El señor Shimerda estuvo de cuerpo presente en el establo durante cuatro días, y al quinto lo enterraron. Jelinek se pasó todo el viernes cavando la tumba con Ambrosch, partiendo la tierra helada con viejas hachas. El sábado desayunamos antes del amanecer y nos subimos al carro con el ataúd. Jake y Jelinek se adelantaron a caballo para liberar el cadáver del charco de sangre helada que lo mantenía sujeto al suelo.
Cuando la abuela y yo entramos en casa de los Shimerda, encontramos solas a la madre y las hijas; Ambrosch y Marek estaban en el establo. La señora Shimerda estaba sentada junto a la estufa, encorvada. Ántonia fregaba los platos. Al verme, salió corriendo de su oscuro rincón y me echó los brazos al cuello.
—¡Oh, Jimmy! —dijo entre sollozos—. ¡Qué pensarás de mi querido papá! —Me pareció percibir los latidos de su corazón destrozado cuando se aferró a mí.
La señora Shimerda, sentada en el tocón junto a la estufa, miraba una y otra vez por encima del hombro hacia la puerta, mientras iban llegando vecinos. Todos venían a caballo excepto el jefe de correos, que había traído a su familia en un carro por el único camino que estaba despejado. La viuda Steavens cabalgó desde su granja, que estaba a doce kilómetros siguiendo la carretera de Black Hawk. El frío indujo a las mujeres a meterse en la covacha, que pronto estuvo abarrotada. Empezó a caer aguanieve y, temerosos de que se desencadenara una nueva tormenta de nieve, estaban todos impacientes por terminar con el funeral.
El abuelo y Jelinek vinieron a decirle a la señora Shimerda que había llegado el momento. Después de abrigar a su madre con las ropas que les habían llevado los vecinos, Ántonia se puso una vieja capa de nuestra casa y el gorro de piel de conejo que le había hecho su padre. Cuatro hombres transportaron el ataúd del señor Shimerda colina arriba; Krajiek marchaba detrás con aire avergonzado. El ataúd era demasiado ancho para pasar por la puerta, así que lo dejaron delante, en el suelo. Salí de la cueva y eché una mirada al señor Shimerda. Estaba tumbado de costado con las rodillas dobladas. El cuerpo iba envuelto en un mantón negro y la cabeza vendada con muselina blanca, como una momia; una de sus largas y hermosas manos era visible sobre el paño negro; eso era lo único que se veía de él.
La señora Shimerda salió, colocó un libro de oraciones abierto sobre el cadáver e hizo la señal de la cruz con los dedos sobre la cabeza vendada. Ambrosch se arrodilló e hizo el mismo gesto, y después de él, Ántonia y Marek. Yulka se quedó atrás. Su madre la empujó hacia adelante, repitiéndole algo una y otra vez. Yulka se arrodilló, cerró los ojos y alargó un poco la mano, pero la retiró y se echó a llorar a lágrima viva. Tenía miedo de tocar el vendaje. La señora Shimerda la cogió por los hombros y la empujó hacia el ataúd, pero la abuela intervino.
—No, señora Shimerda —dijo con firmeza—, no me quedaré viendo cómo se asusta a la niña de este modo. Es demasiado pequeña para comprender lo que le pide usted. Déjela tranquila.
A una mirada del abuelo, Fuchs y Jelinek colocaron la tapa del ataúd y la clavaron. Yo temía mirar a Ántonia. Rodeó a Yulka con los brazos y apretó a la niña contra sí.
Metieron el ataúd en el carro. Nos alejamos en él poco a poco, con la fina y gélida nieve golpeándonos el rostro como ráfagas de arena. Cuando llegamos a la tumba, ésta aparecía como un punto diminuto en la inmensidad cubierta de nieve. Los hombres acarrearon el ataúd hasta el borde del agujero y lo bajaron con cuerdas. Los demás contemplábamos la escena. La nieve, fina como polvo, cubría sin deshacerse los gorros y las espaldas de los hombres y los mantones de las mujeres. Jelinek se dirigió en un tono persuasivo a la señora Shimerda y luego se volvió hacia la abuela.
—Dice, señor Burden, que estará muy contenta si usted reza algo por él en inglés, para que los vecinos lo entiendan.
La abuela miró con inquietud al abuelo. Éste se quitó el sombrero, y los otros hombres lo secundaron. Su oración me pareció extraordinaria. Aún la recuerdo. Empezaba así: «Oh, Dios grande y justo, ningún hombre entre nosotros sabe lo que sabe el que duerme, ni nos corresponde a nosotros juzgar lo que hay entre él y Tú». Rezó para que, si alguno de los presentes había faltado a su obligación con el forastero llegado de tierras lejanas, Dios le perdonara y ablandara su corazón. Evocó las promesas a la viuda y los huérfanos, y pidió a Dios que allanara el camino para aquella viuda y sus hijos, y que «predispusiera el corazón de los hombres a tratarla con justicia». Terminó diciendo que dejábamos al señor Shimerda en «Tus manos justicieras, que son también misericordiosas».
Durante todo el tiempo que estuvo rezando, la abuela lo observó por entre los dedos enguantados en negro, y cuando él dijo «Amén», me pareció que estaba satisfecha. Se volvió hacia Otto y susurró:
—¿No podría cantar un himno, Fuchs? Así parecerá todo menos pagano.
Fuchs miró en torno a sí para ver si los demás aprobaban la sugerencia y luego empezó a cantar Jesús, Amado de mi alma; todos los demás, hombres y mujeres, cantaron con él. Desde entonces, siempre que he vuelto a oír ese himno me ha hecho recordar aquella inmensidad blanca y el pequeño grupo de gente, y el aire azulado, lleno de nieve fina que se arremolinaba como largos velos flotantes:
«Mientras discurren las aguas más cercanas,
Mientras la tempestad sigue en su apogeo.»
………
Años después, lejos los tiempos de los pastos abiertos y arada la tierra bajo la hierba roja hasta hacerla desaparecer casi de la pradera, cuando todos los campos tenían su cerca y las carreteras no discurrían ya por mil y un vericuetos, sino que seguían las líneas divisorias reconocidas oficialmente, la tumba del señor Shimerda seguía allí, rodeada por una alambrada y con una cruz de madera sin pintar. Tal como había predicho el abuelo, la señora Shimerda no vio jamás las carreteras pasando sobre la cabeza de su marido. Justamente en aquel punto, la carretera del norte se curvaba un poco hacia el Este y la carretera del Oeste se desviaba un poco hacia el Sur; de ese modo, la tumba, con su hierba alta y roja que no se había segado jamás, era como un islote, y a la luz del crepúsculo, bajo la luna nueva o la clara estrella vespertina, las carreteras polvorientas semejaban ríos plateados cuyas aguas fluían cerca de ella. No podía pasar por aquel sitio sin emocionarme, y de toda la comarca era el lugar más querido por mí. Me gustaba la oscura superstición, la intención propiciatoria, que había colocado la tumba allí, y aún me gustaba más el espíritu que no había cumplido la sentencia: el error de la medición de los trazados, la clemencia de las carreteras de blanda tierra por las que rodaban los carros de vuelta a casa con la puesta de sol. Estoy convencido de que jamás hubo un viajero cansado que pasara por delante de la cruz de madera sin desearle lo mejor al yaciente.