Había una curiosa situación social en Black Hawk. Todos los hombres jóvenes se sentían atraídos por las chicas del campo, atractivas y vigorosas, que habían venido a la ciudad para ganarse la vida y, en casi todos los casos, para ayudar a un padre endeudado o para hacer posible que los hermanos pequeños de la familia fueran a la escuela.
Aquellas chicas se habían hecho adultas durante los primeros años de la emigración, los más duros, y carecían de educación. Pero sus hermanos más pequeños, por los que tantos sacrificios hicieron y que han tenido «ventajas», no me han parecido nunca, cuando me los he encontrado después, ni la mitad de interesantes que ellas, ni tan bien educados. Las hermanas mayores, que ayudaron a roturar las tierras salvajes, aprendieron mucho de la vida, de la pobreza, de sus madres y sus abuelas; todas se habían espabilado prematuramente, igual que Ántonia, al tener que cambiar su viejo país por otro nuevo a una edad temprana.
Recuerdo a una veintena de aquellas chicas que sirvieron en Black Hawk durante los pocos años que viví allí, y recuerdo algo insólito y cautivador de cada una de ellas. Físicamente eran casi una raza aparte, y el trabajo al aire libre les había dado un vigor que, cuando superaron su timidez de recién llegadas, se transformó en una seguridad y una desenvoltura que las hicieron destacar entre las mujeres de Black Hawk.
Esto ocurría antes de que se implantara el deporte en los institutos. Se compadecía a las chicas que tenían que caminar más de medio kilómetro para ir a la escuela. No había pistas de tenis en la ciudad; el ejercicio físico se consideraba muy poco elegante para las hijas de las familias acomodadas. Algunas de las chicas que estudiaban en el instituto eran alegres y bonitas, pero en invierno no salían de casa por culpa del frío, y en verano, a causa del calor. Cuando uno bailaba con ellas notaba que su cuerpo no se movía bajo las ropas; sus músculos parecían pedir una sola cosa: no ser molestados. Recuerdo a aquellas chicas como simples rostros en el aula de la escuela, sonrosados y alegres, o apáticos y aburridos, cortados por debajo de los hombros, como querubines, por la superficie manchada de tinta de los altos pupitres, sin duda colocados a esa altura para hacer que tuviéramos los hombros redondeados y el pecho plano.
Las hijas de los comerciantes de Black Hawk tenían la convicción firme e inquebrantable de que eran «refinadas» y de que las chicas del campo, que «trabajaban al aire libre», no lo eran. Los campesinos americanos de nuestra región sufrían las mismas penurias que sus vecinos de otros países. Todos habían llegado a Nebraska con un capital escaso y una ignorancia absoluta sobre la tierra que debían cultivar. Todos habían pedido dinero prestado poniendo la tierra como garantía. Pero, por grandes que fueran las estrecheces en las que se encontrara un granjero de Pennsylvania o de Virginia, jamás permitía que sus hijas entraran a servir. A menos que sus hijas pudieran convertirse en maestras rurales, permanecían en casa sumidas en la pobreza.
Las chicas de Bohemia o de Escandinavia no podían trabajar como maestras porque no habían tenido la oportunidad de estudiar el idioma. Resueltas a poner su grano de arena en la dura lucha por librar de deudas a la familia, no les había quedado otra alternativa que ponerse a servir. Una vez en la ciudad, algunas de ellas habían seguido siendo tan serias y discretas en su comportamiento como antes, cuando araban y apacentaban el ganado en la granja de sus padres. Otras, como las tres Marys de Bohemia, intentaban recuperar los años de juventud perdidos. Pero todas ellas consiguieron lo que se habían propuesto, y enviaron a casa sus dólares duramente ganados. Las chicas que yo conocí andaban siempre ayudando a pagar arados y cosechadoras, cerdos de cría o novillos de engorde.
Uno de los resultados de esta solidaridad familiar fue que los campesinos extranjeros de nuestra región fueron los primeros en alcanzar la prosperidad. Cuando los padres salían de deudas, las hijas se casaban con los hijos de sus vecinos —por lo general, de la misma nacionalidad—, así que las chicas que antes trabajaron en las cocinas de Black Hawk tienen ahora granjas prósperas y hermosas familias; sus hijos están en mejor situación que los de las mujeres de la ciudad a las que antes servían.
A mí, la actitud de la gente de la ciudad hacia aquellas chicas me parecía muy estúpida. Si les decía a mis compañeros de clase que el padre de Lena Lingard era clérigo y había sido un hombre muy respetado en Noruega, me miraban sin comprender. ¿Qué importaba eso? Todos los extranjeros eran unos ignorantes que no sabían hablar inglés. No había un solo hombre en Black Hawk que tuviera la inteligencia ni la cultura, ni mucho menos la distinción personal, del padre de Ántonia. Sin embargo, la gente no veía diferencia alguna entre las tres Marys y ella; todas eran de Bohemia, todas eran «criadas».
Siempre supe que viviría para ver a mis chicas campesinas en la posición que merecían, y así ha sido. En la actualidad, lo mejor que un agobiado comerciante de Black Hawk puede esperar del porvenir es vender provisiones y maquinaria agrícola y automóviles a las granjas ricas, donde la primera cosecha de inquebrantables chicas de Bohemia y Escandinavia son ahora las señoras.
Los chicos de Black Hawk esperaban casarse con chicas de Black Hawk y vivir en una casita nueva con sus mejores sillas, en las que nadie podía sentarse, y porcelana china pintada a mano, que no podía usarse. Pero algunas veces un joven alzaba la vista del libro mayor, o atisbaba por la ventanilla del banco de su padre, y dejaba que sus ojos siguieran a Lena Lingard cuando pasaba por delante de la ventana con su caminar lento y ondulante, o a Tiny Soderball, con su paso ligero, vestida con faldas cortas y medias de rayas.
A estas chicas las consideraban una amenaza para el orden social. Su belleza brillaba con una audacia excesiva en aquel ambiente convencional. Pero las alarmadas madres podrían haberse ahorrado tanta preocupación. Las confundía la fogosidad de sus hijos. El respeto a la respetabilidad era más fuerte que el deseo en la juventud de Black Hawk.
Un joven de posición era como el primogénito de una casa real; el chico que barría su oficina o conducía su carro de reparto podía coquetear con las alegres chicas campesinas, pero él tenía que pasarse la velada sentado en un lujoso salón, donde la conversación languidecía de modo tan perceptible que el padre entraba a menudo y hacía torpes esfuerzos por animar el ambiente. De camino a casa después de la aburrida visita, tropezaba tal vez con Tony y Lena, que caminaban por la acera cuchicheando, o con las tres Marys de Bohemia, con sus largos abrigos y sus gorros de felpa, comportándose con una dignidad que sólo servía para hacer más sabrosas las excitantes historias que de ellas se contaban. Si iba al hotel para hablar de negocios con algún viajante, allí estaba Tiny, arqueándose ante él como una gata. Si iba a la lavandería en busca de los cuellos de sus camisas, allí estaban las cuatro chicas danesas, sonriendo desde sus tablas de planchar, con el blanco cuello y las mejillas sonrosadas.
Las tres Marys eran las heroínas de un ciclo de historias escandalosas que los viejos gustaban de relatar cuando se sentaban junto a la expendeduría de tabaco en la tienda. Mary Dusak había sido ama de llaves en el rancho de un soltero de Boston y, tras varios años a su servicio, se había visto obligada a retirarse del mundo durante un breve espacio de tiempo. Más tarde había vuelto a la ciudad para ocupar el lugar de su amiga Mary Svoboda, que se hallaba en la misma vergonzosa situación. Se consideraba que las tres Marys eran tan peligrosas en una casa como explosivos de alta potencia; sin embargo, cocinaban tan bien y eran amas de casa tan admirables que jamás les faltó el trabajo.
La carpa de los Vanni reunía a los chicos de la ciudad y las chicas del campo en un terreno neutral. Sylvester Lovett, que era cajero en el banco de su padre, iba siempre al baile los sábados por la noche. Bailaba con Lena Lingard todos los bailes que ella le concedía, y tuvo incluso la audacia de acompañarla a casa. Si las hermanas o los amigos de Sylvester se encontraban por casualidad entre los espectadores de las «noches populares», él permanecía oculto bajo la sombra de los álamos, fumando y contemplando a Lena con expresión tensa. Varias veces tropecé con él allí, en la oscuridad, y me dio lástima. Me recordaba a Ole Benson, que se sentaba al borde de la cañada y contemplaba a Lena mientras apacentaba el ganado. Más adelante, durante el verano, cuando Lena se fue a pasar una semana con su madre, Ántonia me contó que el joven Lovett fue a verla y la llevó a dar un paseo en calesa. Yo, ingenuo de mí, creía que Sylvester se casaría con Lena, con lo que mejoraría la consideración que se tenía de todas las chicas campesinas en la ciudad.
Sylvester rondó a Lena hasta que empezó a cometer errores en su trabajo; tenía que quedarse en el banco hasta la noche para hacer que le cuadraran los libros. Estaba loco por ella y todo el mundo lo sabía. Para salir del aprieto, se fugó con una viuda seis años mayor que él, que era dueña de trescientos veinte acres de tierra. Este remedio le dio resultado en apariencia. No volvió a mirar a Lena, ni alzaba los ojos cuando se llevaba la mano al sombrero ceremoniosamente siempre que tropezaba con ella por casualidad en la acera.
¡De modo que así eran, pensé yo, aquellos dependientes y contables de manos blancas y cuellos altos! Al joven Lovett le lanzaba miradas hostiles desde lejos, y sólo deseaba hallar la manera de demostrarle el desprecio que me inspiraba.