IX

La primera nevada cayó a principios de diciembre. Recuerdo el aspecto que tenía todo desde la ventana de nuestra sala de estar, mientras me vestía detrás de los fogones aquella mañana: el cielo encapotado parecía una plancha metálica; los rubios maizales se habían descolorido por fin y tenían un tinte espectral; el pequeño estanque estaba helado bajo sus rígidos sauces enanos. Grandes copos blancos creaban remolinos en el aire y desaparecían en la hierba roja.

Más allá del estanque, en la cuesta que ascendía hacia el maizal, se veía la tenue marca de un gran círculo trazado en la hierba, por el que antes solían cabalgar los indios. Jake y Otto estaban convencidos de que, cuando galopaban en torno a aquel anillo, los indios torturaban a prisioneros que estaban atados a un poste del centro; pero el abuelo creía que se limitaban a hacer carreras o a adiestrar caballos. Siempre que uno miraba hacia aquella ladera iluminada por el sol poniente, aparecía el círculo marcado en la hierba, y aquella mañana, cubierta por la primera capa de nieve ligera, se destacó con asombrosa claridad, como pinceladas de blanco de zinc sobre un lienzo. Aquel antiguo dibujo me emocionó más que nunca y me pareció un buen presagio para el invierno.

En cuanto la nieve cuajó, empecé a recorrer los alrededores en un trineo rudimentario que Otto Fuchs hizo para mí con un cajón y unos patines de madera. Fuchs había sido aprendiz de ebanista en su país y era muy diestro con herramientas en las manos. Su trabajo habría sido mucho mejor de no ser porque yo le metí prisas. Mi primera expedición me llevó a la estafeta de correos, y al día siguiente fui a buscar a Yulka y a Ántonia para llevarlas a dar una vuelta en trineo.

Era un día frío y soleado. Apilé paja y pieles de búfalo en el cajón y metí dos ladrillos calientes envueltos en mantas viejas. Cuando llegué a la propiedad de los Shimerda, no subí hasta la casa, sino que me quedé sentado en el trineo, y las llamé a gritos desde el pie de la pendiente. Ántonia y Yulka salieron corriendo con pequeños gorros de piel de conejo que les había hecho su padre. Ambrosch les había hablado de mi trineo e imaginaba para qué había ido a verlas. Se dejaron caer a mi lado en el interior del cajón y nos pusimos en marcha hacia el Norte, siguiendo un camino que casualmente estaba despejado.

El cielo tenía un vivo tono azul y el reflejo del sol en las fulgentes extensiones blancas de la pradera era casi cegador. Como dijo Ántonia, la nieve había cambiado el mundo entero; no dejábamos de buscar en vano los puntos de referencia que nos eran familiares. La profunda quebrada por la que discurría la sinuosa corriente del Squaw era ahora tan sólo una hendidura entre montones de nieve, con una agua muy azul si se miraba hacia el fondo. Las copas de los árboles, que habían sido doradas durante todo el otoño, habían encogido y estaban retorcidas, como si jamás fueran a revivir. Los escasos cedros, que tan deprimentes y sombríos eran antes, destacaban ahora por su intenso tono verde oscuro. El viento tenía el tacto abrasador de la nieve recién caída; me picaban la garganta y la nariz como si alguien hubiera abierto un frasco de amoníaco. El frío era cortante y a la vez delicioso. El aliento de mi caballo se elevaba como el vapor, y siempre que nos deteníamos todo su cuerpo humeaba. Los maizales recuperaron parte de su color bajo la deslumbrante luz; tenían un palidísimo tono dorado bajo el sol y la nieve. Por todas partes la nieve acumulada formaba bancales de escasa profundidad, con marcas en los bordes como de ondas, ondas sinuosas que eran la huella real del azote mordaz del viento.

Las niñas llevaban vestidos de algodón bajo el chal; no dejaban de temblar bajo las pieles de búfalo y se abrazaban la una a la otra para darse calor. Pero estaban tan contentas de alejarse de su horrible cueva y de las reprimendas de su madre que me rogaron que continuara, hasta que llegamos a la casa del ruso Peter. Los vastos y fríos espacios abiertos, después del aturdimiento del calor sofocante del interior les hacían comportarse como criaturas salvajes. Reían y gritaban, y decían que no querían regresar a su casa nunca más. ¿No podíamos quedarnos a vivir en casa del ruso Peter?, preguntó Yulka; ¿no podía yo ir a la ciudad y comprar cosas para la casa?

Durante todo el camino hasta la casa del ruso Peter nos sentimos exageradamente felices, pero cuando regresamos —debían de ser las cuatro más o menos— el viento del Este empezó a soplar con más fuerza y a ulular; el sol perdió su poder para animarnos y el cielo se volvió gris y sombrío. Me quité la larga bufanda de lana y se la enrollé a Yulka en torno al cuello. Tenía tanto frío que la obligamos a meter la cabeza bajo la piel de búfalo. Ántonia y yo seguimos erguidos, pero yo sostenía las riendas con manos torpes y el viento me cegó durante buena parte del camino. Oscurecía cuando llegamos a su casa, pero rechacé entrar con ellas para calentarme. Sabía que las manos me dolerían horriblemente si me acercaba a algún fuego. Yulka olvidó devolverme la bufanda y tuve el viento en contra durante todo el trayecto de vuelta. Al día siguiente me desperté con anginas, que me obligaron a quedarme en casa durante casi dos semanas.

Durante aquellos días, la cocina fue como un cálido refugio celestial; como una barquichuela en medio de un mar desapacible. Los hombres se pasaban el día entero en los campos quitando la farfolla a las mazorcas de maíz, y cuando volvían al mediodía con grandes gorros que les tapaban las orejas y chanclos de forro rojo en los pies, me los imaginaba como exploradores del Ártico. Por la tarde, cuando la abuela se acomodaba arriba para zurcir, o para hacer guantes con los que desgranar las mazorcas de maíz, yo le leía Los Robinsones suizos en voz alta, y tenía la impresión de que la familia suiza no llevaba una vida más aventurera que la nuestra. Estaba convencido de que el mayor enemigo del hombre es el frío. Admiraba el brío jovial con que la abuela se afanaba por proporcionarnos calor, comodidad y buena comida. A menudo, cuando lo preparaba todo para el regreso de los hombres hambrientos, me recordaba que aquello no era como Virginia, y que allí una cocinera disponía, como decía ella, «de bien poco para cocinar». Los domingos nos daba todo el pollo que nos apeteciera; el resto de la semana comíamos jamón o tocino o carne de salchicha. Hacía tartas o pasteles a diario, a menos que, para variar, me preparara mi pudín preferido con pasas y hervido en una bolsa.

Aparte de calentarnos y conservar el calor, la comida y la cena eran las cosas más interesantes en las que podíamos pensar. Nuestras vidas giraban en torno al calor y la comida y al regreso de los hombres al anochecer. Yo me preguntaba, cuando los veía volver cansados de trabajar la tierra, con los pies entumecidos y las manos agrietadas y doloridas, cómo podían hacer todas sus tareas tan a conciencia: alimentar y dar de beber a los caballos y prepararlos para dormir, ordeñar las vacas y cuidar a los cerdos. Cuando terminaba la cena, les costaba un buen rato sacarse el frío de los huesos. Mientras la abuela y yo lavábamos los platos y el abuelo leía el periódico arriba, Jake y Otto se sentaban en el largo banco, tras los fogones, «dando de sí» las botas, o frotándose las manos agrietadas con sebo de cordero.

Todos los sábados por la noche hacíamos palomitas de maíz o caramelos para masticar, y Otto Fuchs solía cantar For I Am a Cowboy and Know I’ve Done Wrong, o Bury Me Not on the Lone Prairee[11]. Tenía una estupenda voz de barítono y en los servicios religiosos de la escuela siempre dirigía los cánticos.

Aún me parece estar viendo a aquellos dos hombres sentados en el banco; la cabeza rapada de Otto y los cabellos greñudos de Jake que se alisaba por delante con un peine húmedo. Veo sus hombros cansados, caídos, apoyados en la pared encalada. ¡Qué hombres tan buenos, cuánto sabían, y qué lealtad la suya a tantas cosas!

Fuchs había sido vaquero, conductor de diligencias, barman, minero; había recorrido todo el Oeste, y en todas partes había desempeñado duros trabajos, aunque, como decía la abuela, sin ningún provecho. Jake era más soso que Otto. No sabía leer apenas, ni escribir su nombre siquiera, salvo con dificultad, y tenía un carácter violento que a veces le inducía a comportarse como un loco; lo dejaba completamente descompuesto y llegaba a hacerle enfermar. Pero tenía un corazón tan grande que cualquiera podía aprovecharse de él. Si, como él decía, «perdía el oremus» y profería juramentos delante de la abuela, se pasaba el día avergonzado y contrito. Ambos soportaban jovialmente el frío en invierno y el calor en verano, siempre estaban dispuestos a trabajar más tiempo del debido y a enfrentarse a situaciones imprevistas. Para ellos era una cuestión de orgullo no escatimar esfuerzos. Sin embargo, eran del tipo de hombres que, sin razón aparente, no prosperan, o no hacen otra cosa sino trabajar duramente por uno o dos dólares al día.

En aquellas noches gélidas iluminadas por las estrellas, sentados alrededor del viejo fogón que nos alimentaba y nos calentaba y nos alegraba el espíritu, oíamos aullar a los coyotes junto a los corrales, y su grito invernal y hambriento despertaba en los muchachos el recuerdo de increíbles historias de animales: de lobos grises y osos en las Rocosas, de gatos monteses y panteras en las montañas de Virginia. Algunas veces Fuchs se dejaba convencer y nos contaba cosas sobre los forajidos y malhechores que había conocido. Recuerdo una divertida historia sobre él mismo que hizo reír a la abuela hasta tener que secarse los ojos con el brazo desnudo, porque estaba amasando pan sobre una tabla y tenía las manos enharinadas. El relato era como sigue:

Cuando Otto abandonó Austria para ir a América, uno de sus parientes le pidió que cuidara de una mujer que hacía la travesía en el mismo barco para reunirse con su marido en Chicago. La mujer emprendió el viaje con dos hijos, pero era evidente que la familia podía aumentar por el camino. Según Fuchs «se llevaba bien con los críos» y la madre le era simpática, aunque le gastó una buena jugarreta. ¡En medio del océano tuvo, no uno, sino tres bebés nada menos! Este acontecimiento dio a Fuchs una fama inmerecida, debido a que viajaba con ella. La camarera de tercera clase estaba indignada con él, el médico lo miraba con suspicacia. Los pasajeros de primera clase, que habían hecho una colecta para la mujer, mostraron un embarazoso interés por Otto y le preguntaron a menudo por la mujer a su cargo. Cuando desembarcaron los trillizos en Nueva York, tuvo que, en palabras suyas, «llevar a algunos». El viaje a Chicago fue aún peor que la travesía por mar. En el tren resultaba muy difícil procurar leche a los bebés y tener los biberones limpios. La madre hacía cuanto podía, pero no hay mujer capaz de alimentar a tres bebés por medios naturales. El marido, en Chicago, trabajaba en una fábrica de muebles por un salario modesto, y cuando fue a recibir a su familia a la estación se sintió realmente abrumado al ver lo numerosa que era. También él pareció pensar que Fuchs era, de algún modo, el culpable. «Me alegré de veras —concluyó Otto— al ver que no descargaba su resentimiento sobre la pobre mujer; ¡aunque a mí me miró con rencor, ya lo creo! Bueno, ¿había oído usted hablar de un tipo con tan mala suerte, señora Burden?»

La abuela le dijo que estaba convencida de que el Señor recordaba todas esas cosas buenas, y que le había ayudado a salir de más de un apuro cuando él no era consciente de que le protegía la Providencia.