La mañana de Navidad, cuando bajé a la cocina, los hombres acababan de entrar después de hacer sus tareas matinales; los caballos y los cerdos siempre desayunaban antes que nosotros. Jake y Otto me gritaron «¡Feliz Navidad!», y se guiñaron el ojo el uno al otro cuando vieron la plancha para hacer gofres sobre el fogón. El abuelo bajó con camisa blanca y su chaqueta de los domingos. Las plegarias de la mañana duraron más de lo habitual. Leyó capítulos de San Mateo sobre el nacimiento de Cristo, y mientras le escuchábamos, nos parecía que todo aquello había sucedido hacía poco y allí mismo. En su oración, el abuelo dio gracias al Señor por la primera Navidad, y por todo lo que ésta había significado para el mundo desde entonces. Dio gracias por nuestros alimentos y comodidades, y rogó por los pobres y los menesterosos de las grandes ciudades, donde la lucha por la vida era más encarnizada que entre nosotros. A menudo las oraciones del abuelo eran muy interesantes. Tenía el don de expresarse de una manera sencilla y conmovedora. Sus palabras tenían una fuerza peculiar, precisamente porque hablaba muy poco; no se habían vuelto aburridas por el uso recurrente. Sus plegarias reflejaban lo que pensaba en aquel momento, y fue sobre todo por medio de ellas como llegué a conocer sus sentimientos y su visión de las cosas.
Cuando nos sentamos a comer gofres y salchichas, Jake nos contó lo mucho que habían complacido nuestros regalos a la familia Shimerda; incluso Ambrosch se había mostrado amigable y le había acompañado al arroyo para talar el árbol de Navidad. El día tenía un tenue color gris, con pesadas nubes que recorrían el cielo y borrascas de nieve ocasionales. Siempre había algún trabajillo que hacer en el establo los días de fiesta, y los hombres estuvieron ocupados hasta la tarde. Luego Jake y yo jugamos al dominó, mientras Otto escribía una larga carta a su madre. Según dijo, siempre le escribía el día de Navidad, dondequiera que se hallara y por mucho tiempo que hubiera transcurrido desde su última carta. Se pasó toda la tarde en el comedor. Escribía un rato, luego permanecía inmóvil con el puño apretado sobre la mesa, siguiendo el dibujo del mantel de hule con la mirada. Eran tan pocas las veces en que hablaba y escribía en su propia lengua que le costaba expresarse. El esfuerzo de recordar lo tenía completamente absorto.
Hacia las cuatro llegó una visita: el señor Shimerda, con su gorro y su cuello de piel de conejo y unos guantes nuevos que le había tejido su mujer. Venía para agradecernos los regalos y para darle las gracias a la abuela por todas sus bondades hacia su familia. Jake y Otto subieron de la cocina para reunirse con nosotros y nos sentamos alrededor de la estufa, deleitándonos con la tarde invernal y gris que cada vez era más oscura y con la atmósfera de comodidad y seguridad de la casa de mi abuelo. Esta sensación pareció adueñarse por completo del señor Shimerda. Supongo que, en medio del atestado desorden de su cueva, el viejo había llegado a creer que la paz y el orden se habían desvanecido de la tierra o que existían tan sólo en el mundo que había dejado atrás, muy lejos de allí. Estuvo sentado, quieto y pasivo, con la cabeza apoyada en el respaldo de la mecedora de madera, las manos relajadas sobre sus brazos. En su cara había una expresión de cansancio y de placer como la de una persona enferma que encuentra alivio a su dolor. La abuela insistió en ofrecerle un vaso de brandy de manzana hecho en Virginia por la larga caminata que había hecho con aquel frío, y cuando se le encendieron levemente las mejillas, sus facciones se volvieron como de nácar, tal era su transparencia. Casi no habló, y sonrió muy pocas veces, pero mientras descansaba allí, todos percibimos en él una satisfacción completa.
Al hacerse de noche, pregunté si podía iluminar el árbol de Navidad antes de que se encendiera la lámpara. Las amarillas llamas cónicas que surgieron de los cabos de velas realzaron todas las figuras coloreadas de Austria con el fondo de verde ramaje, llenándolas de significado. El señor Shimerda se puso en pie, se santiguó y se arrodilló en silencio ante el árbol con la cabeza caída sobre el pecho. Su largo cuerpo formaba una letra «S». Vi que la abuela miraba al abuelo con aprensión. El abuelo era bastante intransigente en cuestiones religiosas, y a veces hería los sentimientos de los demás al dar su opinión. Nada de extraño había tenido el árbol hasta entonces, pero aquello de que hubiera alguien arrodillado ante él; las imágenes, las velas… El abuelo se limitó a tocarse la frente con la punta de los dedos y a inclinar su venerable cabeza, con lo que la atmósfera se volvió más protestante.
Convencimos a nuestro huésped de que se quedara a cenar. No se hizo de rogar. Cuando nos sentamos a la mesa, se me ocurrió que le gustaba mirarnos, y que nuestros rostros eran para él como libros abiertos. Al posarse en mí sus ojos penetrantes, me sentí como si adivinara mi futuro, como si contemplara el camino por el que yo tendría que viajar.
A las nueve el señor Shimerda encendió uno de nuestros faroles y se puso el abrigo y el cuello de pieles. Con el farol y el gorro de pieles bajo el brazo, nos estrechó la mano en el pequeño vestíbulo. Cuando cogió la mano de la abuela, inclinó la cabeza como hacía siempre y dijo lentamente:
—¡Buena mujer! —Hizo el signo de la cruz sobre mi cabeza, se puso el gorro y partió en medio de la oscuridad.
Volviendo a la sala de estar, el abuelo me lanzó una mirada inquisitiva.
—Todas las plegarias de las buenas personas son buenas —dijo sencillamente.