La tarde de aquel mismo domingo di mi primer paseo largo en mi poni, bajo la tutela de Otto. Después de aquello, Dude y yo íbamos dos veces por semana a la estafeta de correos, a diez kilómetros en dirección Este, y ahorrábamos mucho tiempo a los hombres encargándonos de llevar recados a nuestros vecinos. Cuando teníamos que pedir algo prestado o llevar el aviso de que habría sermón en la escuela hecha de tierra, siempre era yo el mensajero. Antes era Fuchs quien se ocupaba de esas cosas después del trabajo.
Todos los años transcurridos no han borrado mi recuerdo de aquel primer otoño glorioso. El nuevo país se extendía ante mí: no había cercas en aquellos tiempos, y podía elegir cualquier camino entre la hierba de las tierras altas, confiando en que el poni me devolvería a casa. Algunas veces seguía los senderos bordeados de girasoles. Fuchs me dijo que los girasoles habían llegado a aquel territorio de la mano de los mormones; que, en la época de las persecuciones, al abandonar Misuri y adentrarse en las tierras salvajes en busca de un lugar donde pudieran adorar a Dios a su manera, los miembros del primer grupo explorador habían atravesado las llanuras en dirección a Utah esparciendo semillas de girasol a su paso. Al verano siguiente, las largas caravanas de carromatos que llevaban a las mujeres y los niños no habían tenido más que seguir la estela de girasoles. Creo que los botánicos no han confirmado la historia de Fuchs, sino que insisten en que el girasol es autóctono de las llanuras. No obstante, la leyenda ha pervivido en mi memoria, y los senderos bordeados de girasoles siempre me han parecido los senderos que conducen a la libertad.
Me gustaba vagar junto a los maizales de pálido color amarillo, buscando los lugares húmedos que a veces se encuentran en sus lindes, donde las centinodias pronto adquirían un intenso color cobrizo y las delgadas hojas marrones colgaban enroscadas como vainas en torno a los nudos abultados del tallo. Algunas veces me dirigía hacia el Sur para visitar a nuestros vecinos alemanes y admirar su huerto de catalpas, o para ver el gran olmo que se erguía en una profunda grieta del terreno y tenía un nido de halcón entre sus ramas. Los árboles eran tan escasos en la región y era tanto el esfuerzo que debían realizar para crecer, que nos preocupaban y los visitábamos como si fueran personas. Debía de ser la parquedad de los detalles en aquel paisaje pardo rojizo lo que hacía que los detalles fueran preciosos.
Algunas veces cabalgaba hacia el Norte, hacia la gran colina llena de guaridas de perros de las praderas, para contemplar cómo las pardas lechuzas de tierra emprendían el vuelo con el ocaso y bajaban a sus nidos subterráneos con los perros[9]. A Ántonia Shimerda le gustaba venir conmigo, y juntos nos hacíamos mil y una preguntas sobre aquellas aves de costumbres subterráneas. Teníamos que estar en guardia, pues siempre había serpientes de cascabel rondando por allí. Acudían al reclamo de presas fáciles como los perros de las praderas y las lechuzas de tierra, que no tenían modo alguno de defenderse; tomaban posesión de sus cómodos nidos y se comían los huevos y las crías. Las lechuzas nos daban lástima. Nos causaba siempre una profunda tristeza verlas llegar volando al nido con la puesta de sol y desaparecer bajo tierra. Pero, al fin y al cabo, nos parecía que, siendo aladas, unas criaturas como ellas debían de haberse degradado mucho para vivir de esa manera. La colina de los perros de las praderas estaba muy lejos de cualquier estanque o arroyo. Otto Fuchs decía que había visto colinas de madrigueras populosas en el desierto, donde no había agua en la superficie en ochenta kilómetros a la redonda; insistía en que algunos de los túneles debían de bajar hasta el agua, a unos sesenta metros más o menos. Ántonia decía no creérselo; decía que seguramente los perros lamían el rocío de la mañana, como los conejos.
Ántonia tenía opiniones sobre todo, y muy pronto pudo darlas a conocer. Casi todos los días llegaba corriendo por la pradera para que le diera clases de lectura. La señora Shimerda refunfuñaba, pero se daba cuenta de que era importante que un miembro de la familia aprendiera inglés. Cuando terminaba la lección, nos íbamos al sandiar que había detrás del huerto. Yo partía las sandías con un viejo machete de cosechar maíz, y arrancábamos el corazón y nos lo comíamos, dejando que el jugo nos resbalara por los dedos. No tocábamos las blancas sandías navideñas, pero las mirábamos con curiosidad. Las recogerían más tarde, cuando empezaran las fuertes heladas, y se almacenarían para comerlas durante el invierno. Después de varias semanas en el mar, los Shimerda se morían de ganas de comer fruta. Las dos niñas vagaban durante kilómetros y kilómetros, bordeando los maizales en busca de tomatillos.
A Ántonia le encantaba ayudar a la abuela en la cocina y aprender a cocinar y a llevar la casa. Se quedaba detrás de ella, contemplando todos sus movimientos. Nosotros estábamos dispuestos a creer que la señora Shimerda era una buena ama de casa en su país, pero no sabía desenvolverse en aquella situación, nueva para ella; ¡desde luego la situación era bastante mala!
Recuerdo cómo nos horrorizamos al ver el pan agrio y de un color ceniciento que daba a comer a su familia. Descubrimos que mezclaba la masa en un viejo picotín de hojalata que antes había usado Krajiek en el establo. Cuando la señora Shimerda sacaba la masa para hornearla, dejaba restos pegados a los lados del picotín, colocaba éste en el estante, tras el fogón, y dejaba que los residuos fermentaran. Cuando volvía a hacer pan, echaba aquella cosa agria en la masa recién hecha para usarla como levadura.
Durante aquellos primeros meses, los Shimerda no fueron jamás a la ciudad. Krajiek los convenció de que en Black Hawk se verían misteriosamente despojados de su dinero. Odiaban a Krajiek, pero se aferraban a él porque era el único ser humano con el que podían hablar, o del que podían obtener información. Krajiek dormía con el padre y los dos chicos en el establo, junto con los bueyes. Le dejaban vivir con ellos en su agujero y le daban de comer por la misma razón que los perros de la pradera y las lechuzas pardas dan cobijo a las serpientes de cascabel: porque no sabían cómo librarse de él.