I

Mi abuelo decidió trasladarse a Black Hawk cuando hacía tres años que yo vivía con ellos. La abuela y él se estaban haciendo viejos para el duro trabajo de una granja y, dado que yo tenía ya trece años, pensaron que debía empezar a estudiar. Así pues, arrendamos nuestra casa a «esa buena mujer, la viuda Steavens», y a su hermano soltero, y compramos la casa del predicador White, situada en el extremo norte de Black Hawk. Era la primera casa que se veía al llegar desde la granja, punto de referencia que indicaba a los granjeros que su largo camino hasta la ciudad había terminado.

Pensábamos mudarnos a Black Hawk en marzo, y tan pronto como el abuelo fijó la fecha, comunicó sus intenciones a Jake y a Otto. Otto declaró que no era probable que encontrara otro lugar que le conviniera, que se había cansado de trabajar la tierra y que seguramente volvería a lo que él llamaba el «salvaje Oeste». Atraído por los relatos aventureros de Otto, Jake Marpole decidió irse con él. Hicimos todo lo posible por disuadirlo. Estaba en clara desventaja a causa de su analfabetismo y su carácter confiado, y sería una presa fácil para cualquier embaucador. La abuela le rogó que se quedara entre personas buenas y cristianas que lo conocían, pero no hubo forma de hacerle entrar en razón. Quería ser buscador de oro. Creía que había una mina de plata esperándole en Colorado.

Jake y Otto nos fueron útiles hasta el último momento. Se encargaron de trasladarlo todo a la ciudad, pusieron las alfombras en nuestra nueva casa, hicieron estantes y alacenas para la cocina de la abuela, y parecieron reacios a abandonarnos. Pero al final se marcharon sin previo aviso. Aquellos dos hombres habían sido leales a nuestra familia en las condiciones más adversas, nos habían dado cosas que no pueden comprarse en ningún mercado del mundo. Conmigo se habían portado como hermanos mayores; habían cuidado la lengua y los modales en beneficio mío, y me habían ofrecido su amistad. Pero una mañana, vestidos con sus trajes de domingo y sus bolsas de viaje de hule en la mano, se subieron al tren que iba al Oeste… y no volví a verlos jamás. Meses más tarde nos llegó una postal de Otto, diciendo que Jake había enfermado de fiebre de las montañas, pero que después se habían puesto a trabajar los dos en la mina Yankee Girl[15], y que les iba bien. Les escribí a esa dirección, pero me devolvieron la carta con el sello de «No reclamada». Después de aquello, no volvimos a tener noticias suyas.

Black Hawk, el nuevo mundo en el que vivíamos, era una pequeña ciudad de la pradera, limpia y de trazado regular, con vallas blancas y bonitos jardines alrededor de las viviendas, calles amplias y polvorientas, y aceras de madera flanqueadas por arbolitos de buena planta. En la ciudad había dos hileras de «almacenes», que eran edificios nuevos de ladrillo, una escuela también de ladrillo, el juzgado y cuatro iglesias blancas. Desde nuestra casa, situada en el lugar más alto, se veía toda la ciudad, y desde las ventanas superiores se divisaba la línea sinuosa de las orillas escarpadas del río, a tres kilómetros en dirección Sur. El río sería mi compensación por la libertad perdida que antes disfrutaba en el campo.

Llegamos a Black Hawk en marzo, y a finales de abril nos sentíamos ya como perfectos ciudadanos. El abuelo era diácono de la nueva Iglesia Baptista, la abuela estaba ocupada con las comidas de la iglesia y las sociedades misioneras, y yo era otro muy distinto, o creía que lo era. Hallándome de repente entre chicos de mi propia edad, descubrí que me quedaban muchas cosas por aprender. Antes de terminar el trimestre de primavera del colegio, sabía ya pelear, jugar a «canicas», tomarle el pelo a las chicas y utilizar palabras prohibidas tan bien como cualquier otro chico de mi clase. Me libré de convertirme en un completo salvaje únicamente por el hecho de que la señora Harling, nuestra vecina más próxima, vigilaba mi comportamiento, y si éste traspasaba ciertos límites, no me permitía entrar en su jardín ni jugar con sus alegres hijos.

Veíamos más a nuestros vecinos de la pradera que cuando vivíamos en la granja. Nuestra casa era el lugar perfecto para hacer un alto en el camino. Teníamos un establo enorme en el que los granjeros podían guardar los caballos, y sus mujeres los acompañaban más a menudo ahora que podían quedarse con nosotros a comer, descansar y arreglarse el sombrero antes de ir a comprar. Cuanto más se parecía nuestro hogar a un hotel rural, más me gustaba a mí. Me alegraba, cuando volvía a mediodía de la escuela, ver un carro en la parte de atrás, y siempre estaba dispuesto a bajar a la ciudad para comprar filetes o pan del panadero para alguna visita inesperada. Durante toda aquella primavera y aquel verano, los primeros en la ciudad, mantuve la esperanza de que Ambrosch trajera a Ántonia y a Yulka a ver nuestra nueva casa. Quería enseñarles nuestros lujosos muebles tapizados en rojo y los querubines tocando la trompeta que el empapelador alemán había colocado en el techo de la sala de estar.

Sin embargo, cuando Ambrosch venía a la ciudad, venía solo, y aunque dejaba los caballos en nuestro establo, no se quedaba nunca a comer, ni nos contaba nada de su madre y sus hermanas. Si salíamos corriendo y le hacíamos preguntas cuando pasaba por delante, se limitaba a encoger los hombros y a decir:

—Están bien, supongo.

La señora Steavens, que vivía en nuestra granja, se encariñó tanto con Ántonia como antes nosotros, y siempre nos traía noticias suyas. Según nos contó, durante la siega del trigo, Ambrosch había hecho trabajar a su hermana como a un hombre, y Ántonia había recorrido las granjas para hacer gavillas o ayudar a los trilladores. Caía bien a los granjeros, que la trataban con amabilidad; afirmaban que la preferían a Ambrosch. Con la llegada del otoño, tenía que ir a desgranar maíz para los vecinos hasta la Navidad, como había hecho el año anterior. Pero la abuela la libró de aquellas ocupaciones, consiguiéndole un empleo en casa de nuestros vecinos, los Harling.