La semana siguiente a la Navidad trajo consigo un deshielo, y el día de Año Nuevo todo a nuestro alrededor se había convertido en un barrizal de nieve gris, y por el barranco que iba del molino al granero corría agua negra. La blanda tierra negra empezó a asomar a trozos a lo largo de las cunetas. Yo reemprendí todas mis obligaciones, acarreando mazorcas y leña y agua para la casa, y las tardes las pasaba en el granero, observando cómo Jake desgranaba las mazorcas con una herramienta manual.
Una mañana, durante aquel intervalo de bonanza, Ántonia y su madre llegaron montadas en uno de sus viejos caballos lanudos para hacernos una visita. Era la primera vez que la señora Shimerda venía a nuestra casa, y corrió de un lado para otro examinando nuestras alfombras, cortinas y muebles, sin dejar de hacerle comentarios a su hija en un tono quejumbroso de envidia. En la cocina, cogió una marmita de hierro que había sobre los fogones y dijo:
—Usted muchas, Shimerda nada. —La abuela le dio la marmita y a mí me pareció que había sido demasiado blanda.
Después de comer, mientras ayudaba a fregar los platos, la señora Shimerda sacudió la cabeza y dijo:
—Usted muchas cosas para cocina. Si yo tengo cosas como usted, cocina mucho mejor.
Era una vieja engreída y jactanciosa, y ni siquiera el infortunio había conseguido bajarle los humos. Me molestó tanto que incluso me mostré frío con Ántonia, y la escuché sin la menor simpatía cuando me contó que su padre no se encontraba bien.
—Mi papá triste por el viejo país. No tiene buen aspecto. Nunca hace ya música. En casa tocaba violín todo el tiempo; para bodas y para baile. Aquí nunca. Cuando yo le pido tocar, dice no con la cabeza. Algunos días coge violín de estuche y hace así con los dedos en las cuerdas, pero nunca hace música. No le gusta este país.
—La gente a la que no le gusta este país debería quedarse en el suyo —dije yo con severidad—. Nosotros no les hemos pedido que vengan.
—¡Él no quiere venir, nunca! —me espetó—. Mi mamenka hace venir a él. Ella dice todo el tiempo: «América gran país; mucho dinero, mucha tierra para mis hijos, mucho marido para mis hijas». Mi papá, él llora porque deja viejos amigos que hacen música con él. Él quiere mucho a hombre que toca el cuerno largo, como esto —me indicó por señas un trombón de varas—. Ellos van juntos a la escuela y son amigos desde niños. Pero mi mamá, ella quiere Ambrosch rico, con mucho ganado.
—Tu mamá —repuse yo airadamente— quiere las cosas de los demás.
—Tu abuelo es rico —replicó ella con vehemencia—. ¿Por qué no ayuda mi papá? Ambrosch rico también más tarde, y él devuelve. Es un chico muy listo. Por Ambrosch viene mamá aquí.
En la familia Shimerda se consideraba a Ambrosch la persona más importante. Su madre y Ántonia le daban la razón en todo, aunque con frecuencia fuera hosco con ellas y tratara con desprecio a su padre. Ambrosch y su madre obraban siempre a su antojo. A pesar de que Ántonia quería a su padre más que a ninguna otra persona, a su hermano mayor lo reverenciaba.
Después de contemplar a Ántonia y a su madre hasta que desaparecieron al otro lado de la colina a lomos de su jamelgo, llevándose consigo nuestra marmita de hierro, me volví hacia la abuela, que se había puesto a zurcir, y expresé el deseo de que aquella vieja fisgona no viniera a vernos nunca más.
La abuela rio entre dientes y metió la brillante aguja por el agujero de un calcetín de Otto.
—No es vieja, Jim, aunque es normal que a ti te lo parezca. No, tampoco yo lamentaría que no volviera. Pero, verás, uno nunca sabe qué efecto tendrá la pobreza sobre el carácter de las personas. Una mujer se vuelve codiciosa cuando ve a sus hijos pasar necesidad. Ahora, léeme un capítulo de «El príncipe de la casa de David». Olvidemos a los bohemios.
Disfrutamos de tres semanas de aquel tiempo despejado y apacible. En el corral, el ganado comía maíz casi con la misma rapidez con que los hombres lo desgranaban, y confiábamos en que estaría listo para una feria próxima. Una mañana, los dos grandes toros, Gladstone y Brigham Young, creyeron que había llegado la primavera y empezaron a desafiarse y a embestirse el uno al otro a través de la alambrada que los separaba. Pronto se enfurecieron. Mugían y escarbaban la tierra blanda con las pezuñas, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza. Los dos se retiraron a un rincón alejado de su corral y luego se lanzaron el uno contra el otro al galope. Oímos el ruido sordo que hacían sus enormes cabezas al topar y sus mugidos hicieron temblar los cacharros sobre los estantes de la cocina. De no ser porque les habían afeitado los cuernos, se habrían hecho pedazos mutuamente. Muy pronto, los gruesos novillos los imitaron y empezaron a embestirse y a lanzarse cornadas. Era evidente que debía ponerse fin a todo aquello. Salimos todos y contemplamos con admiración a Fuchs, que entró a caballo en el corral con una horca y la usó para pinchar a los toros una y otra vez hasta que por fin consiguió separarlos.
La gran tormenta del invierno empezó el día de mi undécimo cumpleaños, el veinte de enero. Cuando bajé a desayunar aquella mañana, Jake y Otto entraron en casa blancos como muñecos de nieve, golpeándose las manos y dando patadas en el suelo. Al verme, soltaron grandes risotadas y dijeron:
—Esta vez sí que tienes un regalo de cumpleaños, Jim. Una tormenta de nieve para ti solo.
La ventisca se prolongó durante todo el día. Ahora la nieve no caía, sencillamente manaba del cielo, como si allá arriba estuvieran vaciando miles de lechos de plumas. Aquella tarde la cocina se convirtió en un taller de carpintería; los hombres trajeron sus herramientas e hicieron dos grandes palas de madera con largos mangos. Ni la abuela ni yo podíamos salir con aquella ventisca, así que fue Jake quien dio de comer a las gallinas y nos trajo una magra ración de huevos.
Al día siguiente nuestros hombres tuvieron que espalar hasta el mediodía para llegar al establo… ¡y la nieve seguía cayendo! No habían tenido una ventisca igual en los diez años que mi abuelo llevaba viviendo en Nebraska. Durante la comida, el abuelo dijo que no intentaríamos llegar al ganado; estaban lo bastante gordos para pasar un día o dos sin maíz; pero al día siguiente tendríamos que alimentarlos y quitar el hielo del abrevadero para que pudieran beber. Los corrales ni siquiera se veían, pero sabíamos que los novillos estaban allí, acurrucados muy juntos en la parte norte, bajo el terraplén. Seguramente nuestros feroces toros estaban más que aplacados, calentándose el lomo unos a otros.
—¡Esto les quitará el mal genio! —exclamó Fuchs alegremente.
A las gallinas no las habíamos oído en toda la mañana. Después de comer, Jake y Otto, con la ropa ya seca, se desperezaron estirando los rígidos brazos y volvieron a sumergirse entre los montones de nieve. Hicieron un túnel hasta el gallinero, con paredes tan sólidas que la abuela y yo pudimos ir y volver por él. Encontramos a las gallinas dormidas; quizá creían que aquella noche no tendría fin. Sólo un viejo gallo andaba rondando por allí, picoteando el pedazo de hielo en que se había convertido el agua de su recipiente de hojalata. Cuando las iluminamos con el farol, las gallinas empezaron a cacarear como locas y a revolotear torpemente, arrojando una lluvia de plumas. Las gallinas pintadas de Guinea, que siempre soportaban peor la cautividad, salieron corriendo y chillando hacia el túnel e intentaron atravesar los muros de nieve con sus feas caras pintadas. A las cinco habíamos realizado todas las tareas pendientes, ¡justo cuando llegaba el momento de volverlas a empezar! Fue un día extraño y singular.