Fue en la carpa de los Vanni cuando la ciudad descubrió a Ántonia. Hasta entonces la habían tenido más por una pupila de los Harling que como una de las «criadas». Había vivido en su casa, su huerto y su jardín; sus pensamientos parecían no salirse nunca de aquel pequeño reino. Pero cuando se instaló la carpa, empezó a salir con Tiny y Lena y sus amigas. Los Vanni decían a menudo que Ántonia era la que mejor bailaba de todas. Algunas veces oí las murmuraciones de la muchedumbre que había fuera de la carpa, afirmando que la señora Harling no tardaría en tener quebraderos de cabeza por culpa de aquella chica. Los hombres jóvenes empezaron a bromear sobre «la Tony de los Harling», igual que de «la Anna de los Marshall» o «la Tiny de los Gardener».
Ántonia no hablaba ni pensaba en otra cosa que no fuera la carpa. Se pasaba el día tarareando las melodías de baile. Cuando se cenaba tarde, se daba prisa en fregar los platos, se le caían y se le rompían con la agitación. Respondía a la primera llamada de la música. Si no tenía tiempo para vestirse, se limitaba a quitarse el delantal y salía disparada por la puerta de la cocina. Algunas veces la acompañaba yo; en cuanto teníamos la carpa iluminada a la vista, echaba a correr como un chico. Siempre tenía parejas de baile esperándola; empezaba a bailar antes de haber recobrado el resuello.
El éxito de Ántonia en la carpa tuvo sus consecuencias. El repartidor del hielo se demoraba en exceso cuando entraba en el porche cubierto para llenar el refrigerador. Los repartidores remoloneaban por la cocina cuando iban a llevar comestibles. Los granjeros jóvenes que venían el sábado a la ciudad atravesaban el jardín con fuertes pisadas en dirección a la puerta de atrás, para pedirle un baile a Tony, o para invitarla a fiestas y a meriendas campestres. Lena y la noruega Anna iban a ayudarla para que pudiera salir más temprano. Los chicos que la acompañaban a casa después del baile se reían a veces junto a la cancela de atrás y despertaban al señor Harling de su primer sueño. La crisis fue inevitable.
Un sábado por la noche, el señor Harling había bajado a la bodega en busca de cerveza. Cuando subía la escalera en la oscuridad, oyó voces de disputa en el porche de atrás, y luego el sonido de una fuerte bofetada. Asomó la cabeza por la puerta lateral a tiempo de ver un par de largas piernas que saltaban por encima de la valla. Ántonia estaba allí plantada, presa de una gran agitación y furiosa. El joven Harry Paine, que iba a casarse con la hija de su patrón el lunes, había ido a la carpa con un grupo de amigos y se había pasado la noche bailando. Más tarde había rogado a Ántonia que le permitiera acompañarla a casa. Ella dijo suponer que era un caballero, puesto que se trataba de uno de los amigos de la señorita Frances, y que no le importaba. En el porche de atrás, Harry intentó besarla y, cuando ella protestó —porque él iba a casarse el lunes—, la sujetó y la besó hasta que Ántonia consiguió liberar una mano y abofetearlo.
El señor Harling dejó las botellas de cerveza sobre la mesa.
—Me estaba temiendo que sucedería algo así, Ántonia. Has estado saliendo con chicas que tienen fama de casquivanas y ahora te has ganado la misma reputación. No toleraré que haya tipos rondando a cada momento por mi jardín. Hasta aquí hemos llegado. Se ha acabado. O dejas de ir a esos dichosos bailes o te buscas otro empleo. Piénsatelo bien.
A la mañana siguiente, cuando la señora Harling y Frances intentaron razonar con Ántonia, la encontraron turbada, pero resuelta.
—¿Dejar de ir a la carpa? —dijo, jadeante—. ¡Ni pensarlo! ¡No me lo impediría ni mi propio padre! El señor Harling no es mi patrón fuera del trabajo. Y tampoco pienso dejar a mis amigas. Los chicos que me acompañan son unos caballeros. Creía que el señor Paine también lo era, porque solía venir de visita a esta casa. ¡Pues va ir a su boda con la cara bien roja! —exclamó con gran indignación.
—Tendrás que elegir una cosa u otra, Ántonia —le dijo la señora Harling con firmeza—. No puedo retractarme de lo que te ha dicho el señor Harling. Ésta es su casa.
—Entonces me iré, señora Harling. Hace tiempo que Lena me ha pedido que consiga un empleo cerca de ella. Mary Svoboda deja a los Cutter para trabajar en el hotel; me darán su puesto.
La señora Harling se levantó de su asiento.
—Ántonia, si te vas a trabajar para los Cutter, no podrás volver a entrar en esta casa. Sabes perfectamente lo que es ese hombre. Te buscarás la ruina.
Tony cogió la tetera con brusquedad y empezó a servir el agua hirviendo en los vasos, riéndose con gran excitación.
—¡Oh, sé cuidar de mí misma! Soy mucho más fuerte que Cutter. En su casa pagan cuatro dólares, y no hay niños. Hay poco trabajo; tendré libres todas las noches y podré salir muchas tardes.
—Pensaba que te gustaban los niños. Tony, ¿qué te ha dado?
—No lo sé, algo. —Ántonia echó la cabeza hacia atrás con los dientes apretados—. Una chica como yo tiene que divertirse mientras pueda. Tal vez no haya ninguna carpa el año que viene. Supongo que quiero divertirme, igual que las otras chicas.
La señora Harling soltó una breve y áspera carcajada.
—Si te vas a trabajar para los Cutter, seguramente tendrás una diversión de la que te arrepentirás toda la vida.
Frances dijo, cuando nos contó esta escena a la abuela y a mí, que todos los cacharros, platos y tazas temblaron en los estantes cuando su madre salió de la cocina. La señora Harling declaró amargamente que desearía no haberse encariñado con Ántonia.