VIII

A medida que el otoño aumentaba el tono pálido de la hierba y los maizales, las cosas empeoraron para nuestros amigos los rusos. Peter le habló de sus problemas al señor Shimerda: no podía cancelar un pagaré que vencía el uno de noviembre; tenía que pagar una suma exorbitante para renovarlo, y pedir una hipoteca sobre el valor de sus cerdos y caballos, e incluso su vaca lechera. Su acreedor era Wick Cutter, el cruel prestamista de Black Hawk, un hombre de reputación nefanda en toda la región del que tendré que volver a hablar más adelante. Peter no alcanzaba a dar una explicación precisa de sus transacciones con Cutter. Sólo sabía que primero le había pedido prestados doscientos dólares, luego otros cien, luego cincuenta… que cada vez se había añadido una suma al capital inicial, y que la deuda crecía más deprisa que todas las cosechas que sembraba. Finalmente todo había quedado hipotecado.

Poco después de que Peter renovara su pagaré, Pavel agotó todas sus fuerzas levantando maderos para un establo nuevo, y cayó entre las virutas con tal efusión de sangre de los pulmones que sus compañeros dieron por seguro que moriría allí mismo. Lo llevaron a casa y lo metieron en su cama, y allí se quedó, gravemente enfermo. La desgracia parecía haberse posado como un pájaro de mal agüero sobre el tejado de la casa de troncos, y agitaba las alas para ahuyentar a los seres humanos. Los rusos tenían tan mala suerte que la gente los temía y prefería apartarlos de sus pensamientos.

Una tarde, Ántonia y su padre vinieron a casa en busca de mantequilla, y se quedaron hasta que el sol estuvo bajo, como solían hacer siempre. Justo cuando se iban, llegó el ruso Peter en su carro. Pavel estaba muy mal, dijo, y quería hablar con el señor Shimerda y con su hija; venía a buscarlos. Cuando Ántonia y su padre se subieron al carro, rogué a la abuela que me dejara ir con ellos: prescindiría de buena gana de la cena, dormiría en el establo de los Shimerda, y volvería corriendo a casa por la mañana. Sin duda mi plan le pareció una insensatez, pero a menudo se mostraba muy indulgente con los deseos de los demás. Pidió a Peter que esperara un momento, y cuando volvió a salir de la cocina, llevaba una bolsa con bocadillos y bollos para nosotros.

El señor Shimerda y Peter se sentaron en el pescante; Ántonia y yo nos instalamos detrás, sobre la paja, y comimos mientras avanzábamos dando tumbos. Cuando el sol acabó hundiéndose en el horizonte, se levantó un viento frío, que gimió sobre la pradera. Si aquel cambio de tiempo se hubiera producido antes, no habría debido marcharme. Escarbamos entre la paja y nos acurrucamos muy juntos, contemplando cómo se extinguía el intenso resplandor en el Oeste y empezaban a brillar las estrellas en el cielo claro y ventoso. Peter no hacía más que suspirar y gemir. Tony me susurró que el hombre temía que Pavel no se recuperara. Seguimos el resto del camino en silencio. En lo alto, las estrellas resplandecían en toda su magnificencia. Aunque procedíamos de lugares del mundo muy dispares, había en ambos la tenebrosa superstición de que aquellos grupos brillantes tenían influencia sobre lo que ha de ser y lo que no será. Tal vez el ruso Peter, llegado de un país aún más remoto, también había traído consigo la misma creencia.

La pequeña casa de la ladera se confundía hasta tal punto con la noche que no la veíamos al ir acercándonos colina arriba. Nos guió el resplandor de las ventanas y la luz del fogón de la cocina, pues no había ninguna lámpara encendida.

Entramos sin hacer ruido. El hombre que yacía en la amplia cama parecía dormido. Tony y yo nos sentamos en el banco colocado contra la pared y apoyamos los brazos en la mesa. La luz del fuego se reflejaba en los troncos aserrados que sostenían el techo de paja. Pavel hacía un sonido ronco al respirar, y gemía sin descanso. Esperamos. El viento azotaba puertas y ventanas con impaciencia; luego se alejaba silbando por los espacios abiertos. Cada nueva ráfaga que se abatía sobre la casa hacía vibrar los cristales de las ventanas y volvía a perderse a lo lejos como las otras. Me hicieron pensar en ejércitos vencidos batiéndose en retirada; o en fantasmas que intentaban desesperadamente hallar refugio en el interior, y continuaban luego su camino sin dejar de gemir. Al poco, en uno de aquellos intervalos quejicosos entre ráfaga y ráfaga, aparecieron los coyotes con sus aullidos lastimeros —uno, dos, tres, después todos juntos— para anunciarnos la llegada del invierno. Este sonido produjo una reacción en la cama —un largo y fuerte quejido— como si Pavel tuviera una pesadilla o le despertara un antiguo dolor. Peter lo escuchó sin moverse. Estaba sentado en el suelo junto al fogón. Los coyotes soltaron de nuevo sus ladridos… luego el aullido. Pavel pidió algo e intentó incorporarse apoyándose en un codo.

—Le dan miedo los lobos —me susurró Ántonia—. En su país hay muy muchos, y comen hombres y mujeres. —Nos acercamos el uno al otro en el banco.

No podía apartar los ojos del enfermo. La camisa la tenía abierta, y su pecho escuálido, cubierto de rubia pelambre, subía y bajaba de una manera que sobrecogía. Empezó a toser. Peter se puso en pie trabajosamente, cogió la tetera y le preparó una mezcla de agua caliente y whisky. El fuerte olor del alcohol se difundió por la habitación.

Pavel cogió la taza con avidez y bebió, luego hizo que Peter le diera la botella y la deslizó bajo la almohada con una sonrisa desagradable, como si hubiera burlado a alguien. Sus ojos siguieron a Peter por toda la pieza con expresión desdeñosa y cara de pocos amigos. A mí me dio la impresión de que lo despreciaba por ser tan simple y dócil.

Se puso entonces a hablar con el señor Shimerda; su voz apenas era audible. Le contaba una larga historia y, mientras tanto, Ántonia me cogió la mano por debajo de la mesa y me la apretó con fuerza. Se inclinó y aguzó los oídos para escuchar. Se veía a Pavel cada vez más agitado, y no dejaba de señalar a un lado y a otro de la cama, como si hubiera algo allí y quisiera que el señor Shimerda también lo viera.

—Son lobos, Jimmy —susurró Ántonia—. ¡Es horrible lo que dice!

El enfermo bramó y agitó el puño. Parecía maldecir a personas que lo habían agraviado. El señor Shimerda lo sujetó por los hombros, pero a duras penas consiguió que siguiera en la cama. Por fin, un acceso de tos que estuvo a punto de ahogarlo le obligó a callar. Sacó un trapo de debajo de la almohada y se lo llevó a la boca. Rápidamente se cubrió de puntos de un vivo color rojo; pensé que no había visto nunca una sangre tan brillante. Cuando se tumbó y volvió la cara hacia la pared, toda la rabia había abandonado su cuerpo. Aguardó a recobrar el aliento pacientemente, acostado, como un niño con difteria. El padre de Ántonia descubrió una de sus largas y huesudas piernas y la frotó rítmicamente. Desde nuestro banco vimos el cuerpo esquelético. La columna y los omóplatos sobresalían como los huesos bajo el pellejo de un buey muerto y abandonado en el campo. Debía de dolerle aquella columna afilada cuando se tumbaba sobre ella.

Gradualmente, todos nos sentimos aliviados. Fuera lo que fuera, había pasado lo peor. El señor Shimerda nos indicó por señas que Pavel se había dormido. Sin decir una palabra, Peter se levantó y encendió el farol. Iba en busca del tiro de caballos para llevarnos a casa en el carro. El señor Shimerda salió con él. Ántonia y yo seguimos sentados y contemplamos la larga espalda arqueada bajo la sábana azul, sin atrevernos ni a respirar.

Durante el camino de regreso a casa, tumbados sobre la paja, entre los bandazos y el traqueteo del carro, Ántonia me contó todo lo que pudo de la historia. Lo que no me contó entonces, me lo diría más adelante; no hablamos de otra cosa en los días que siguieron.

Cuando Pavel y Peter eran unos muchachos que vivían en Rusia, les pidieron que fueran los padrinos de un amigo que iba a casarse con la beldad de otra aldea. Era pleno invierno y todos los invitados del novio fueron a la boda en trineo. Peter y Pavel hicieron el trayecto en el trineo del novio, y detrás los seguían otros seis que transportaban a todos los amigos y parientes.

Después de la ceremonia en la iglesia, los invitados asistieron a una comida en casa de los padres de la novia. La comida duró toda la tarde; luego se convirtió en cena y se prolongó hasta bien entrada la noche. Se bailó mucho y se bebió en abundancia. A medianoche, los padres de la novia se despidieron de ella y le dieron su bendición. El novio la alzó en brazos y la llevó a su trineo y la tapó con mantas. Se metió a su lado de un salto, y Pavel y Peter (¡nuestros Pavel y Peter!) ocuparon el pescante. Conducía Pavel. Los invitados partieron en medio de cánticos y del tintineo de los cascabeles de los trineos, con el del novio a la cabeza. Todos los conductores estaban más o menos de jarana, y el novio no pensaba más que en la novia.

Los lobos se mostraban muy peligrosos aquel invierno, y todo el mundo lo sabía; sin embargo, cuando oyeron el primer aullido, los conductores no se alarmaron demasiado. Estaban atiborrados de buena comida y bebida. Los primeros aullidos encontraron eco en rápidas y sucesivas repeticiones. Los lobos se estaban agrupando. No había luna, pero la luz de las estrellas se reflejaba sobre la nieve. Una oscura manada ascendió la colina en pos de la comitiva nupcial. Los lobos corrían como franjas de sombra; no parecían mayores que perros, pero se contaban por centenares.

Algo le ocurrió al trineo que cerraba la marcha: el conductor perdió el control —seguramente estaba muy borracho—, los caballos se salieron del camino, el trineo chocó contra unos árboles y volcó. Sus ocupantes rodaron por la nieve y el más veloz de los lobos se abalanzó sobre ellos. Los chillidos que se oyeron entonces serenaron a todos los demás. Los conductores se pusieron de pie e hicieron restallar el látigo. El novio tenía el mejor tiro de caballos y su trineo era el más ligero; todos los demás llevaban de seis a doce personas.

Otro conductor perdió el control. Los relinchos de los caballos eran aún más terribles que los gritos de hombres y mujeres. Nada parecía intimidar a los lobos. Era difícil saber qué ocurría en la retaguardia; los rezagados lanzaban unos chillidos tan lastimeros como los de quienes ya estaban perdidos. La menuda novia ocultó la cara en el hombro del novio y lloró. Pavel seguía inmóvil, con la mirada puesta en los caballos. El camino se percibía nítido y blanco, y los tres caballos negros del novio eran rápidos como el viento. Tan sólo era preciso mantener la calma y guiarlos con precaución.

Por fin, cuando coronaban una larga cuesta, Peter se levantó con cautela y miró hacia atrás.

—Sólo quedan tres trineos —susurró.

—¿Y los lobos? —preguntó Pavel.

—¡Suficientes! Suficientes para matarnos a todos.

Pavel llegó a la cima de la colina, pero sólo dos trineos lo seguían al descender por el otro lado. En su breve paso por la cima, vieron tras ellos un torbellino negro en la nieve. El novio lanzó un grito. Vio volcar el trineo de su padre, con su madre y sus hermanas en él. Se puso en pie de golpe como si fuera a saltar, pero la muchacha dio un chillido y lo retuvo. Incluso entonces era ya demasiado tarde. Las sombras negras se agolpaban ya sobre el bulto del camino, y un caballo salió desbocado a campo traviesa con los arneses colgando y los lobos en los talones. Sin embargo, el movimiento del novio había dado una idea a Pavel.

Se encontraban ya a unos kilómetros escasos de su aldea. El único trineo que quedaba de los seis no estaba muy lejos de ellos, y el caballo del centro de Pavel empezaba a flaquear. Algo le ocurrió al otro trineo junto a un estanque helado. Peter lo vio con toda nitidez. Los grandes lobos alcanzaron a los caballos, y éstos enloquecieron. Intentaron saltar unos sobre otros, se les enredaron los arneses y acabaron volcando el trineo.

Cuando se extinguieron los gritos que dejaban atrás, Pavel se dio cuenta de que estaban solos en el camino familiar.

—¿Aún están ahí? —preguntó a Peter.

—Sí.

—¿Cuántos son?

—Veinte, treinta… suficientes.

Ahora al caballo del centro prácticamente lo llevaban a rastras entre los otros dos. Pavel entregó las riendas a Peter y pasó con cuidado a la parte de atrás del trineo. Gritó al novio que tenían que aligerar peso… y señaló a la novia. El joven lo maldijo y estrechó a la novia contra sí. Pavel intentó arrancarla de sus brazos. En la lucha, el novio se levantó. Pavel lo derribó del trineo y arrojó a la chica tras él. Dijo que nunca llegó a recordar exactamente cómo lo había hecho, ni lo que sucedió después. Peter, encorvado en el pescante, no vio nada. Lo primero en que se fijaron ambos fue en el sonido nuevo que traspasó el aire puro, más fuerte que nunca: la campana del monasterio de su aldea llamando a oración.

Pavel y Peter entraron en la aldea solos, y solos estuvieron desde aquel día. Los expulsaron de su aldea. La propia madre de Pavel no quiso ni mirarle a la cara. Partieron hacia lugares desconocidos, pero cuando la gente se enteraba de su procedencia, les preguntaban si conocían a los dos hombres que habían dado a comer una novia a los lobos. Allá donde fueran, los seguía su historia. Tardaron cinco años en ahorrar el dinero suficiente para emigrar a América. Trabajaron en Chicago, en Des Moines, en el Fuerte Wayne, pero perseguidos siempre por el infortunio. Cuando la salud de Pavel se agravó, decidieron probar el cultivo de la tierra.

Pavel murió unos días después de descargar su conciencia con el señor Shimerda y fue enterrado en el cementerio noruego. Peter lo vendió todo y abandonó la comarca; se fue de cocinero al campamento de una vía férrea en construcción donde había cuadrillas de obreros rusos.

En la venta de Peter, nosotros le compramos la carretilla y algunos arneses. Durante la subasta, fue de un lado a otro con la cabeza gacha y no alzó la vista en ningún momento. No parecía importarle nada. El prestamista de Black Hawk que tenía las hipotecas sobre el ganado de Peter estaba allí, y compró pagarés a cincuenta centavos por dólar. Todo el mundo afirmó que Peter besó a la vaca antes de que se la llevara su nuevo propietario. Yo no le vi hacerlo, pero una cosa sí sé: cuando los compradores se llevaron todos sus muebles y el fogón de la cocina y los cacharros, cuando su casa quedó vacía, él se sentó en el suelo con la navaja y se comió todas las sandías que había guardado para el invierno. Cuando el señor Shimerda y Krajiek fueron a por él en el carro para llevarlo al tren, lo encontraron con la barba goteando, rodeado de montones de cáscaras de sandía.

La pérdida de sus dos amigos sumió al viejo señor Shimerda en una profunda depresión. Cuando salía de caza solía llegarse hasta la casa de troncos vacía y sentarse allí a meditar. Aquella cabaña fue su ermita hasta que las nieves del invierno lo confinaron en su cueva[10]. Ántonia y yo no nos cansábamos nunca de la historia de la boda. No le contamos el secreto de Pavel a nadie, sino que lo guardamos celosamente, como si los lobos de Ucrania se hubieran agrupado aquella noche lejana en el tiempo y la comitiva nupcial hubiera sido sacrificada para darnos a nosotros un extraño y doloroso placer. Por la noche, antes de dormirme, me imaginaba a menudo en un trineo tirado por tres caballos, recorriendo velozmente un paisaje que se parecía en parte a Nebraska y en parte a Virginia.