XIV

La mañana del veintidós me desperté sobresaltado. Antes de abrir los ojos me pareció adivinar que había ocurrido algo fuera de lo normal. Oí voces agitadas en la cocina; por lo aguda que era la de la abuela, comprendí que debía de estar casi fuera de sí. Acogí la posibilidad de una nueva crisis con deleite. ¿Qué podía ser?, me pregunté mientras me apresuraba a vestirme. Tal vez se había quemado el granero; tal vez el ganado había muerto congelado; tal vez algún vecino se había perdido en medio de la ventisca.

Abajo, en la cocina, el abuelo estaba delante del fogón con las manos cruzadas a la espalda. Jake y Otto se habían quitado las botas y se frotaban los pies embutidos en calcetines de lana. Sus ropas y sus botas desprendían vapor y ambos parecían exhaustos. En el banco de detrás de los fogones había un hombre tumbado y cubierto por una manta. La abuela me indicó por señas que me fuera al comedor. Obedecí a regañadientes. Observé sus idas y venidas, llevando platos. Apretaba mucho los labios y no dejaba de susurrar para sí:

—¡Oh, Salvador nuestro! ¡Señor, hágase Tu voluntad!

Al cabo de un rato vino el abuelo a decirme:

—Jimmy, hoy no rezaremos porque tenemos muchas cosas que hacer. El señor Shimerda ha muerto y ha sido una tragedia para su familia. Ambrosch se presentó ayer en plena noche, y Jake y Otto se fueron con él. Los muchachos han pasado una noche terrible y no debes importunarlos con preguntas. Ese que duerme en el banco es Ambrosch. Venid a desayunar, muchachos.

Después de haber apurado la primera taza de café, Jake y Otto empezaron a hablar con gran agitación, haciendo caso omiso de las miradas de advertencia del abuelo. Yo refrené la lengua, pero agucé el oído.

—No, señor —dijo Fuchs en respuesta a una pregunta del abuelo—, nadie oyó el disparo de la escopeta. Ambrosch estaba con la yunta de bueyes intentando abrir un camino en la nieve, y la mujer y las niñas estaban encerradas en la cueva. Al entrar Ambrosch, estaba oscuro y no vio nada, pero los bueyes tuvieron un comportamiento algo extraño. Uno de ellos se dio la vuelta y se fue, salió de estampida por la puerta. La cuerda con la que Ambrosch sujetaba al buey le ha desollado las manos. Ha ido a buscar un farol, ha vuelto y ha encontrado al viejo tal como lo hemos visto luego nosotros.

—Pobre hombre, pobre hombre —gimió la abuela—. Quisiera creer que no lo ha hecho. Siempre fue un hombre considerado que no deseaba causar la menor molestia. ¡Cómo ha podido perder el seso de esa manera y traernos esta desgracia!

—No creo que perdiera la cabeza en ningún momento, señora Burden —afirmó Fuchs—. Lo ha hecho todo del modo más natural. Ya sabe usted que siempre había sido muy peripuesto[12], y así siguió hasta el último momento. Se afeitó después de comer y se lavó todo el cuerpo cuando las chicas terminaron con los platos. Ántonia le calentó el agua. Luego se puso una camisa y unos calcetines limpios, y después de vestirse las besó a ella y a la pequeña y cogió la escopeta y dijo que salía a cazar conejos. Debió de irse derecho al establo y hacerlo entonces. Se tumbó en el camastro ese que tienen allí, junto a los compartimentos de los bueyes, donde siempre dormía. Cuando lo encontramos, estaba muy presentable, excepto… —Fuchs arrugó la frente y vaciló— excepto en lo que no podía prever de ninguna de las maneras. Su chaqueta colgaba de un gancho y las botas estaban debajo de la cama. Se había quitado ese pañuelo de seda que siempre llevaba al cuello, lo había doblado con pulcritud y había clavado el alfiler en él. Se había dado la vuelta al cuello de la camisa y se había arremangado.

—¡No sé cómo pudo hacerlo! —no dejaba de repetir la abuela. Otto interpretó mal sus palabras.

—Bueno, señora, pues fue muy sencillo; apretó el gatillo con el dedo gordo del pie. Se tumbó de lado y se puso el cañón en la boca, luego estiró un pie y buscó a tientas el gatillo. ¡Vaya si lo encontró!

—Tal vez —dijo Jake con expresión lúgubre—. Hay algo muy extraño en todo esto.

—¿A qué te refieres, Jake? —preguntó la abuela con vivo interés.

—Bueno, señora, encontré el hacha de Krajiek bajo el pesebre, así que voy y la cojo, y me acerco con ella al cadáver, y le juro que encajaba perfectamente en el boquete que tenía el viejo en la cara. Luego Krajiek andaba a hurtadillas por allí, pálido y mudo, y cuando me vio examinando el hacha, empezó a gimotear: «¡Dios mío, hombre, no haga eso!». «Creo que voy a investigar este asunto», voy y le digo. Entonces se puso a chillar como una rata y a correr de un lado para otro, retorciéndose las manos. «¡Me colgarán!», va y me dice. «¡Dios mío, seguro que me colgarán!»

Fuchs intervino con tono impaciente.

—Krajiek se ha vuelto idiota, Jake, y tú también. El viejo no hubiera hecho todos esos preparativos para que Krajiek lo matara, ¿no crees? No tiene sentido. Tenía la escopeta al lado cuando lo encontró Ambrosch.

—Pero Krajiek pudo ponerla ahí, ¿no? —preguntó Jake.

—Óyeme bien, Jake Marpole —intervino la abuela, muy alterada—, no intentes añadir el asesinato al suicidio. Ya tenemos bastante con una cosa. Otto te lee demasiadas historias de esas de detectives.

—Será fácil de averiguar, Emmaline —dijo el abuelo con calma—. Si se pegó un tiro tal como creen, el boquete se habrá abierto de dentro afuera.

—Así es, señor Burden —confirmó Otto—. Vi mechones de pelo y trozos pegados a las vigas y a la paja en el techo. Se voló la cabeza de un disparo de escopeta, no cabe duda.

La abuela le dijo al abuelo que pensaba ir a casa de los Shimerda con él.

—No podrás hacer nada allí —dijo él con tono dubitativo—. El cadáver no puede tocarse hasta que traigamos al juez de instrucción de Black Hawk y, con este tiempo, puede ser cosa de varios días.

—Bueno, puedo llevarles víveres, de todas formas, y consolar un poco a esas pobres niñas. La mayor era su predilecta, y la que más le ayudaba. Bien podría haber pensado en ella. La ha dejado sola en un mundo cruel. —Miró con desconfianza a Ambrosch, que ahora estaba desayunando en la mesa de la cocina.

A pesar de que se había pasado prácticamente toda la noche en vela y a la intemperie, Fuchs recorrería el largo trayecto a caballo hasta Black Hawk para ir en busca del sacerdote y del juez de instrucción. En el caballo castrado gris, el mejor de nuestros caballos, intentaría orientarse sin caminos que le sirvieran de guía.

—No se preocupe por mí, señora Burden —dijo alegremente, mientras se ponía un segundo par de calcetines—. Tengo buen olfato para orientarme y nunca he necesitado dormir mucho. Es el caballo lo que me inquieta. Intentaré no cansarlo, pero será agotador, ¡eso se lo puedo asegurar!

—Éste no es momento para tener excesivos miramientos con los animales, Otto; preocúpate más bien por ti mismo. Haz un alto en casa de la viuda Steavens para comer. Es una buena mujer y te tratará bien.

Después de la partida de Fuchs, me quedé a solas con Ambrosch. Vi un aspecto de su carácter que desconocía. Era muy devoto, ciegamente devoto incluso. No pronunció una sola palabra en toda la mañana, sino que se sentó con el rosario en las manos y rezó, ora en silencio, ora en voz alta. No apartó la vista de las cuentas ni un solo momento, ni alzó las manos, salvo para santiguarse. Varias veces el pobre se quedó dormido allí sentado, se despertaba dando un respingo y reanudaba sus rezos.

No habría carro alguno que pudiera llegar a la morada de los Shimerda hasta que se abriera un camino, y para eso haría falta todo un día de trabajo. El abuelo salió del establo con uno de nuestros grandes caballos negros, y Jake ayudó a la abuela a subirse a la grupa. La abuela llevaba su capucha negra e iba envuelta en varios mantones. El abuelo se metió la tupida barba blanca bajo el abrigo. Tenían un aire muy bíblico cuando se pusieron en marcha, me pareció a mí. Jake y Ambrosch los siguieron en el otro caballo negro y en mi poni, cargados con hatillos de ropa que habíamos recogido para la señora Shimerda. Los vi alejarse por el estanque y perderse colina arriba, pasando por el maizal cubierto de nieve. Entonces me di cuenta por primera vez de que me había quedado solo en la casa.

Sentí que mi poder y mi autoridad habían aumentado considerablemente, y sentí un gran deseo de desenvolverme como una persona responsable. Acarreé mazorcas de maíz y leña de la despensa a la cocina y llené ambos fogones. Recordé que con las prisas y la agitación de la mañana nadie había pensado en las gallinas, y que no se habían recogido los huevos. Recorrí el túnel para darle el maíz a las gallinas, vaciar el bebedero de hielo y llenarlo de agua. Después de darle la leche al gato, no se me ocurrió nada más que hacer, y me senté para calentarme. Reinaba una tranquilidad deliciosa y el tictac del reloj era una compañía sumamente agradable. Cogí el Robinson Crusoe e intenté leer, pero su vida en la isla me pareció aburrida en comparación con la nuestra. Al final, al echar una mirada a nuestra confortable sala de estar, se me ocurrió la idea repentina de que, si el alma del señor Shimerda seguía en este mundo, estaría allí, en nuestra casa, que le había gustado más que ninguna otra de la vecindad. Recordé su rostro satisfecho cuando estuvo con nosotros el día de Navidad. Si hubiera podido vivir en nuestra casa, aquella cosa terrible no habría sucedido jamás.

Yo sabía que era la nostalgia de su país lo que había matado al señor Shimerda, y me pregunté si su espíritu liberado del cuerpo no habría acabado por encontrar el camino de vuelta. Pensé en lo lejos que estaba Chicago, y luego Virginia, y Baltimore… y luego el gran océano proceloso. No, no iniciaría inmediatamente aquel largo viaje. Sin duda su espíritu exhausto, cansado del frío y del hacinamiento y de la lucha con la nieve incesante, reposaba ahora en aquella apacible casa.

No estaba asustado, pero no hice el menor ruido. No deseaba perturbarlo. Bajé silenciosamente a la cocina, que, enclavada bajo tierra de manera tan abrigada y acogedora, me había parecido siempre el corazón y centro de la casa. Allí, en el banco tras el fogón, no hice más que pensar y pensar en el señor Shimerda. Oía el viento que silbaba sobre cientos de kilómetros de nieve en el exterior. Era como si hubiera hecho pasar al viejo, liberándolo de los rigores del invierno, y estuviera sentado allí con él. Evoqué todas las cosas que me había ido contando Ántonia sobre la vida de su padre antes de emigrar; que tocaba el violín en bodas y bailes. Pensé en los amigos de los que había lamentado separarse, en el trombón, en el inmenso bosque lleno de animales de caza —que pertenecía, según Ántonia, a los «nobles»— de donde su madre y ella robaban leña las noches de luna. En aquel bosque vivía un venado blanco, y al que lo matara, lo colgarían, me dijo Ántonia. Las escenas que imaginaba eran tan vívidas que bien pudieran haber sido los recuerdos del señor Shimerda, no desvanecidos aún del aire en el que habían sido su obsesión.

Había empezado a oscurecer cuando regresaron todos a casa; la abuela estaba tan cansada que se metió en la cama. Jake y yo cenamos, y mientras lavábamos los platos me habló en fuertes susurros de la situación en casa de los Shimerda. Nadie podía tocar el cuerpo hasta que llegara el juez de instrucción. Al parecer ocurriría algo terrible si alguien se atrevía a tocarlo. El difunto estaba completamente congelado, «tan tieso como un pavo desplumado que se cuelga al aire libre para que se congele», dijo Jake. Los caballos y los bueyes no quisieron acercarse al establo hasta que estuvo tan congelado que ya no se percibía el olor a sangre. Entonces los habían metido en el establo con el muerto porque no tenían otro lugar donde guardarlos. Sobre la cabeza del señor Shimerda había un farol encendido permanentemente. Ántonia, Ambrosch y la madre se turnaban para bajar a rezar junto a él. El idiota los acompañaba, porque no notaba el frío. Yo estaba convencido de que tenía tanto frío como cualquier otra persona, pero le gustaba que le creyeran insensible. ¡El pobre Marek ambicionaba siempre distinguirse de los demás!

Según me contó Jake, Ambrosch demostraba más sentimientos de los que él le hubiera creído capaz de sentir; pero lo que más le preocupaba era conseguir un sacerdote y el destino del alma de su padre, porque creía que se encontraba en un lugar donde sufría tormento, y que se quedaría allí hasta que su familia y el sacerdote hubieran rezado mucho por él.

—Si no lo he entendido mal —concluyó Jake—, pasarán años antes de que saquen su alma del Purgatorio mediante rezos, y ahora mismo está sufriendo tormento.

—Yo no me lo creo —repliqué con firmeza—. Estoy casi seguro de que no es cierto.

Naturalmente, no le dije que creía que había estado en aquella misma cocina toda la tarde, antes de regresar a su país. No obstante, una vez acostado, me vino de nuevo aquella idea del castigo y el Purgatorio, dejándome apabullado. Recordé el relato de Epulón[13] en el tormento, y me estremecí. Pero el señor Shimerda no había sido rico ni egoísta: había sido únicamente un hombre tan desgraciado como para no querer seguir viviendo.