Los hijos de los Harling y yo no fuimos nunca tan felices, ni nos sentimos jamás tan seguros y contentos, como en las semanas de la primavera que siguió a aquel largo invierno. Nos pasábamos el día fuera, a la tibia luz del sol, ayudando a la señora Harling y a Tony a roturar y sembrar en el huerto, a cavar alrededor de los árboles frutales, a sujetar las parras y recortar los setos. Todas las mañanas oía a Tony silbando en los surcos del huerto. Cuando los manzanos y los cerezos florecieron, corríamos bajo sus copas, buscando los nuevos nidos que construían los pájaros, arrojándonos unos a otros terrones de tierra y jugando al escondite con Nina. Sin embargo, el verano que todo lo iba a cambiar estaba cada día más cerca. Cuando chicos y chicas crecen, la vida no puede detenerse, ni siquiera en la más tranquila de las ciudades provincianas; y tienen que crecer, tanto si quieren como si no. Eso es lo que olvidan siempre sus mayores.
Debió de ser en junio, porque la señora Harling y Ántonia estaban haciendo las conservas de cerezas, cuando pasé una mañana por su casa para decirles que iban a instalar una carpa de baile en la ciudad. Había visto dos carros que llegaban con la lona y los postes pintados desde la estación.
Aquella tarde, tres vivarachos italianos se paseaban por Black Hawk mirándolo todo, acompañados por una mujer morena y robusta que llevaba una cadena de reloj, muy larga y de oro, alrededor del cuello, y una sombrilla negra de encaje. Parecían especialmente interesados en los niños y en los solares vacíos. Cuando pasé por su lado y me detuve a decirles unas palabras, los encontré afables y confiados. Me contaron que trabajaban en Kansas City en invierno, y que en verano recorrían las poblaciones rurales con su carpa para enseñar a bailar. Cuando el negocio decaía en un sitio, se trasladaban a otro.
La carpa de baile se levantó cerca de la lavandería danesa, en un solar rodeado de álamos de Virginia, altos y arqueados. Se parecía mucho a un tiovivo, con los lados abiertos y alegres banderines ondeando en los postes. Antes de que transcurriera una semana, todas las madres ambiciosas enviaban a sus hijos a la clase de baile de la tarde. A las tres se encontraba uno con niñas vestidas de blanco y niños con las camisas de cuello redondo de aquella época, caminando presurosos en dirección a la carpa. La señora Vanni los recibía en la entrada, vestida siempre de color azul lavanda con gran profusión de encaje negro, y con su imponente cadena de reloj sobre el pecho. Se peinaba con los cabellos recogidos en la coronilla formando una torre negra con peinetas de rojo coral. Cuando sonreía, mostraba dos hileras de dientes fuertes pero torcidos y amarillos. Ella enseñaba a los pequeños, y su marido, el arpista, enseñaba a los mayores.
A menudo las madres se sentaban en el lado de sombra de la carpa y hacían sus labores mientras duraba la lección. El vendedor de palomitas se colocaba con su carrito de cristal bajo el gran álamo que había junto a la entrada y holgazaneaba al sol, seguro de hacer el agosto en cuanto terminara el baile. El señor Jensen, el dueño de la lavandería danesa, sacaba una silla de su porche y se iba con ella a sentarse en la hierba. Unos chiquillos harapientos de la estación vendían palomitas y limonada helada bajo un paraguas blanco en una esquina, y hacían muecas a los acicalados jovencitos que acudían a bailar. Aquel solar pronto se convirtió en el lugar más alegre de la ciudad. Aun en las tardes más calurosas, los álamos creaban una sombra susurrante, y el aire olía a palomitas y a mantequilla derretida y a las jaboneras que se marchitaban al sol. Aquellas resistentes flores habían huido del jardín de la lavandería y salpicaban de rosa la hierba del centro del solar.
Los Vanni mantenían el orden de una forma modélica, y cerraban todas las noches a la hora sugerida por el ayuntamiento. Cuando la señora Vanni daba la señal y el arpa tocaba Hogar, dulce hogar, todo Black Hawk sabía que eran las diez. Se podía poner el reloj en hora con aquella melodía con la misma confianza que si fuera el silbato del edificio circular donde guardaban y reparaban locomotoras.
Por fin había algo que hacer en aquellas tardes estivales tan largas y vacías en que las parejas de casados se sentaban como estatuas en el porche de la casa y las chicos y chicas no hacían más que ir de un lado a otro por las aceras de madera: hacia el Norte hasta los límites de la pradera, hacia el Sur hasta la estación, luego de vuelta hasta la oficina de correos, la heladería y la carnicería. Ahora había un lugar donde las chicas podían lucir sus vestidos nuevos y donde se podía reír a mandíbula batiente sin ser censurado por el consiguiente silencio. Aquel silencio parecía brotar del suelo, colgar del follaje de los arces negros junto con los murciélagos y las sombras. Ahora había mil sonidos alegres que lo quebraban. Primero el arrullo sonoro del arpa del señor Vanni atravesaba con sus ondas argentinas la negritud de la noche, que olía a polvo; luego se le unían los violines; uno de ellos era casi como una flauta. Su llamada era tan pícara, tan seductora, que nuestros pies se iban corriendo hacia la carpa por sí solos. ¿Por qué no se había montado antes la carpa?
El baile se hizo popular, igual que los patines de ruedas el verano anterior. El Club Progresista de Euchre[19] llegó a un acuerdo con los Vanni para el uso exclusivo de la carpa los martes y viernes por la noche. No siendo entonces, cualquiera que pagara y respetara el orden podía ir allí a bailar; los ferroviarios, los mecánicos de trenes, los recaderos, el heladero, los peones de las granjas que vivían lo bastante cerca para acercarse a caballo a la ciudad después de la jornada laboral…
No falté jamás al baile los sábados por la noche. Ese día, la carpa permanecía abierta hasta la medianoche. Iban allí chicos de la pradera que vivían a doce y a quince kilómetros, y encontraban a todas las chicas que también procedían de la pradera: Ántonia y Lena y Tiny, y las chicas danesas de la lavandería y sus amigas. No era yo el único chico al que aquellos bailes le parecían más alegres que los otros. Los jóvenes que pertenecían al Club Progresista de Euchre se pasaban por la carpa ya tarde, y se arriesgaban a reñir con sus novias y a la condena general por haber bailado un vals con «las criadas».