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Durante algunas semanas, después de mi paseo en trineo, no supimos nada de los Shimerda. La dolorida garganta me impedía salir de casa y la abuela tenía un resfriado que le hacía más pesadas las tareas domésticas. Cuando llegaba el domingo se alegraba de tener un día de descanso. Una noche, durante la cena, Fuchs nos contó que había visto al señor Shimerda cazando.

—Se ha confeccionado un gorro de piel de conejo, Jim, y un cuello, también de piel de conejo, que se pone por encima de la chaqueta. No tienen más que un abrigo para todos, y se turnan para ponérselo. Parecen terriblemente asustados del frío, y no salen para nada de su agujero, como si fueran tejones.

—Todos menos el idiota —añadió Jake—. Ése no se pone nunca el abrigo. Krajiek dice que es increíblemente fuerte y resistente. Supongo que los conejos habrán empezado a escasear por estos contornos. Ambrosch pasó ayer por delante del maizal donde yo estaba trabajando y me enseñó tres perros de las praderas que había cazado. Me preguntó si eran buenos para comer. Escupí e hice una mueca de asco para meterle miedo, pero él me miró como si fuera más listo que yo y volvió a meterlos en el saco y se fue.

La abuela alzó la vista con expresión alarmada y dijo al abuelo:

—Josiah, no creo que Krajiek deje que esas pobres criaturas coman perros de las praderas, ¿verdad?

—Será mejor que te acerques a ver a nuestros vecinos mañana, Emmaline —replicó él con acento grave.

Fuchs intentó quitarle hierro al asunto y dijo que los perros de las praderas eran animales limpios que podían ser perfectamente comestibles, de no ser por sus parientes. Le pregunté qué quería decir, y él sonrió y dijo que pertenecían a la familia de las ratas.

Cuando bajé a la cocina por la mañana encontré a la abuela y a Jake llenando una cesta.

—Bueno, Jake —decía la abuela—, si encuentras a ese viejo gallo al que se le ha congelado la cresta, retuércele el pescuezo y tráetelo. No se entiende que la señora Shimerda no comprara gallinas a sus vecinos durante el otoño para así tener ahora un buen gallinero. Supongo que estaba aturdida y no sabía por dónde empezar. Yo misma llegué como extranjera a un nuevo país, pero nunca olvidé que tener gallinas es cosa buena, aunque te falten otras cosas.

—Eso mismo digo yo, señora —apuntó Jake—, pero me disgusta pensar que Krajiek se llevará un muslo de ese viejo gallo. —Salió con fuertes pisadas pasando por la larga despensa y cerró la pesada puerta tras él.

Después del desayuno, la abuela, Jake y yo nos abrigamos bien y subimos al frío pescante del carro. Cuando nos acercábamos a la propiedad de los Shimerda oímos el gélido quejido de la bomba de agua y vimos a Ántonia, con la cabeza envuelta en un pañuelo y el vestido de algodón en revuelo, echándose con todo su peso sobre el mango de la bomba, que subía y bajaba. Ántonia nos oyó llegar, miró por encima del hombro y, cogiendo el cubo de agua, echó a correr hacia el agujero del terraplén.

Jake ayudó a la abuela a bajar del carro, diciendo que llevaría las provisiones a la casa después de haber cubierto a los caballos con mantas. Subimos lentamente el sendero helado hacia la puerta hundida en la ladera. El conducto de la estufa que asomaba entre la nieve y la hierba despedía nubes azules de humo, pero el viento se las llevaba bruscamente.

La señora Shimerda abrió la puerta antes de que llamáramos y agarró la mano de la abuela. No dijo su habitual «¡cómo van!», sino que se echó a llorar, parloteando en su idioma, señalándose los pies, que llevaba envueltos en trapos, y lanzando miradas acusadoras en derredor.

El viejo estaba sentado en un tocón detrás de la estufa, agachado como si quisiera esconderse de nosotros. Yulka estaba en el suelo a sus pies, con su gato en el regazo. Asomó la cabeza y me sonrió, pero miró a su madre y volvió a esconderse. Ántonia fregaba platos y cacerolas en un rincón oscuro. El idiota estaba tumbado en un saco relleno de paja, debajo de la única ventana que había. En cuanto entramos, echó un saco de grano contra la rendija de la parte inferior de la puerta. La atmósfera en aquella cueva era asfixiante, y también estaba muy oscura. Un farol encendido que colgaba sobre la estufa arrojaba un tenue resplandor amarillo.

La señora Shimerda levantó bruscamente la tapa de dos barriles que había tras la puerta y nos hizo mirar el interior. En uno había unas cuantas patatas que se habían helado y estaban medio podridas, en el otro, un montoncito de harina. La abuela musitó unas palabras turbadas, pero la mujer bohemia se rio despectivamente, con una risa que parecía un relincho, y cogiendo del estante un pote de café vacío, lo sacudió ante nuestras narices con una expresión decididamente vengativa.

La abuela siguió hablando con sus corteses modales de Virginia, negándose a admitir tanto aquellas privaciones como su propia negligencia hasta que llegó Jake con la cesta, como respondiendo a los reproches de la señora Shimerda. Entonces la pobre mujer se desmoronó. Se dejó caer junto al hijo idiota, ocultó el rostro en las rodillas y lloró amargamente. En lugar de prestarle atención, la abuela pidió a Ántonia que le ayudara a vaciar la cesta. Tony abandonó su rincón con reticencia. Nunca la había visto tan abatida como entonces.

—Usted no preocupe por mi pobre mamenka, señora Burden. Está tan triste —susurró, mientras se secaba las manos con la falda y cogía las cosas que la abuela le iba entregando.

Al ver la comida, el idiota empezó a emitir débiles gorjeos y a frotarse el estómago. Jake volvió a entrar, esta vez con un saco de patatas. La abuela miró a un lado y a otro con perplejidad.

—¿No tenéis fuera algo parecido a una despensa, aunque sea una cueva, Ántonia? Éste no es lugar para conservar las verduras. ¿Cómo se os han helado las patatas?

—Cogemos del señor Bushy, de la estafeta de correos… lo que él tira. No tenemos patatas, señora Burden —confesó Tony con voz lastimera.

Cuando Jake salió, Marek se arrastró por el suelo y volvió a tapar la rendija de la puerta. Luego, sigiloso como una sombra, apareció el señor Shimerda desde detrás de la estufa. Se pasó la mano por la lisa cabellera gris, como si intentara despejar la cabeza de brumas. Su aspecto era limpio y pulcro, como de costumbre, con su pañuelo verde y su alfiler de coral. Cogió a la abuela por el brazo y la condujo al otro lado de la estufa, al otro extremo de la pieza. En la pared del fondo había otra cueva pequeña; un agujero redondo, no mucho mayor que un barril de aceite, excavado en la tierra negra. Cuando me subí a uno de los taburetes para atisbar el interior vi unas mantas y un montón de paja. El viejo alzó el farol.

—Yulka —dijo, en tono bajo y desesperado—. ¡Yulka, mi Ántonia!

La abuela se hizo atrás.

—¿Quiere decir que duermen ahí… sus hijas? —Él inclinó la cabeza.

Tony se metió por debajo del brazo de su padre.

—Es muy frío el suelo, y esto es caliente como el agujero de tejón. Me gusta para dormir aquí —insistió con vehemencia—. Mi mamenka tiene cama buena, con almohadas de nuestros gansos en Bohemia. ¿Ves, Jim? —Señaló el estrecho catre que Krajiek había excavado en la pared para sí mismo antes de que llegaran los Shimerda.

La abuela suspiró.

—¡Desde luego, querida, dónde si no ibas a dormir! No dudo de que ahí se debe estar caliente. Con el tiempo tendréis una casa mejor, Ántonia, y entonces olvidaréis estos tiempos difíciles.

El señor Shimerda hizo sentar a la abuela en la única silla existente e indicó a su mujer un taburete que había al lado. De pie ante ellas, con la mano sobre el hombro de Ántonia, habló en voz baja, y su hija fue traduciendo. Quería hacernos saber que no eran mendigos en su país; él se ganaba bien la vida y eran una familia respetada. Había abandonado Bohemia con unos ahorros de más de mil dólares, después de pagar el precio de los pasajes. Sin saber muy bien cómo, había perdido dinero con el cambio de moneda en Nueva York, y el precio de los billetes de tren hasta Nebraska había sido más elevado de lo que esperaban. Después de pagar a Krajiek por la tierra y de comprar sus caballos y bueyes y unas viejas herramientas agrícolas, les había sobrado muy poco dinero. Deseaba que la abuela supiera que, sin embargo, aún disponía de una pequeña cantidad. Si sobrevivían hasta la llegada de la primavera, comprarían una vaca y gallinas, y plantarían un huerto, y entonces todo iría bien. Ambrosch y Ántonia tenían ya edad suficiente para trabajar la tierra, y estaban dispuestos a hacerlo. Pero la nieve y el frío glacial los habían descorazonado a todos.

Ántonia explicó que su padre tenía intención de construir una casa nueva en primavera; él y Ambrosch habían partido ya los troncos para hacerla, pero estaban enterrados todos bajo la nieve, a lo largo del arroyo, donde los habían talado.

Mientras la abuela les ofrecía aliento y consejo, me senté en el suelo con Yulka y le dejé que me enseñara su gatito. Marek se deslizó cautelosamente hacia nosotros y empezó a exhibir sus dedos palmeados. Comprendí que quería hacer los extraños ruidos de siempre —ladrar como un perro o relinchar como un caballo—, pero no se atrevía en presencia de sus mayores. Marek procuraba siempre resultar agradable, el pobre, como si se le hubiera metido en la cabeza que debía compensar sus defectos.

La señora Shimerda se tranquilizó y se volvió más razonable antes de que terminara nuestra visita y, mientras Ántonia traducía, empezó a añadir alguna que otra palabra por su cuenta. La mujer tenía el oído fino y entendía muchas frases en inglés. Cuando nos levantamos para irnos, abrió su baúl de madera y sacó una bolsa hecha de cutí, más o menos de la longitud de un saco de harina y la mitad de su anchura, que estaba llena de algo. Al verla, el idiota se relamió. Cuando la señora Shimerda abrió la bolsa y removió el contenido con la mano, éste despidió un olor salino, terroso y acre, que se superpuso incluso a los demás olores que había en aquella cueva. La señora Shimerda echó el equivalente a una taza en un pedazo de tela de saco, lo ató y se lo ofreció a la abuela con ceremonia.

—Para cocina —explicó—. Poco ahora; mucho cuando cocina —dijo, extendiendo las manos como para indicar que aquellos gramos se multiplicarían—. Muy bueno. No tener en este país. Todas cosas para comer mejor en mi país.

—Puede que así sea, señora Shimerda —repuso la abuela con tono seco—. Por mi parte, sólo puedo decir que prefiero mi pan al suyo.

Ántonia quiso explicarlo:

—Esto es muy bueno, señora Burden. —Juntó las manos como si no pudiera expresar su excelencia con palabras—. Se hace mucho al cocinar, como dice mi mamá. Cocinar con conejo, cocinar con pollo, en la salsa… ¡oh, muy bueno!

Durante el viaje de regreso a casa, la abuela y Jake no dejaron de hablar de lo fácilmente que los buenos cristianos olvidan que son los guardianes de sus hermanos.

—La verdad, Jake, es que algunos de nuestros hermanos y hermanas nos lo ponen difícil. ¿Por dónde empezar con esta gente? Carecen de todo, y en especial de sentido común. Supongo que eso no puede dárselo nadie. Aquí nuestro Jimmy es prácticamente tan capaz de llevar una casa como ellos. ¿Crees que ese Ambrosch tiene el empuje necesario?

—Es un buen trabajador, señora, y no le falta entendimiento, pero es mezquino. Alguna gente es lo bastante mezquina para desenvolverse en el mundo, y luego hay otros que lo son demasiado.

Aquella noche, mientras la abuela preparaba la cena, abrimos el paquete que le había dado la señora Shimerda. Estaba lleno de unos diminutos trozos marrones que parecían proceder de alguna raíz. Eran ligeros como plumas, y destacaba en ellos un penetrante olor a tierra. No fuimos capaces de determinar si eran de naturaleza vegetal o animal.

—Puede que sea cecina de alguna extraña bestia, Jim. No es pescado salado ni nada que haya crecido de un tallo o una enredadera. Me da miedo. De todas formas, por nada del mundo me comería algo que haya estado guardado durante meses entre ropas viejas y almohadas de plumas de ganso.

Arrojó el paquete al fogón, pero yo mordí la esquina de uno de los trocitos que tenía en la mano y lo mastiqué con cautela. Jamás olvidaré aquel extraño gusto, aunque tuvieron que pasar muchos años para enterarme de que aquellos trocitos marrones que habían viajado con los Shimerda desde tan lejos, guardados como un tesoro, eran setas secas. Seguramente las habían recogido en algún tupido bosque de Bohemia…