Wick Cutter era el prestamista que había esquilmado al pobre ruso Peter. Cuando un granjero se acostumbraba a recurrir a Cutter, era como darse al juego o jugar a la lotería; siempre volvía en los momentos de abatimiento.
El nombre de pila de Cutter era Wycliffe, y le gustaba alardear de haber crecido en un ambiente piadoso. Aportaba donativos regularmente a las iglesias protestantes, «por sentimentalismo», afirmaba, con una floritura de la mano. Procedía de una población de Iowa donde residían muchos suecos, y sabía hablar un poco su idioma, lo que le proporcionaba una gran ventaja en sus tratos con los primeros colonos suecos.
En todos los asentamientos fronterizos hay hombres que están ahí para escapar a las normas. Cutter era uno de los hombres de negocios de Black Hawk que habían prosperado rápidamente. Era un jugador inveterado y un mal perdedor. Cuando veíamos brillar una luz en su despacho a una hora tardía sabíamos que había allí una partida de póquer. Cutter alardeaba de que jamás bebía un licor más fuerte que el jerez, y decía que había empezado a medrar en la vida ahorrando el dinero que otros jóvenes se gastaban en cigarros. Tenía un montón de máximas morales para chicos. Cuando venía a nuestra casa por negocios, me citaba el «Almanaque del pobre Richard» y me decía que estaba encantado de conocer a un chico de ciudad que sabía ordeñar una vaca. Era especialmente cordial con la abuela, y siempre que se encontraban se lanzaba inmediatamente a hablar sobre «los buenos viejos tiempos» y la vida sencilla. Yo detestaba su cabeza calva y rosada, sus patillas amarillas, siempre suaves y relucientes. Se decía que se las cepillaba cada noche, igual que se peina una mujer. Sus dientes blancos parecían de fábrica. Tenía la piel roja y basta, como si estuviera siempre quemada por el sol; se iba con frecuencia a unas fuentes termales para tomar baños de fango. Con las mujeres tenía fama de disoluto. Dos chicas suecas que habían vivido en su casa salieron mal paradas de la experiencia. A una de ellas la llevó a Omaha y la estableció en el negocio para el que la había hecho apropiada. Aún la visitaba.
Cutter vivía en un estado de guerra permanente con su esposa y, sin embargo, al parecer no pensaron nunca en la separación. Vivían en una casa de estilo recargado, con volutas, pintada de blanco y enterrada entre árboles de hoja perenne, con una valla blanca y un establo, también recargados. Cutter creía que sabía mucho sobre caballos y solía tener algún potro entrenando para las carreras. Los domingos por la mañana frecuentaba el recinto de la feria, dando vueltas a gran velocidad en la pista de carreras con su calesa, llevando guantes amarillos y una gorra de viaje a cuadros blancos y negros, y con las patillas amarillas ondeando al viento. Si había chicos merodeando por allí, Cutter ofrecía un cuarto de dólar a cualquiera de ellos por sostener el cronómetro, y luego se iba sin pagar, diciendo que no tenía cambio y que «ya saldarían cuentas la próxima vez». Nadie le cortaba el césped ni le lavaba la calesa a su gusto. Era tan quisquilloso y remilgado con su propiedad que un chico podía meterse en un buen aprieto si arrojaba un gato muerto en la parte de atrás de su jardín o dejaba caer un saco lleno de latas en su callejón. Era una mezcla peculiar de mojigatería y de libertinaje lo que hacía parecer a Cutter tan despreciable.
Desde luego había encontrado la horma de su zapato en la señora Cutter. Era ésta una persona de aspecto terrorífico; de una estatura casi gigantesca, huesos prominentes, cabellos de un gris acerado, el rostro siempre rubicundo y ojos saltones e histéricos. Cuando pretendía ser divertida y agradable, asentía con la cabeza sin parar y fijaba los ojos en su interlocutor. Tenía los dientes largos y curvados como los de un caballo; la gente afirmaba que cualquier bebé lloraba indefectiblemente si ella le sonreía. Su rostro ejercía cierta fascinación sobre mí: tenía exactamente el color y la forma de la ira. En sus ojos redondos y penetrantes brillaba algo cercano a la locura. Le gustaban las formalidades y para hacer sus visitas lucía susurrantes vestidos de brocado gris y un sombrero alto con plumas enhiestas.
La señora Cutter tenía tal afición a pintar porcelanas que incluso las palanganas y jofainas, y el recipiente para el jabón de afeitar de su marido estaban cubiertos de violetas y azucenas. En una ocasión en que Cutter estaba mostrando a una visita parte de la porcelana pintada por su esposa, dejó caer una de las piezas. La señora Cutter se llevó el pañuelo a los labios como si fuera a desmayarse y dijo pomposamente: «Señor Cutter, ha quebrantado usted todos los Mandamientos; ¡deje al menos los aguamaniles!».
Marido y mujer se peleaban desde que Cutter entraba en la casa hasta que se acostaban por la noche, y sus criadas comentaban sus escenas por toda la ciudad. Varias veces, la señora Cutter había recortado párrafos de los periódicos sobre maridos adúlteros, y se los había enviado a su marido, disimulando la letra. Cutter llegaba a casa a mediodía, encontraba el periódico mutilado en su sitio habitual y encajaba el recorte en el espacio del que había sido extraído con aire de triunfo. Aquella pareja podía pasarse toda una mañana discutiendo sobre si él debía ponerse la ropa interior más gruesa, y toda la noche sobre si se había resfriado o no.
Los Cutter tenían motivos de disputa tan importantes como otros eran nimios. El principal era la cuestión de la herencia: la señora Cutter acusaba a su marido de ser el culpable de que no tuvieran hijos. Él insistía en que la señora Cutter no había tenido hijos a propósito, con la intención de vivir más que él y repartirse la herencia con su «gente», a la que él detestaba. A esto replicaba ella que, a menos que cambiara su estilo de vida, sin duda acabaría dejándola viuda. Tras escuchar las insinuaciones de su mujer sobre su condición física, Cutter volvía a sus ejercicios de pesas durante un mes o se levantaba diariamente a la hora en que a ella más le gustaba dormir, se vestía ruidosamente y se iba a la pista con su caballo trotón.
Una vez, después de pelearse por culpa de los gastos de la casa, la señora Cutter se puso su vestido de brocado y visitó a sus amigos para pedirles que le encargaran porcelanas pintadas, ya que el señor Cutter la obligaba a «vivir de su pincel». Cutter no se sintió abochornado como ella esperaba; ¡le encantó!
Cutter amenazaba a menudo con talar los cedros que ocultaban la casa casi por completo. Su mujer afirmaba que lo abandonaría si la privaba de la «intimidad» que, según ella, le proporcionaban aquellos árboles. Qué duda cabe que aquélla fue una oportunidad única; pero Cutter nunca taló los árboles. Los Cutter parecían considerar que su relación era interesante y estimulante, y desde luego lo mismo opinábamos los demás. Wick Cutter era distinto de cualquier otro granuja al que haya conocido, pero he tropezado con señoras Cutter por todo el orbe; a veces, fundando nuevas religiones, otras, siendo alimentadas a la fuerza; fácilmente reconocibles, incluso cuando estaban domesticadas en apariencia.