V

Sabíamos que nuestros vecinos bohemios lo pasaban muy mal, pero las dos niñas tenían un espíritu animoso y no se quejaban nunca. Siempre estaban dispuestas a olvidar los problemas domésticos y a huir conmigo hacia la pradera para ahuyentar conejos o levantar bandadas de codornices.

Recuerdo la emoción de Ántonia cuando entró una tarde en nuestra cocina y anunció:

—Mi papá encontrar amigos en Norte, con hombres rusos. Ayer noche llevó a mí para ver y yo puedo entender mucho que hablaron. Hombres simpáticos, señora Burden. Uno es gordo y reír todo el tiempo. Todos reír. La primera vez que veo reír mi papá en este país. ¡Oh, muy bien!

Le pregunté si se refería a los dos rusos que vivían hacia el Norte, cerca de la colina de los perros de las praderas. Yo mismo había sentido a menudo la tentación de ir a verlos cuando cabalgaba en aquella dirección, pero uno de ellos era un tipo de aspecto feroz, y me daba un poco de miedo. Rusia me parecía el país más remoto del mundo, más lejano aún que China, y casi tanto como el Polo Norte. De toda la gente extraña y desarraigada que había entre los primeros colonos, aquellos dos hombres eran los más extraños y los más distantes. Sus apellidos eran impronunciables, de modo que los llamaban Pavel y Peter. Andaban por ahí haciendo señas a la gente, y carecieron de amigos hasta la llegada de los Shimerda. Krajiek entendía un poco el ruso, pero los había engañado en diversas transacciones, de modo que procuraba evitarlos. De Pavel, el alto, se decía que era anarquista; dado que no tenía modo alguno de dar a conocer sus opiniones, lo más probable era que sus exageradas gesticulaciones y su actitud general, díscola e irritable, hubieran dado pie a tal suposición. En otro tiempo debía de haber sido un hombre muy fuerte, pero por aquel entonces su figura corpulenta de articulaciones grandes y nudosas parecía desgastada, y la piel de sus pronunciados pómulos era muy tirante. Su respiración era ronca y no paraba de toser.

Peter, su compañero, era un tipo muy diferente; de pequeña estatura, piernas arqueadas y gordo como un tonel. Parecía complacido siempre que se encontraba con alguien en el camino, sonreía y saludaba con el sombrero, fuera hombre o mujer. A lo lejos, subido a su carro, parecía más viejo; tenía los cabellos y la barba de un rubio tan pálido que parecían blancos a la luz del sol. Eran tan espesos y rizados como la lana cardada. Su faz sonrosada, con la nariz respingona, entre aquellos vellones, era como un melón entre sus hojas. Solían llamarle «Curly Peter», Peter el Rizos, o «Rooshian Peter», el ruso Peter.

Los dos rusos eran buenos peones de labranza, y en verano trabajaban juntos en las tierras de otros. Oí reír a nuestros vecinos al contar que Peter tenía que volver siempre a casa por la noche para ordeñar su vaca. Otros colonos solteros bebían leche condensada para ahorrarse la molestia. Peter venía a veces al servicio religioso que se celebraba en la escuela. Fue allí donde lo vi por primera vez, sentado en un banco bajo junto a la puerta, con el gorro de felpa entre las manos y los pies desnudos escondidos bajo el asiento, como disculpándose.

Cuando el señor Shimerda trabó amistad con los rusos, empezó a visitarlos casi todas las noches, y a veces se llevaba a Ántonia con él. Ántonia me dijo que eran de una parte de Rusia donde el idioma no era muy diferente del que se hablaba en Bohemia, y que si quería ir a verlos, podría hablar con ellos por mí. Una tarde, antes de que empezaran las fuertes heladas, fuimos a verlos cabalgando juntos en mi poni.

Los rusos tenían una bonita casa de troncos construida sobre una loma cubierta de hierba, y un pozo con cabrestante junto a la puerta. Al ascender la pendiente tuvimos que rodear un extenso sandiar y un huerto en el que se veían calabazas, zapallos y pepinos amarillos. Encontramos a Peter fuera, en la parte de atrás de la cocina, inclinado sobre una tina. Trabajaba con tanto afán que no nos oyó llegar. Todo su cuerpo se movía de arriba abajo mientras frotaba; ofrecía un cómico aspecto, visto desde atrás, con su cabeza greñuda y sus piernas torcidas. Cuando se irguió para saludarnos, las gotas de sudor le caían desde la gruesa nariz hasta la barba rizada. Peter se secó las manos y pareció alegrarse de dejar el fregoteo. Nos llevó a ver sus gallinas y la vaca, que pastaba en la ladera. Le dijo a Ántonia que en su país sólo la gente rica tenía vacas, pero que aquí cualquiera que quisiera cuidarla podía tener una. La leche era buena para Pavel, que enfermaba a menudo, y podía hacer mantequilla con ella batiendo la nata agria con una cuchara de madera. Peter le tenía un gran cariño a su vaca. Le palmeó los flancos y le habló en ruso mientras arrancaba el clavo que sujetaba el ronzal y lo hundía en otro sitio.

Después de mostrarnos su huerto, Peter llevó una carretilla llena de sandías colina arriba hasta la casa. Pavel no estaba allí. Se había ido a algún sitio para ayudar a cavar un pozo. La casa me pareció muy acogedora para dos hombres solteros. Además de la cocina, había una sala de estar, con una amplia cama de matrimonio arrimada a una pared y bien provista, con sábanas azules de guinga y almohadas. También había un pequeño almacén con una ventana, donde guardaban rifles y sillas de montar y herramientas, y abrigos y botas viejos. Aquel día estaba lleno de hortalizas secándose para el invierno; maíz y judías y gruesos pepinos amarillos. No había persianas ni cortinas en la casa, y todas las puertas y ventanas estaban abiertas de par en par, permitiendo el paso a las moscas y a la luz del sol por igual.

Peter puso las sandías en hilera sobre la mesa cubierta por un hule y empuñó un cuchillo de carnicero. Antes de que la hoja las hendiera por completo, se partían solas, de puro maduras, con un delicioso sonido. Nos dio cuchillos, pero no platos, y pronto la mesa estaba bañada en jugo y semillas. Jamás había visto a nadie comer tantas sandías como Peter. Nos aseguró que eran buenas para la salud, mejor que cualquier medicina; en su país, la gente se alimentaba únicamente de sandías en aquella época del año. Era un hombre muy hospitalario y alegre. Una vez, mientras contemplaba a Ántonia, suspiró y nos dijo que, si se hubiera quedado en Rusia, tal vez tendría entonces una preciosa hija que cocinara y llevara la casa. Nos dijo que había abandonado su país debido a un «gran problema».

Cuando nos levantamos para marcharnos, Peter miró a un lado y a otro con aire perplejo, buscando algo con que entretenernos. Entró a toda prisa en el almacén y volvió con una armónica de vistosos colores, se sentó en un banco y, separando las gordas piernas, empezó a tocar como si fuera una orquesta entera. Las melodías eran muy animadas o muy tristes, y algunas también tenían letra.

Antes de irnos, Peter metió unos pepinos maduros en un saco para la señora Shimerda y nos dio un cubo lleno de leche para que los cocinara con ella. Yo no había oído hablar nunca de que los pepinos se cocinaran, pero Ántonia me aseguró que así estaban muy buenos. Tuvimos que llevar el poni al paso todo el camino hasta casa para que la leche no se derramara.