El invierno se abate de un modo salvaje sobre una pequeña ciudad de la pradera. El viento que sopla de los campos desnuda todas las pantallas de hojas que ocultan un jardín de otro durante el verano y las casas parecen acercarse. Los tejados, que parecían tan lejanos al otro lado de las verdes copas de los árboles, se ven ahora con toda nitidez y son mucho más feos que cuando enredaderas y arbustos suavizan sus ángulos.
Por la mañana, de camino a la escuela, luchando contra el viento, no veía nada más que la carretera delante de mí; pero a última hora de la tarde, cuando volvía a casa, la ciudad me parecía triste y desolada. La pálida y fría luz del ocaso invernal no embellecía: era como la luz de la verdad misma. Cuando las nubes grises eran muy bajas en el Oeste y el sol rojo se ponía tras ellas, dejando un tinte rosado sobre los tejados nevados y los azules ventisqueros, volvía a levantarse el viento con una especie de canción acerba, como si dijera: «Esto es la realidad, tanto si te gusta como si no. Todas aquellas frivolidades del verano, la luz y la sombra, la máscara viva de verdor, estremecida, que todo lo cubre, eran mentiras, y esto es lo que había debajo. Esto es la verdad». Era como si nos castigaran por amar la belleza del verano.
Si me entretenía jugando a la salida de la escuela o iba a la estafeta a por el correo y me quedaba a escuchar chismes junto a la expendeduría de tabaco, llegaba a casa de noche. El sol se había ocultado; las calles heladas se extendían largas y azules ante mí; las luces brillaban tenuemente en las ventanas de las cocinas y al pasar llegaba hasta mí el olor de los guisos que se preparaban para la cena. Había pocas personas en la calle y todas caminaban deprisa, pensando en un buen fuego. Las resplandecientes estufas de las casas eran como imanes. Cuando uno se cruzaba con un viejo, no le veía del rostro más que la nariz roja asomando entre una barba helada y un gran gorro de pieles. Los hombres jóvenes caminaban con las manos en los bolsillos, y a veces probaban a patinar por la acera helada. Los niños, con sus capuchas y bufandas de vivos colores, no caminaban, sino que corrían desde el momento en que salían por la puerta de su casa, golpeándose los costados con las manos enguantadas. Cuando llegaba a la iglesia metodista, estaba más o menos a medio camino de casa. Recuerdo lo alegre que me ponía cuando por casualidad había una luz encendida en la iglesia y el cristal pintado de la ventana arrojaba su resplandor sobre nosotros cuando pasábamos por la fría calle. En el lóbrego invierno, se apoderaba de la gente un hambre de color, como la avidez de los lapones por las grasas y el azúcar. Sin saber por qué, nos parábamos frente a la iglesia cuando tenían las lámparas encendidas para el ensayo del coro o una reunión evangélica, temblando y charlando hasta que teníamos los pies como carámbanos. Los rojos, verdes y azules rudimentarios de aquel cristal coloreado nos retenían allí.
En las noches invernales, las ventanas iluminadas de los Harling me atraían tanto como el cristal coloreado. Dentro de aquella casa cálida y espaciosa también había color. Después de cenar, solía coger el gorro, meter las manos en los bolsillos y atravesar el seto de sauces como perseguido por las brujas. Por supuesto, si el señor Harling estaba en casa, si su sombra se perfilaba en la persiana de la habitación que daba al Oeste, no llegaba a entrar, sino que daba media vuelta y volvía a casa por el camino más largo, por la calle, preguntándome qué libro leería, sentado junto a mis abuelos.
Tales decepciones no hacían sino añadir un incentivo mayor a las noches en que representábamos charadas o celebrábamos un baile de disfraces en la salita de atrás y Sally se vestía siempre de chico. Frances nos enseñó a bailar aquel invierno, y desde la primera lección vaticinó que Ántonia sería la que mejor bailara de todos nosotros. Los sábados por la noche, la señora Harling interpretaba al piano viejas óperas —Martha, Norma, Rigoletto— y nos contaba la historia mientras tocaba. Todos los sábados por la noche eran una fiesta. El salón, la salita y el comedor eran estancias cálidas e iluminadas, con cómodas sillas y sofás y cuadros alegres en las paredes. Uno se sentía siempre como en casa. Ántonia se sentaba con nosotros para coser; empezaba ya a hacerse bonitos vestidos para sí misma. Tras las largas noches invernales en la pradera, con los silencios hoscos de Ambrosch y las quejas de su madre, la casa de los Harling era «como el Paraíso», según ella misma decía. Nunca estaba demasiado cansada para hacernos caramelos o galletas de chocolate. Si Sally le susurraba al oído o Charley le guiñaba el ojo un par de veces, Tony se iba corriendo a la cocina y encendía el fuego en los mismos fogones donde había preparado ya las tres comidas del día.
Mientras esperábamos sentados en la cocina a que se hornearan las galletas o se enfriara el caramelo, Nina convencía a Ántonia con zalamerías para que le contara historias: sobre la ternera que se rompió una pata, o cómo Yulka salvó a sus pequeños pavos de ahogarse en el arroyo, o sobre las Navidades y las bodas en Bohemia. Nina interpretaba la historia del nacimiento con gran fantasía, y pese a nuestras burlas, abrigaba la convicción de que Jesús había nacido en Bohemia poco antes de que los Shimerda hubieran abandonado el país. A todos nos gustaban las historias de Tony. Su voz tenía una cualidad peculiar que cautivaba; era grave, un poco ronca, y uno notaba siempre la respiración que la hacía vibrar. Todo cuanto explicaba parecía salirle directamente del corazón.
Una noche, mientras escogíamos nueces para hacer caramelo, Tony nos contó una nueva historia.
—Señora Harling, ¿ha oído usted hablar de lo que ocurrió en el asentamiento noruego el verano pasado, mientras yo estaba allí durante la trilla? Estábamos en las tierras de los Iverson, y yo conducía uno de los carros de grano.
La señora Harling salió y se sentó con nosotros.
—¿Echabas tú misma el trigo al granero, Tony? —preguntó. Sabía que era un trabajo realmente pesado.
—Sí, señora. Manejaba la pala tan deprisa como Andern, el chico gordo que conducía el otro carro. Un día hizo un calor espantoso. Cuando volvimos al campo después de comer, nos tomamos las cosas con cierta calma. Los hombres engancharon los caballos y pusieron en marcha la máquina, y Ole Iverson estaba arriba, cortando tiras para las gavillas. Yo me había sentado, buscando la sombra de un almiar. Mi carro no sería el primero en salir y aquel día, no sé por qué, el calor me resultaba insoportable. El sol era tan intenso que parecía a punto de abrasar la tierra. Al cabo de un rato, vi llegar a un hombre caminando por los rastrojos, y cuando se acercó vi que era un vagabundo. Los dedos le asomaban por la punta de los zapatos, hacía mucho tiempo que no se afeitaba, y tenía los ojos muy rojos y brillantes, como si estuviera enfermo. Vino directo hacia mí y empezó a hablarme como si me conociera. Dijo: «El agua ha bajado tanto en los estanques de esta región que un hombre no podría ahogarse en ellos aunque quisiera».
»Yo le dije que nadie quería ahogarse, pero que si no llovía pronto tendríamos que usar la bomba para sacar el agua que necesitaba el ganado.
»—¡Ganado! —dijo él—. ¡No os preocupa más que el ganado! ¿No tenéis cerveza por aquí?
»Le contesté que tendría que ir a ver a los bohemios si quería cerveza; los noruegos no bebían nada de cerveza mientras trillaban.»
—¡Dios mío! —dijo—. Así que ahora son noruegos, ¿eh? Yo pensaba que esto era América.
»Entonces se acercó a la máquina y le gritó a Ole Iverson:
»—Hola, amigo, déjeme subir. Puedo ayudarle a cortar tiras, y estoy harto de vagabundear. No pienso seguir.
»Intenté advertir a Ole por señas, porque pensé que aquel hombre estaba loco y que tal vez haría parar la máquina. Pero Ole se alegró de poder bajar y alejarse del sol y la paja, que te cae en el cuello y se te queda pegada cuando hace tanto calor. Así que Ole se bajó de un salto y se metió debajo de un carro, y el vagabundo se subió a la máquina. Estuvo cortando tiras durante unos minutos y luego, señora Harling, me saludó con la mano y se lanzó de cabeza a la trilladora, por donde entra el trigo.
»Yo me puse a chillar y los hombres corrieron para detener a los caballos, pero la correa lo había arrastrado, y cuando consiguieron parar la máquina, ya lo había cortado en pedazos. Costó muchísimo sacarlo de allí dentro, de tan encajado como estaba; la máquina no ha vuelto a funcionar bien desde entonces.
—¿Estaba muerto, Tony? —preguntamos nosotros.
—¿Que si estaba muerto? ¡Ya lo creo! Bueno, bueno, Nina está muy alterada. No hablemos más de esto. No llores, Nina. Ningún viejo vagabundo vendrá a llevarte mientras Tony esté aquí.
La señora Harling intervino con tono severo.
—Deja de llorar, Nina, o si no te mandaré arriba cuando Ántonia nos cuente historias del campo. ¿Consiguieron descubrir de dónde procedía aquel hombre, Ántonia?
—No, señora. No lo habían visto en ningún sitio, salvo en un pueblo llamado Conway. Intentó conseguir cerveza, pero allí no había cantina. Tal vez llegara en un tren de mercancías, pero el guardafrenos no lo vio. No le encontraron cartas ni ninguna otra cosa encima; no llevaba nada más que una navaja vieja en el bolsillo, un hueso de la suerte de pollo, envuelto en un trozo de papel, y algo de poesía.
—¿Poesía? —exclamamos.
—Lo recuerdo —dijo Frances—. Era un viejo recorte de periódico con «The Old Oaken Bucket», casi ilegible. Ole Iverson lo trajo a la oficina y me lo enseñó.
—Bueno, ¿no le pareció extraño, señorita Frances? —preguntó Tony pensativamente—. ¿Por qué habría de querer matarse alguien en verano? ¡Y en la época de la trilla, además! Es entonces cuanto todo está más bonito.
—Cierto, Ántonia —dijo la señora Harling con entusiasmo—. Quizá vaya a tu casa y te ayude a trillar el verano que viene. ¿No está ya el caramelo en su punto? Hace un buen rato que lo huelo.
Entre Ántonia y su señora existía una armonía básica. Ambas tenían un carácter fuerte e independiente. Sabían cuáles eran sus gustos y no andaban siempre intentando imitar a otras personas. Adoraban a los niños, los animales y la música, y los juegos rudos, y cavar la tierra. Les gustaba preparar comidas abundantes y suculentas y ver cómo se las comían los demás; hacer camas blandas y blancas y ver a los más jóvenes durmiendo en ellas. Ridiculizaban a las personas engreídas y ayudaban de buena gana a los menos afortunados. En lo más hondo de cada una de ellas había una especie de jovialidad desbordante, un placer por la vida que no era delicado, sino estimulante. Jamás intenté definirlo, pero era muy consciente de que existía. No podía imaginar a Ántonia viviendo más de cuatro días en cualquier otra casa de Black Hawk que no fuera la de los Harling.