Julio llegó acompañado de ese calor opresivo y luminoso que hace de las llanuras de Kansas y de Nebraska la mejor tierra para cultivar maíz del mundo. Daba la sensación de que se podía oír el maíz crecer por la noche; bajo las estrellas, se captaba un débil crujido en los maizales cubiertos de rocío, que despedían un fuerte olor donde se erguían los tallos jugosos y verdes con forma de plumero. Aunque la gran llanura que va del río Misuri a las Montañas Rocosas hubiera estado toda ella cubierta por el cristal de un invernadero y el calor se hubiese regulado mediante un termostato, en nada habría mejorado la situación de las flores amarillas que maduraban y fertilizaban sus estilos sedosos día tras día. Los maizales estaban muy separados unos de otros en aquellos tiempos, con varios kilómetros de pastos abiertos de por medio. Se necesitaba un ojo sagaz y reflexivo como el de mi abuelo para prever que se extenderían y multiplicarían hasta convertirse, no ya en los maizales de los Shimerda o del señor Bushy, sino en los maizales del mundo entero; que su producción sería uno de los grandes hitos económicos, como la cosecha de trigo de Rusia, que sustentan todas las actividades humanas, así en la paz como en la guerra.
El sol abrasador de aquellas pocas semanas, con lluvias nocturnas de carácter esporádico, garantizaba la cosecha de maíz. Una vez formadas las lechosas espigas, poco teníamos que temer del tiempo seco. Los hombres trabajaban con tanto empeño en los trigales que no notaban el calor —aunque yo andaba todo el día ocupado en llevarles agua—, y la abuela y Ántonia tenían tantas cosas que hacer en la cocina que no habrían sabido decir qué día era más caluroso. Cada mañana, cuando la hierba estaba todavía cubierta de rocío, Ántonia subía conmigo a la huerta a recoger verduras para la comida. La abuela la hacía llevar un sombrero de paja, pero en cuanto llegábamos a la huerta lo arrojaba sobre la hierba y dejaba que sus cabellos flotaran con la brisa. Recuerdo que, cuando nos inclinábamos a recoger los guisantes, las gotas de sudor se le acumulaban bajo la nariz como un pequeño bigote.
—¡Ah, me gusta más trabajar al aire libre que en una casa! —solía canturrear, regocijada—. No importa que tu abuela diga que me hace como un hombre. Me gusta ser como un hombre. —Echaba entonces la cabeza hacia atrás y me pedía que le palpara los músculos del moreno brazo.
Nos alegraba su presencia en la casa. Era tan vivaz y receptiva que uno no hacía caso de sus fuertes y ágiles pisadas, ni del ruido que solía hacer con los cacharros. La abuela estuvo muy animada durante las semanas que Ántonia trabajó para nosotros.
Tuvimos bochorno todas las noches durante aquella cosecha. Los cosechadores dormían en el pajar porque era más fresco que la casa. Yo dormía en mi cama junto a la ventana abierta, contemplando los lejanos relámpagos que iluminaban tenuemente el horizonte o la figura espectral del molino, recortada en el firmamento de intenso tono azul.
Una noche hubo una hermosa tormenta eléctrica, aunque no llovió lo suficiente para dañar el grano segado. Los hombres bajaron al granero inmediatamente después de la cena y, una vez fregados los platos, Ántonia y yo trepamos al tejado inclinado del gallinero para observar las nubes. Los fuertes truenos tenían una resonancia metálica, como la vibración de una lámina de hierro, y los relámpagos cruzaban el cielo de parte a parte en grandes zigzags, iluminándolo todo unos instantes y haciéndolo parecer más cercano. La mitad del cielo estaba cubierta a intervalos por negros nubarrones, pero todo el poniente era luminoso y estaba despejado: a la luz fugaz de los rayos, parecía un océano de oscuro color azul que reflejaba la luz de la luna; y la parte veteada por las nubes semejaba un pavimento de mármol, como el espléndido paseo marítimo de una ciudad costera, condenado a la destrucción. Grandes gotarrones de lluvia cálida cayeron sobre nuestras caras vueltas hacia lo alto. Una nube negra, tan pequeña como un bote, se alejó sola hacia el espacio despejado y siguió avanzando hacia el Oeste. Oíamos por doquier el sordo repiqueteo de las gotas de lluvia en la tierra blanda. La abuela apareció en el umbral de la puerta para decirnos que era tarde y que acabaríamos empapados si seguíamos allí.
—Enseguida vamos —le gritó Ántonia—. Me gusta tu abuela, y todo lo vuestro —suspiró—. Ojalá mi papá estuviera vivo para ver este verano. Ojalá el invierno no volviera otra vez.
—Aún nos queda mucho verano —le aseguré—. ¿Por qué no estás siempre como ahora, Tony?
—¿Cómo estoy ahora?
—Bueno, pues así; siendo tú misma. ¿Por qué intentas siempre ser como Ambrosch?
Enlazó las manos bajo la nuca y se tumbó de espaldas, contemplando el cielo.
—Si yo viviera en esta casa, como tú, sería diferente. Para ti todo será fácil. Pero será muy difícil para nosotros.