Según decía la abuela a menudo, ya que tenía que vivir en la ciudad, al menos daba gracias a Dios por vivir cerca de los Harling. También ellos habían sido agricultores, como nosotros, y su casa era como una pequeña granja, con un establo enorme y un jardín, y un huerto y pastos, e incluso un molino de viento. Los Harling eran noruegos, y la señora Harling había vivido en Christiania hasta los diez años de edad. Su marido había nacido en Minnesota. Era comerciante en granos y tratante de ganado, y se le tenía por el hombre más emprendedor de toda la región. Dirigía un negocio de elevadores de grano para las ciudades pequeñas que se encontraban a lo largo de la vía férrea hacia el oeste de Black Hawk, y pasaba mucho tiempo fuera de casa. En su ausencia, su mujer era el cabeza de familia.
La señora Harling era de baja estatura, robusta y de apariencia sólida, como su casa. Despedía energía por cada poro de su piel, energía que se hacía notar en el instante mismo en que entraba en una habitación. Su cara era sonrosada y recia, con ojos brillantes que centelleaban y el mentón pequeño y obstinado. Tenía el genio vivo y la risa fácil, tenía una alma jovial. Qué bien recuerdo su risa; tenía el mismo súbito discernimiento que brillaba en sus ojos, era un estallido de humor, breve e inteligente. Su paso vivo hacía vibrar el suelo de su propia casa, y vencía la pereza y la indiferencia allá donde fuera. Le resultaba imposible ser negativa o superficial en lo que hacía. Su entusiasmo, sus simpatías y antipatías virulentas, se manifestaban en todas sus actividades cotidianas. El día de la colada era interesante, jamás aburrido, en casa de los Harling. La confección de conservas era un prolongado festejo y la limpieza de la casa era igual que una revolución. Cuando la señora Harling trabajó el huerto aquella primavera, percibimos la conmoción que producía con su enérgica actividad a través del seto de sauces que separaba nuestra propiedad de la suya.
Tres de sus hijos tenían más o menos mis años. Charley, el único varón —habían perdido a otro hijo mayor—, tenía dieciséis; Julia, conocida por su afición a la música, cumplía los catorce años al mismo tiempo que yo; y Sally, la marimacho de cabellos cortos, era un año menor. Sally era casi tan fuerte como yo, y asombrosamente diestra en todos los deportes de chicos. Era una criatura salvaje con el pelo amarillo, quemado por el sol y cortado a la altura de las orejas, y tenía la cara morena, pues no llevaba jamás sombrero. Era capaz de recorrer la ciudad en un único patín de ruedas, a menudo hacía trampas jugando a las canicas, pero era tan rápida que nadie la pillaba.
La hija mayor, Frances, era una persona muy importante en nuestro mundo. Era la mano derecha de su padre, y prácticamente llevaba sola la oficina de Black Hawk durante sus frecuentes ausencias. Debido a su talento para los negocios, fuera de lo corriente, su padre era severo y exigente con ella. Cobraba un buen salario, pero tenía pocas fiestas y siempre estaba atada por sus responsabilidades. Incluso los domingos iba a la oficina para abrir el correo y leer las cotizaciones. Con Charley, que no estaba interesado en los negocios, sino que se preparaba para ingresar en Annapolis[16], el señor Harling era muy indulgente; le compraba rifles y herramientas y baterías eléctricas, y no le preguntaba nunca qué hacía con todo aquello.
Frances era morena, como su padre, y casi igual de alta. En invierno llevaba una chaqueta y un gorro de piel de foca. El señor Harling y ella volvían juntos a casa por la tarde, charlando sobre vagones de grano y ganado, como dos hombres. Algunas veces Frances venía a ver al abuelo después de cenar, y sus visitas lo halagaban. En más de una ocasión aunaron sus esfuerzos y aguzaron el ingenio para salvar a algún desdichado granjero de las garras de Wick Cutter, el prestamista de Black Hawk. El abuelo decía que Frances Harling era tan sagaz en cuestiones de créditos como cualquier banquero de los alrededores. Los dos o tres hombres que habían intentado engañarla en una transacción comercial se hicieron célebres por su derrota. Frances conocía a todos los granjeros en varios kilómetros a la redonda: cuántas tierras tenían en cultivo, cuánto ganado alimentaban, qué deudas tenían. Su interés por aquella gente iba más allá de lo puramente comercial. Los llevaba a todos en la cabeza como si fueran personajes de un libro o una obra de teatro.
Cuando Frances recorría la región por negocios, se desviaba varios kilómetros de su camino para visitar a alguna persona mayor, o para ver a las mujeres que raras veces acudían a la ciudad. Comprendía con rapidez a las abuelas que no hablaban inglés, y las más reticentes y suspicaces le contaban sus historias sin darse cuenta. Frances asistía a los funerales y bodas de las granjas, hiciera el tiempo que hiciera. Todas las hijas de los granjeros podían contar con un regalo de Frances Harling el día de su boda.
En agosto, la cocinera danesa de los Harling tuvo que abandonarlos. La abuela les rogó que probaran a Ántonia, y obligó a Ambrosch a escucharla en la siguiente ocasión en que éste fue a la ciudad. Le hizo ver que toda relación con Christian Harling reforzaría su posición y resultaría beneficiosa para él. Un domingo, la señora Harling emprendió el largo trayecto hasta la casa de los Shimerda, acompañada por Frances. Afirmó que quería ver «de dónde salía la chica» y llegar a un entendimiento con su madre. Yo estaba en el jardín cuando volvieron a casa, justo antes del ocaso. Se rieron y me saludaron con la mano al pasar, y observé que estaban de muy buen humor. Después de cenar, cuando el abuelo salió en dirección a la iglesia, la abuela y yo atajamos por el seto de sauces para ir a casa de los Harling y preguntar por la visita a los Shimerda.
Encontramos a la señora Harling con Charley y Sally en el porche de delante, descansando del largo viaje en carro. Julia estaba tumbada en la hamaca —era aficionada al reposo— y Frances estaba sentada al piano, tocando a oscuras y hablando con su madre a través de la ventana abierta.
La señora Harling se echó a reír cuando nos vio llegar.
—Imagino que habrá dejado los platos sin recoger esta noche, señora Burden —dijo. Frances cerró el piano y salió para unirse a nosotros.
Ántonia les había gustado desde el momento en que la vieron; les pareció que sabían exactamente qué tipo de chica era. En cuanto a la señora Shimerda, la encontraban muy divertida. La señora Harling soltaba una risita siempre que hablaba de ella.
—Creo que me desenvuelvo mejor con esa clase de pájaros que usted, señora Burden. ¡Menuda pareja, ese Ambrosch y su madre!
Habían mantenido una larga discusión con Ambrosch sobre el complemento para ropa y el dinero de bolsillo de Ántonia. Él quería que cada mes le entregaran hasta el último centavo del salario de su hermana, para darle luego las ropas que considerara necesarias. Cuando la señora Harling le dijo con firmeza que retendría cincuenta dólares al año para disfrute personal de Ántonia, Ambrosch exclamó que querían llevarse a su hermana a la ciudad y emperifollarla y hacer de ella una tonta. La señora Harling nos hizo una vívida descripción del comportamiento de Ambrosch durante toda la entrevista; explicó que no paraba de levantarse y de ponerse la gorra, como si diera por zanjado el asunto, y que su madre le tiraba del faldón de la chaqueta y le apuntaba lo que debía decir en bohemio. La señora Harling acordó finalmente pagar tres dólares a la semana por los servicios de Ántonia —un buen salario en aquel tiempo— y proporcionarle el calzado. Se había producido una acalorada disputa con respecto a los zapatos, tras la cual la señora Shimerda había dicho finalmente, con tono persuasivo, que enviaría tres gansos cebados al año a la señora Harling para «arreglar cuentas». Ambrosch llevaría a su hermana a la ciudad el sábado siguiente.
—Es muy posible que al principio la encuentre torpe y ruda —dijo la abuela con inquietud—, pero a menos que la dura vida que ha llevado la haya estropeado ya, tiene un carácter muy servicial.
La señora Harling soltó una de sus carcajadas breves y decididas.
—¡Oh, eso no me preocupa, señora Burden! Creo que podré sacar lo mejor que hay en ella. Tiene diecisiete años apenas, no es demasiado vieja para aprender. ¡Y es guapa, además! —añadió calurosamente. Frances se volvió hacia la abuela.
—¡Ah, sí, señora Burden, no nos lo había dicho! Estaba trabajando en el huerto cuando llegamos, descalza y harapienta. Pero tiene unos espléndidos brazos morenos, igual que las piernas, y un maravilloso color en las mejillas, como esas grandes ciruelas de color rojo oscuro.
Nos agradaron estas alabanzas. La abuela habló con profunda emoción.
—Cuando llegó aquí con su familia, Frances, y tenía a aquel gentil hombre que era su padre para vigilarla, era la niña más bonita que se pueda imaginar. Pero ¡Dios Santo, menuda vida ha llevado en los campos con esos brutos segadores! Las cosas habrían sido muy distintas para la pobre Ántonia si su padre hubiera vivido.
Los Harling nos pidieron que les habláramos de la muerte del señor Shimerda y de la gran tormenta de nieve. Cuando vimos al abuelo llegando a casa desde la iglesia, les habíamos contado ya prácticamente todo lo que sabíamos de los Shimerda.
—La chica será feliz aquí y olvidará esas cosas —dijo la señora Harling con tono confiado, cuando nos levantamos para irnos.