jardín donde se tendía la ropa para que se secara. El dueño era un señor mayor, amable y prudente, que pagaba bien a sus empleadas, velaba por ellas y les proporcionaba un buen hogar. En una ocasión me dijo que su hija había muerto cuando empezaba a ser lo bastante mayor para ayudar a su madre, y que había estado «intentando compensarlo desde entonces». En verano solía pasarse la tarde sentado en la acera, frente a su lavandería, con el periódico sobre la rodilla, contemplando a sus chicas a través del ventanal abierto, mientras ellas planchaban y charlaban en danés. Las nubes de polvo blanco que barrían la calle, las ráfagas de aire cálido que agostaban su huerta, jamás perturbaron su calma. Su graciosa expresión parecía decir que había hallado el secreto de la felicidad. Mañana y tarde recorría la ciudad con su carrito, repartiendo ropa recién planchada y recogiendo sacos de ropa blanca que pedía a gritos su agua jabonosa y su soleado tendedero. Sus chicas no estaban nunca tan guapas en los bailes como de pie junto a la tabla de planchar, o inclinadas sobre las tinas, lavando las prendas delicadas con el cuello y los blancos brazos desnudos, las mejillas arreboladas como las rosas silvestres más vistosas, los cabellos dorados húmedos por el vapor o el calor, enroscados en pequeñas espirales alrededor de las orejas. No habían aprendido mucho inglés, y no eran tan ambiciosas como Tony o Lena, pero eran chicas buenas y sencillas, y siempre estaban alegres. Cuando uno bailaba con ellas, olía sus ropas limpias y recién planchadas que guardaban con hojas de romero del huerto del señor Jensen.
Nunca había suficientes chicas para dar unas vueltas en aquellos bailes, pero todos querían bailar con Tony y Lena.
Lena se movía sin esforzarse, con indolencia, y a menudo llevaba el ritmo suavemente con la mano sobre el hombro de su pareja. Sonreía si le hablaban, pero raras veces respondía. La música parecía sumirla en un leve trance y sus ojos de color violeta lo miraban a uno con expresión soñolienta y confiada bajo las largas pestañas. Cuando suspiraba, exhalaba un intenso olor a polvos perfumados. Bailar Hogar, dulce hogar con Lena era como subir con la marea. Lo bailaba todo como un vals y era siempre el mismo: el vals de volver a casa con un propósito, de un regreso inevitable y predestinado. Después de un rato, uno se sentía inquieto, como en un día de verano, bochornoso y quieto.
Cuando uno giraba en la pista de baile con Tony, no regresaba a nada; emprendía cada vez una aventura nueva. Me gustaba bailar la danza escocesa con ella; tenía mucha energía y variedad, e incorporaba siempre nuevos pasos. Me enseñó a bailar contra el ritmo absoluto de la música, y en torno a él. Si, en lugar de seguir hasta el final de la línea férrea, el viejo señor Shimerda se hubiera quedado en Nueva York y se hubiera ganado la vida tocando el violín, ¡qué diferente podría haber sido la vida de Ántonia!
A menudo Ántonia iba al baile con Larry Donovan, un revisor de tren que era una especie de galán profesional, como decíamos nosotros. Recuerdo con qué admiración la miraron todos los muchachos la noche en que estrenó su vestido de velvetón, copiado del vestido de terciopelo negro de la señora Gardener. Estaba preciosa, con los ojos brillantes y los labios siempre un poco separados cuando bailaba. Aquel color intenso y constante de sus mejillas no variaba nunca.
Una noche en que Donovan estaba fuera, trabajando, Ántonia vino al baile con Anna, la noruega, y su pareja, y después yo la acompañé a casa. Cuando llegamos al jardín de los Cutter, protegido por los árboles, le dije que tenía que darme un beso de buenas noches.
—Pues claro, Jim. —Segundos después apartaba la cara y susurraba con indignación—: ¡Jim! Sabes que no está bien que me beses así. ¡Se lo diré a tu abuela!
—Lena Lingard me deja besarla —repliqué— y no la quiero ni la mitad de lo que te quiero a ti.
—¿Que Lena te deja? —exclamó Tony—. ¡Como intente alguna tontería de las suyas contigo, le arrancaré los ojos! —Volvió a cogerse de mi brazo, salimos por la cancela y paseamos por la acera—. Mira, no vayas a ser tan estúpido como algunos de los chicos de la ciudad. Tú no tienes que quedarte aquí, tallando cajas y contando trolas toda tu vida. Tienes que irte a estudiar y convertirte en alguien importante. Estoy muy orgullosa de ti. No irás a mezclarte con las suecas, ¿verdad que no?
—No me importa nadie más que tú —dije—. Y supongo que tú siempre me tratarás como a un crío.
Ella se rio y me rodeó con los brazos.
—Supongo que sí, ¡pero de todas formas, eres el crío al que más quiero! Puedo gustarte yo todo lo que quieras, pero si veo que andas tonteando con Lena, iré a contárselo a tu abuela, ¡tan seguro como que te llamas Jim Burden! Lena es buena chica, pero… bueno, tú ya sabes que en eso se deja llevar. No puede evitarlo. Es su naturaleza.
Si ella estaba orgullosa de mí, yo estaba tan orgulloso de ella que alcé la cabeza cuando emergí de entre los oscuros cedros y cerré la cancela de los Cutter suavemente tras de mí. El rostro cálido y dulce de Ántonia, sus brazos amables y ese corazón fiel que tenía; ¡era, oh, todavía era mi Ántonia! Miré con desdén las casitas silenciosas y oscuras por las que pasaba, y pensé en los estúpidos jóvenes que dormían en algunas de ellas. Yo sabía dónde estaban las verdaderas mujeres, aunque sólo era un muchacho, ¡y no les tendría miedo!
Detestaba el momento de entrar en mi tranquila casa cuando volvía del baile, y tardaba mucho tiempo en dormirme. Hacia la mañana tenía agradables sueños: algunas veces Tony y yo estábamos en la pradera, deslizándonos por los almiares como solíamos hacer; trepando a las montañas amarillas una y otra vez, y resbalando cuesta abajo por las suaves laderas hasta caer en blandos montones de granzas.
Un sueño se repetía infinidad de veces, y era siempre igual. Estaba en un campo cubierto de gavillas, apoyado en una de ellas. Lena Lingard venía hacia mí por entre los rastrojos, con los pies descalzos, la falda corta y una hoz en la mano; tenía el rostro encendido como la aurora y parecía rodeada toda ella por una especie de rubor luminoso. Se sentaba junto a mí, me miraba con un leve suspiro y decía: «Ahora que se han ido todos, puedo besarte cuanto quiera».
Yo deseaba tener con Ántonia aquel sueño tan halagador, pero nunca ocurrió.