Pese a lo mucho que me gustaba Ántonia, detestaba el tono de superioridad que adoptaba a veces conmigo. Tenía cuatro años más que yo, cierto, y había visto más mundo; pero yo era un chico y ella una chica, y me desagradaba su actitud protectora. Antes de que acabara el otoño, empezó a tratarme como a un igual y a respetarme en otras cosas, además de las lecciones de lectura. El cambio se produjo a raíz de una aventura que corrimos juntos.
Un día, cuando llegué en el poni a casa de los Shimerda, encontré a Ántonia a punto de marcharse a casa del ruso Peter para pedirle prestada una pala que necesitaba Ambrosch. Me ofrecí a llevarla en el poni, y se encaramó a la silla detrás de mí. La noche anterior se había formado otra fina capa de hielo, y el aire era transparente y embriagador como el vino. En el transcurso de una semana, se habían despojado todos los caminos de sus flores, cientos de miles de girasoles amarillos se habían convertido en abrojos marrones y quebradizos.
Encontramos al ruso Peter recogiendo patatas. Nos alegramos de entrar en la casa y calentarnos junto a los fogones de la cocina, y de ver sus calabazas, zapallos y sandías navideñas amontonados en el almacén para el invierno. Cuando nos alejamos en el poni con la pala, Ántonia sugirió que nos detuviéramos en la colina de los perros de las praderas y que caváramos en uno de los agujeros. Podíamos averiguar si se adentraban en la tierra o si eran horizontales, como las madrigueras de los topos; si estaban conectadas entre sí bajo tierra; si las lechuzas tenían allá abajo sus nidos, forrados de plumas. Tal vez consiguiéramos alguna cría, o huevos de lechuza, o pieles de serpientes.
Las madrigueras se extendían por unas cuatro hectáreas de terreno. Mordisqueada a ras de tierra, la hierba allí era corta y uniforme, de modo que el terreno no era irregular y rojo como todo cuanto lo rodeaba, sino gris y aterciopelado. Los agujeros distaban varios metros unos de otros, y se distribuían con bastante regularidad, casi como si se hubieran trazado calles y avenidas. Uno tenía siempre la impresión de que allí se desarrollaba un tipo de vida muy sociable y ordenado. Até a Dude abajo, en un barranco, y nos dedicamos a dar vueltas por entre las madrigueras, buscando un agujero que fuera fácil de cavar. Los perros estaban al aire libre, como era habitual, docenas de ellos, sentados sobre las patas traseras a la puerta de casa. Cuando nos acercamos, nos ladraron y menearon la cola, y se escabulleron en el interior de sus madrigueras. Delante de los agujeros había pequeñas franjas de arena y grava, que supusimos habían escarbado y extraído de una gran profundidad. Aquí y allá, topábamos con un montón de grava mayor, a varios metros de cualquiera de los agujeros. Si habían sido los perros de las praderas los que habían sacado la arena al excavar, ¿cómo la habían transportado hasta tan lejos? Fue en uno de aquellos lechos de grava donde me ocurrió la aventura.
Estábamos examinando un gran agujero con dos entradas. La madriguera se adentraba bajo tierra en una suave pendiente, así que podíamos ver los dos corredores unidos, y el suelo estaba lleno de polvo por el uso, como una pequeña carretera con mucho trasiego. Retrocedía en cuclillas, cuando oí gritar a Ántonia. La tenía enfrente, señalando algo que había a mi espalda y gritando en su idioma. Giré en redondo y allí, en uno de aquellos lechos de grava seca, descubrí la serpiente más grande que había visto en mi vida. Se tostaba al sol, después de una fría noche, y debía de estar durmiendo cuando Ántonia gritó. Al darme yo la vuelta, tenía el cuerpo estirado en suaves ondas, como una letra «W». Empezó a moverse, enroscándose despacio. No era tan sólo una serpiente enorme, pensé, era un monstruo de atracción de feria. Su abominable musculatura, su movimiento fluido y repugnante, me hicieron sentir asco. Era tan gruesa como mi pierna, y daba la impresión que ni aun aplastándola con una rueda de molino perdería su horrible vitalidad. Alzó la espantosa cabeza e hizo sonar el cascabel de la cola. No eché a correr porque no se me ocurrió; no me habría sentido más acorralado aunque hubiera tenido la espalda contra un muro de piedra. Vi que se tensaban sus anillos; iba a saltar, a saltar cuan larga era, recordé. Corrí hacia ella y, apuntando a la cabeza con la pala, le di un buen golpe en el cuello; enseguida la tuve enrollada en torno a los pies. Volví a golpearla, con odio esta vez. Ántonia se acercó corriendo por detrás, descalza como estaba. Aun después de haberle chafado la horrible cabeza a golpes, el cuerpo de la serpiente siguió enroscándose y agitándose, doblándose sobre sí mismo. Me aparté y le di la espalda. Tenía náuseas.
Ántonia vino detrás de mí, gritando:
—¡Oh, Jimmy! ¿No muerde a ti? ¿Seguro? ¿Por qué no corres cuando yo digo?
—¿Por qué te has puesto a parlotear en tu jerga? ¡Podrías haberme dicho que había una serpiente detrás de mí! —dije, muy enfadado.
—Ya sé que soy horrible, Jim, estaba tan asustada… —Me cogió el pañuelo del bolsillo e intentó limpiarme la cara con él, pero yo se lo arranqué de las manos. Supongo que mi aspecto era tan malo como la sensación que tenía—. Nunca imagino que eres tan valiente, Jim —prosiguió ella con tono consolador—. Eres igual que grandes hombres; esperas que levanta cabeza y vas a por ella. ¿No asustado un poco? Ahora llevamos serpiente a casa y enseñamos a todo el mundo. Nadie ha visto en este país serpiente tan grande como tú matas.
Siguió en el mismo tono hasta que empecé a pensar de mí mismo que había estado esperando una oportunidad como aquélla, y que la había recibido con alegría. Volvimos junto a la serpiente con cautela; aún agitaba la cola, mostrando su feo vientre a la luz. Despedía un débil olor fétido, y de la cabeza aplastada manaba un hilillo de un líquido verdoso.
—Mira, Tony, eso es su veneno —dije.
Saqué un buen trozo de cuerda del bolsillo y Ántonia levantó la cabeza de la serpiente con la pala para que la atara. La estiramos y la medimos con mi fusta; medía un metro setenta, más o menos. Tenía doce cascabeles en el crótalo, pero no acababan en punta, así que insistí en que había tenido veinticuatro. Expliqué a Ántonia que eso significaba que la serpiente tenía veinticuatro años, que debía de estar allí cuando llegaron los primeros hombres blancos, desde la época de los búfalos y los indios. Cuando le di la vuelta, empecé a sentirme orgulloso de ella, a respetar en cierta manera su longevidad y su tamaño. Era como el Mal antiquísimo. Desde luego, los animales de su especie han dejado horribles recuerdos atávicos en todos los seres vivos de sangre caliente. Cuando la arrastramos barranco abajo, Dude saltó hacia atrás, tensando el ronzal y temblando todo él; no permitió que nos acercáramos.
Decidimos que Ántonia montaría a Dude hasta casa y que yo iría a pie. Mientras cabalgaba lentamente, balanceando las piernas desnudas contra los flancos del poni, no dejaba de gritarme que todo el mundo se quedaría asombrado. Yo la seguía con la pala sobre el hombro, llevando mi serpiente a rastras. Su júbilo resultaba contagioso. Aquella vasta tierra no me había parecido nunca tan grande ni tan libre como entonces. Aunque la hierba roja estuviera llena de serpientes de cascabel, yo podía con todas ellas. No obstante, de vez en cuando lanzaba miradas furtivas a mi espalda para comprobar que ninguna pareja vengadora, más vieja y grande que mi presa, se abalanzaba sobre mí por la retaguardia.
El sol se había puesto cuando llegamos a nuestro huerto y descendimos hacia la casa. Otto Fuchs fue la primera persona que vimos a nuestro regreso. Estaba sentado al borde del estanque, fumándose tranquilamente una pipa antes de cenar. Ántonia lo llamó para que acudiera deprisa y echara un vistazo. Otto no dijo nada durante un rato, se limitó a rascarse la cabeza y a darle la vuelta a la serpiente con la punta de la bota.
—¿Dónde has tropezado con esta belleza, Jim?
—Arriba, en las guaridas de los perros de las praderas —respondí lacónicamente.
—¿Las has matado tú? ¿Con qué arma?
—Habíamos estado en casa del ruso Peter para pedirle prestada una pala de parte de Ambrosch.
Otto sacudió la ceniza de la pipa y se acuclilló para contar los cascabeles. —Ha sido una suerte que tuvieras esa herramienta —dijo, cautelosamente—. ¡Caramba! Ni yo mismo habría querido vérmelas con ella a menos que llevara una estaca conmigo. El bastón para serpientes de tu abuela sólo le habría hecho cosquillas. ¡Pero si podría ponerse de pie y hablar con uno, ya lo creo que sí! ¿Se ha revuelto?
Ántonia intervino entonces.
—¡Se ha revuelto como fiera! Encima de las botas de Jimmy. Yo grito para que él corre, pero él sólo golpea y golpea la serpiente como loco.
Otto me guiñó un ojo. Cuando Ántonia se alejó cabalgando, me dijo:
—Le has dado el primer golpe en la cabeza, ¿verdad? Menos mal.
Colgamos la serpiente del molino de viento, y cuando entré en la cocina encontré a Ántonia en medio de la pieza, contando la historia con abundancia de adornos.
Experiencias posteriores con serpientes de cascabel me enseñaron que las circunstancias de mi primer encuentro habían sido afortunadas. Mi gran serpiente era vieja y había llevado una vida demasiado cómoda; no le quedaban fuerzas para resistirse. Seguramente hacía años que vivía allí, desayunando un rollizo perro de las praderas siempre que le apetecía, en un hogar resguardado, puede que incluso un lecho de plumas de lechuza, y había olvidado que el mundo no reconoce el derecho a la vida de las serpientes de cascabel. Un niño no habría sido rival para una serpiente de su tamaño de haberse producido una lucha. Así que, en realidad, fue un simulacro de aventura; el azar había puesto la presa a mi alcance, como seguramente les había ocurrido a muchos de los que mataban dragones. El ruso Peter me había proporcionado una arma adecuada, la serpiente era vieja y perezosa, y yo tenía a Ántonia a mi lado como testigo y admiradora.
La serpiente colgó de la valla de nuestro corral varios días; algunos de nuestros vecinos vinieron a verla y convinieron en que era la mayor serpiente de cascabel que se había matado en los contornos. Aquello bastó para Ántonia. A partir de entonces me tuvo en mayor estima y nunca más volvió a adoptar un tono desdeñoso conmigo. Había matado a una serpiente gigantesca; me había convertido en todo un hombre.