Durante la semana anterior a la Navidad, Jake fue la persona más importante de la casa, pues se encargaría él de ir a la ciudad para hacer nuestras compras navideñas. Pero el veintiuno de diciembre empezó a nevar. La nevada fue tan espesa que desde las ventanas de la sala de estar no se veía más allá del molino de viento; su armazón se veía borroso y gris, incorpóreo como una sombra. La nieve no dejó de caer en todo el día y en toda la noche siguiente. El frío no era extremado, pero la tormenta persistía con una calma insufrible. Los hombres no podían alejarse más allá de los establos y el corral. Se pasaban la mayor parte del día en la casa, como si fuera domingo; engrasando las botas, arreglándose los tirantes y trenzando látigos.
La mañana del veintidós, durante el desayuno, el abuelo anunció que sería imposible ir a Black Hawk para hacer las compras navideñas. Jake estaba convencido de que podía conseguirlo yendo a caballo y volviendo con nuestras cosas en las alforjas; pero el abuelo le dijo que los caminos se habrían borrado y que un recién llegado se perdería más de diez veces por aquellos contornos. En cualquier caso, jamás permitiría que se sometiera a semejante esfuerzo a uno de sus caballos.
Decidimos celebrar una Navidad campesina, sin ayuda de la ciudad. Yo habría querido comprar unos libros ilustrados para Yulka y Ántonia; incluso Yulka sabía ya leer un poco. La abuela me llevó al helado almacén, donde tenía unos rollos de una tela de algodón a cuadros y de otra para hacer sábanas. Cortó unos cuadrados de tela de algodón y los cosimos en forma de libro. Los encuadernamos con cartones, que cubrí con un vistoso algodón estampado que representaba escenas circenses. Me pasé dos días sentado a la mesa del comedor, pegando ilustraciones con las que llenar el libro para Yulka. Teníamos montones de aquellas estupendas revistas familiares antiguas, que publicaban litografías a color de cuadros famosos, y recibí permiso para utilizar unas cuantas. Para el frontispicio elegí «Napoleón anunciando el divorcio a Josefina». En las páginas blancas agrupé las tarjetas de escuelas dominicales y las de anuncios que había traído conmigo de mi antigua casa. Fuchs sacó los viejos moldes para velas y fabricó unas cuantas con sebo. La abuela consiguió encontrar sus moldes de fantasía e hizo pan de jengibre con forma de hombres y de gallos, que decoramos con azúcar quemado y gotas de canela roja.
La víspera de Navidad, Jake metió las cosas que queríamos enviar a los Shimerda en sus alforjas y partió montado a lomos del rucio, el caballo castrado del abuelo. Cuando montó a la puerta de casa vi que llevaba una hacha colgada del cinto, y lanzó a la abuela una expresiva mirada por la que comprendí que pensaba darme una sorpresa. Aquella tarde aguardé con impaciencia mirando por la ventana de la sala de estar durante mucho rato. Por fin vi una mancha oscura que avanzaba por la colina del Oeste, a lo largo del maizal semienterrado en la nieve, donde el cielo empezaba a adquirir un rubor cobrizo, reflejo del sol que no acababa de abrirse paso. Me puse el gorro y salí corriendo al encuentro de Jake. Cuando llegué a la charca vi que llevaba un cedro pequeño cruzado sobre la perilla. En Virginia era él quien ayudaba a mi padre a talar el árbol de Navidad para mí, y no había olvidado cuánto me gustaba.
Cuando acabamos de colocar el pequeño árbol, frío y oloroso, en un rincón de la sala de estar, era ya la Nochebuena. Después de cenar nos reunimos todos allí, e incluso el abuelo, que leía el periódico junto a la mesa, alzaba la vista de vez en cuando con interés amistoso. El cedro medía un metro cincuenta más o menos y tenía la forma perfecta. Lo adornamos con animales de pan de jengibre, tiras de palomitas de maíz y cabos de velas que Fuchs había colocado en soportes de cartón. Sin embargo, las maravillas auténticas surgieron del lugar más inverosímil del mundo: el baúl de vaquero de Otto. Yo no había visto en aquel baúl otra cosa que no fueran botas viejas, espuelas y pistolas, y una mezcla fascinante de correas de cuero amarillo, cartuchos y cera de zapatero. De debajo del forro sacó entonces una colección de figuras de papel de vivos colores; estaban los tres reyes, magníficamente ataviados, y la mula y el buey, y los pastores; estaba el bebé en la cuna, y un grupo de ángeles que cantaban; había camellos y leopardos, sujetos por los esclavos negros de los tres reyes. Nuestro árbol se convirtió en el árbol parlante de un cuento de hadas; entre sus ramas anidaban como pájaros cuentos y leyendas sin fin. La abuela dijo que le recordaba el árbol del bien y del mal. Debajo pusimos algodón en rama para imitar un campo nevado, y el espejo de bolsillo de Jake sirvió de lago helado.
Me parece estar viéndolos, tal cual eran, sentados alrededor de la mesa a la luz de la lámpara: Jake, con sus facciones primitivas, tan toscamente moldeadas que tenía el rostro como inacabado; Otto, con su oreja cortada y la profunda cicatriz que curvaba su labio superior de manera tan feroz bajo los bigotes retorcidos. Tal como los recuerdo, qué rostros tan vulnerables tenían; su misma tosquedad y ferocidad los volvía indefensos. Aquellos muchachos carecían de los modales tras los cuales ocultarse y mantener a la gente a distancia. Sólo tenían sus fuertes puños para enfrentarse con la vida a golpes. Otto era ya uno de aquellos hombres endurecidos que andaban de un lado para otro trabajando, que no se casaban nunca ni tenían hijos. Sin embargo, ¡le gustaban tanto los niños!