Cuando empecé a ir a la escuela rural, vi cada vez menos a los bohemios. Éramos dieciséis alumnos en la escuela, y todos íbamos hasta allí a caballo y llevábamos el almuerzo. Ninguno de mis compañeros era muy interesante, pero me parecía que, en cierto sentido, haciéndome amigo de ellos, me vengaba de Ántonia por su indiferencia. Desde la muerte del padre, Ambrosch era más que nunca el cabeza de familia y parecía dirigir tanto los sentimientos como la fortuna de su madre y sus hermanas. Ántonia me citaba a menudo sus opiniones, y me daba a entender que lo admiraba, mientras que a mí me consideraba tan sólo un chiquillo. Antes de que acabara la primavera, se produjo una fuerte desavenencia entre los Shimerda y nosotros. Sucedió del modo siguiente.
Un domingo me fui cabalgando hasta su casa con Jake para recuperar una collera de caballo que había prestado a Ambrosch y éste no le había devuelto. Era una hermosa mañana con el cielo azul. Las flores de las vezas formaban nubes rosas y púrpuras a lo largo del camino, y las alondras, posadas en los tallos secos de los girasoles del año anterior, cantaban al sol con la cabeza echada hacia atrás y el pecho amarillo y tembloroso. El viento soplaba a nuestro alrededor en ráfagas cálidas y dulces. Cabalgábamos despacio, con una agradable sensación de indolencia dominical.
Encontramos a los Shimerda trabajando como si fuera un día de cada día. Marek estaba limpiando el establo y Ántonia y su madre estaban en el huerto, al otro lado de la charca, en lo alto del barranco. Ambrosch, en la torre del molino de viento, engrasando la rueda. Bajó con un aire no demasiado cordial. Cuando Jake le pidió la collera, soltó un gruñido y se rascó la cabeza. La collera pertenecía al abuelo, claro está, y Jake, sintiéndose responsable, se enfureció.
—Mira, no me digas que no la tienes, Ambrosch, porque sé que sí, y si no vas a buscarla tú, iré yo.
Ambrosch se encogió de hombros y bajó la colina despreocupadamente en dirección al establo. Era fácil adivinar que tenía uno de sus días malos. Regresó al poco rato con una collera en muy mal estado: pisoteada y mordisqueada por las ratas hasta hacer asomar el pelo del relleno.
—¿Esto es lo que quieres? —preguntó con tono hosco.
Jake saltó al suelo. Vi su cara enrojecer bajo la barba de varios días.
—Ésta no es la pieza del arnés que te presté, Ambrosch, o si lo es, está en un estado lamentable. No voy a llevársela al señor Burden en ese estado.
Ambrosch dejó caer la collera a tierra.
—Muy bien —dijo fríamente, recogió la lata de aceite y se dispuso a subirse al molino. Jake lo cogió por el cinturón de los pantalones y tiró de él. Apenas había tocado con los pies en el suelo, cuando Ambrosch se abalanzó sobre Jake y le lanzó una violenta patada al estómago. Por suerte Jake estaba colocado de tal modo que pudo esquivarla. Aquél no era el tipo de cosas que hacían los chicos del campo cuando se peleaban jugando, y Jake se puso furioso. Descargó un golpe en la cabeza de Ambrosch; sonó como el chasquido de una hacha al hendir una calabaza. Ambrosch cayó al suelo sin sentido.
Oímos chillidos y, al alzar los ojos, vi a Ántonia y a su madre que venían a la carrera. No tomaron el camino que rodeaba la charca, sino que vadearon el agua fangosa, sin levantarse siquiera las faldas. Vinieron hacia nosotros chillando y agitando las manos en el aire. Mientras tanto, Ambrosch había recobrado el conocimiento y escupía la sangre que le brotaba de la nariz. Jake se subió al caballo de un salto.
—Salgamos de aquí, Jim —dijo.
La señora Shimerda echó las manos hacia atrás y cerró los puños como si fuera a arrojar rayos.
—¡Ley, ley! —gritó a nuestras espaldas—. ¡Ley por derribar mi Ambrosch!
—Ya nunca más me gustáis, Jake y Jim Burden —gritó Ántonia, jadeando—. ¡No más amigos!
Jake se detuvo y volvió su montura un instante.
—Bueno, sois unos condenados desagradecidos todos vosotros —les gritó—. Seguro que los Burden se las arreglarán perfectamente sin vosotros. ¡De todas formas, no les habéis dado más que problemas!
Nos alejamos, hirviendo de indignación hasta el punto de perder la hermosa mañana todo su encanto. Yo no sabía qué decir, y el pobre Jake estaba tan blanco como el papel y temblaba de pies a cabeza. Le ponía enfermo enfurecerse de aquel modo.
—No son iguales que nosotros, Jimmy —repetía una y otra vez con tono ofendido—. Esos extranjeros no son iguales que nosotros. No se puede confiar en que jueguen limpio. Es un sucio truco darle una patada a alguien. Ya has visto cómo las mujeres se volvían contra ti… ¡y después de todo lo que tuvimos que pasar por su culpa el invierno pasado! No son de fiar. No quiero que te hagas amigo de ninguno de ellos.
—Nunca más seré su amigo, Jake —afirmé con vehemencia—. Creo que en el fondo son todos como Krajiek y Ambrosch.
El abuelo escuchó nuestro relato con los ojos brillantes. Aconsejó a Jake que se fuera a la ciudad al día siguiente, a ver al juez de paz, que le contara que había derribado al joven Shimerda y que pagara la multa. Así se anticiparía a la señora Shimerda, si ésta decidía armar alboroto —su hijo era aún menor de edad—. Jake dijo que cogería el carro y aprovecharía el viaje para llevar al mercado el cerdo que había estado cebando. El lunes, más o menos una hora después de que Jake se hubiera marchado, vimos pasar a la señora Shimerda y a Ambrosch en el carro, muy altaneros, sin mirar a derecha ni a izquierda. Cuando se perdieron de vista por el camino de Black Hawk, el abuelo rio entre dientes, diciendo que era lo que esperaba.
Jake pagó la multa con un billete de diez dólares que el abuelo le había dado para tal fin. Pero cuando los Shimerda descubrieron que Jake había vendido su cerdo en la ciudad aquel mismo día, Ambrosch imaginó en su astuta cabeza que Jake había tenido que vender el cerdo para pagar la multa. Por lo visto esta teoría proporcionó una gran satisfacción a los Shimerda. Durante las semanas que siguieron, siempre que Jake y yo nos cruzábamos con Ántonia cuando iba a la oficina de correos o pasaba con su tiro de caballos de labor, daba una palmada y nos gritaba con voz maliciosa y fanfarrona:
—¡Jake-y, Jake-y, vende el cerdo y paga el golpe!
Otto fingió no sorprenderse por el comportamiento de Ántonia. Se limitó a enarcar las cejas y dijo:
—No hay nada que me extrañe de un checo; soy austríaco.
El abuelo no tomó nunca partido en lo que Jake llamó nuestra rencilla con los Shimerda. Ambrosch y Ántonia lo saludaban siempre con respeto y él se interesaba por sus asuntos y les daba consejos, como de costumbre. El abuelo pronosticaba un futuro esperanzador para la familia. Ambrosch era un individuo avispado; pronto se dio cuenta de que sus bueyes eran demasiado pesados para cualquier labor que no fuera la de roturar y consiguió vendérselos a un alemán recién llegado. Con el dinero compró otro tiro de caballos, que el abuelo escogió por él. Marek era fuerte, y Ambrosch le hacía trabajar de firme, pero recuerdo que no logró jamás que aprendiera a cultivar maíz. La única idea que llegó a asimilar el espeso cerebro del pobre Marek fue que todo trabajo esforzado era encomiable. Siempre hacía tanta fuerza sobre los estevones del arado y hundía las cuchillas en el suelo a tanta profundidad, que los caballos quedaban exhaustos enseguida.
En junio, Ambrosch se fue a trabajar una semana a las tierras del señor Bushy y se llevó a Marek con él a jornal completo. La señora Shimerda se ocupó entonces de conducir el segundo arado; ella y Ántonia trabajaban en el campo todo el día y dejaban los quehaceres domésticos para la noche. Mientras las dos mujeres se ocupaban de la propiedad ellas solas, a uno de los caballos nuevos le dio un cólico; se llevaron un susto de muerte.
Ántonia había bajado una noche al establo para comprobar que todo estaba en orden antes de acostarse, y notó que uno de los caballos ruanos tenía el vientre hinchado y la cabeza le bamboleaba. Montó el otro caballo, sin ensillarlo siquiera, y aporreó nuestra puerta justo cuando estábamos a punto de irnos a la cama. El abuelo fue quien respondió a su llamada. No envió a uno de sus hombres, sino que la acompañó él mismo a caballo, llevándose consigo una jeringa y un trozo de una alfombra vieja que guardaba para aplicar compresas calientes a nuestros caballos cuando enfermaban. Encontró a la señora Shimerda sentada junto al caballo con un farol, gimiendo y retorciéndose las manos. Apenas unos instantes fueron necesarios para liberar los gases que tenía acumulados la pobre bestia, y las dos mujeres oyeron la ráfaga de aire y vieron que el vientre del ruano disminuía visiblemente en volumen.
—Si pierdo este caballo, señor Burden —exclamó Ántonia—. ¡Nunca me quedo hasta que vuelve Ambrosch! Voy a ahogarme en la charca antes del amanecer.
Cuando Ambrosch volvió de trabajar para el señor Bushy, supimos que había entregado el salario de Marek al sacerdote de Black Hawk para misas por el alma de su padre. La abuela pensaba que Ántonia necesitaba más unos zapatos de lo que el señor Shimerda necesitaba los rezos, pero el abuelo se mostró más tolerante.
—Si, escaso de dinero como está, puede prescindir de seis dólares, es que realmente cree lo que manifiesta creer.
Fue el abuelo quien logró la reconciliación con los Shimerda. Una mañana nos dijo que la cosecha de cereales se presentaba tan bien que pensaba empezar a recolectar el trigo el uno de julio. Necesitaría más hombres, y si a todo el mundo le parecía bien, contrataría a Ambrosch para cosechar y trillar, ya que los Shimerda no habían sembrado otros cereales que no fueran maíz.
—Creo, Emmaline —terminó diciendo—, que pediré a Ántonia que venga a ayudarte en la cocina. Le alegrará ganar algún dinero, y será una buena excusa para aclarar malentendidos. Será mejor que me acerque esta misma mañana para dejarlo todo arreglado. ¿Quieres venir conmigo, Jim? —Su tono me indicó que ya lo había decidido por mí.
Partimos después del desayuno. Cuando la señora Shimerda nos vio llegar, corrió cuesta abajo hacia el barranco que había tras el establo, como si no quisiera verse las caras con nosotros. El abuelo sonrió para sí mientras ataba su caballo, y fuimos en pos de la mujer.
Detrás del establo fuimos a dar con una curiosa visión. Era evidente que la vaca estaba pastando por el barranco, que al llegar nosotros la señora Shimerda había corrido hacia el animal, había arrancado el clavo que sujetaba el cabestro e intentaba esconder la vaca en una vieja cueva del terraplén. Dado que el agujero era angosto y oscuro, la vaca se obstinaba en no entrar, y la mujer le daba cachetes en los cuartos traseros y la empujaba, tratando de meterla en el hueco del barranco a fuerza de golpes.
El abuelo la saludó cortésmente, sin hacer caso de aquella singular ocupación.
—Buenos días, señora Shimerda. ¿Podría decirme dónde está Ambrosch? ¿En qué campo?
—Con el maíz. —Señaló hacia el Norte, delante aún de la vaca, como si esperara ocultarla.
—Su maíz será un buen pienso para este invierno —dijo el abuelo con tono alentador—. ¿Y dónde está Ántonia?
—Junto con su hermano. —La señora Shimerda no dejaba de mover nerviosamente los pies descalzos en el polvo.
—Muy bien. Iré hasta allí. Quiero que vengan a ayudarme en la cosecha de la avena y del trigo el mes que viene. Les pagaré un sueldo. Buenos días. Por cierto, señora Shimerda —añadió al tiempo que enfilaba de nuevo el sendero cuesta arriba—, en lo tocante a la vaca, creo que sería mejor que diéramos la cuenta por saldada. —La señora Shimerda dio un respingo y aferró el ronzal con más fuerza. Al ver que no le comprendía, el abuelo volvió a acercarse—. No es necesario que me pague nada más; no más dinero. La vaca es suya.
—¿No más pagar, quedo con vaca? —preguntó ella con expresión de desconcierto, mirándonos a contraluz con los ojos entornados.
—Exactamente. No pague más, quédese la vaca. —Asintió con la cabeza.
La señora Shimerda dejó caer el ronzal, corrió detrás de nosotros y, arrodillándose junto al abuelo, le cogió la mano y se la besó. No creo que el abuelo se hubiera turbado tanto en toda su vida. También a mí me sorprendió un poco. En cierto modo, aquel gesto pareció llevarnos muy cerca del viejo mundo.
Montamos y nos alejamos riendo, y el abuelo dijo:
—Estoy seguro de que pensaba que habíamos venido a llevarnos la vaca, Jim. ¡Me pregunto si no habría soltado algún arañazo de habernos atrevido a tocar el ronzal!
Nuestros vecinos parecieron alegrarse de hacer las paces con nosotros. El domingo siguiente, la señora Shimerda vino a casa y trajo a Jake un par de calcetines que le había tejido. Se los ofreció con un aire de gran magnanimidad, diciendo:
—¿Ahora no viene más para pegar a mi Ambrosch?
Jake rio tímidamente.
—No quiero tener líos con Ambrosch. Si él no se mete conmigo, yo no me meteré con él.
—Si él golpea, no tenemos cerdo para pagar la multa —insinuó ella.
Jake no mostró el menor desconcierto.
—Usted gana, señora —dijo alegremente—. Decir la última palabra es el privilegio de las mujeres.