El domingo por la mañana, Otto Fuchs tenía que llevarnos en el carro a conocer a nuestros nuevos vecinos de Bohemia. Les llevábamos provisiones, pues se iban a instalar en un lugar salvaje donde no había huerto ni gallinero y la tierra de labor era muy poca. Fuchs subió un saco de patatas y un trozo de cerdo curado de la despensa, y la abuela colocaba unos cuantos panes del sábado, un tarro de mantequilla y varios pasteles de calabaza sobre la paja del carro. Nos encaramamos al pescante y emprendimos la marcha, dejando atrás el estanque para seguir el camino que subía hacia el gran maizal.
Yo estaba impaciente por ver lo que había más allá de aquel maizal, pero sólo vi hierba roja como la nuestra, y nada más, aunque desde el alto pescante del carro se abarcaba una amplia extensión de tierra. El camino seguía un trazado infernal, evitando los barrancos allí donde eran más profundos y atravesándolos por donde eran practicables. Y tanto si daba vueltas como si iba en línea recta, a ambos lados crecían los girasoles; algunos eran tan grandes como árboles pequeños, con hojas grandes y toscas y numerosas ramas que soportaban docenas de capullos. Cruzaban la pradera como una cinta dorada. De vez en cuando, uno de los caballos arrancaba una planta llena de flores de un bocado, y seguía caminando mientras la masticaba, y las flores se balanceaban al compás de sus mordiscos, cada vez más cercanos.
La familia bohemia, según me contó la abuela conforme avanzábamos, había comprado la granja de un compatriota suyo, Peter Krajiek, pagándole por ella más de lo que valía. El trato lo habían cerrado antes de abandonar su país por medio de un primo de él, que también era pariente de la señora Shimerda. Los Shimerda eran la primera familia bohemia que llegaba a aquella parte del condado. Krajiek era su único intérprete, y podía decirles lo que le viniera en gana. No sabían hablar inglés, de modo que no podían pedir consejo, ni siquiera dar a conocer sus necesidades más acuciantes. Uno de los hijos, dijo Fuchs, era ya mayor, y lo bastante fuerte para cultivar la tierra, pero el padre era viejo y débil y no sabía nada de labranza. Era tejedor de profesión; había sido muy diestro en la confección de tapices y telas de tapicería. Se había traído su violín, que no le serviría de gran cosa allí, aunque en su lugar de origen ganaba algún dinero con él.
—Si son buena gente, detesto la idea de que pasen el invierno en esa covacha de Krajiek —dijo la abuela—. No es más que una madriguera de tejón; no es una choza en condiciones. Y me han dicho que les ha hecho pagar veinte dólares por su viejo fogón, que no valía ni diez.
—Sí, señora —dijo Otto—, y les ha vendido sus bueyes y sus dos caballos viejos y escuálidos por el precio de buenos animales de labor. Yo habría intervenido en lo de los caballos, porque el viejo entiende algo el alemán, si hubiera creído que iba a escucharme. Pero los bohemios sienten una desconfianza innata hacia los austríacos.
La abuela pareció interesada.
—Vaya, ¿y eso por qué, Otto?
Fuchs arrugó el entrecejo y la nariz.
—Bueno, señora, cosas de la política. Sería muy largo de explicar.
El terreno se hacía cada vez más agreste; me dijeron que nos acercábamos al arroyo Squaw[7], que atravesaba la mitad occidental de la propiedad de los Shimerda y hacía que la tierra tuviera escaso valor agrícola. Pronto vimos las riberas arcillosas y cubiertas de hierba que señalaban los meandros del arroyo, y las relucientes copas de los álamos de Virginia y los fresnos que crecían en el fondo de la quebrada. Algunos de los álamos se estaban secando ya y las hojas amarillas y la relumbrante corteza blanca les daban la apariencia de los árboles dorados y plateados de los cuentos de hadas.
Nos acercábamos a la morada de los Shimerda, pero seguía sin ver nada más que las rojas colinas agrestes y los barrancos de taludes escalonados y largas raíces colgantes que asomaban allí donde la tierra se había desmoronado. Por fin, apoyada en uno de aquellos taludes vi una especie de cabaña techada con la hierba de color vino que crecía por todas partes. Junto a ella se alzaba un molino destartalado y medio caído que no tenía rueda. Nos dirigimos hacia aquel armazón para atar a él los caballos, y entonces vi una puerta y una ventana hundidas en el talud. La puerta estaba abierta, y una mujer y una niña de catorce años salieron corriendo y alzaron hacia nosotros una mirada esperanzada. Las seguía una niña pequeña. Anudado a la cabeza, la mujer llevaba el mismo chal bordado con flecos de seda que le había visto al apearse del tren en Black Hawk. No era vieja, pero desde luego tampoco joven. Tenía un rostro vivaz y despierto, con el mentón afilado y unos ojillos perspicaces. Estrechó la mano de la abuela vigorosamente.
—¡Muy contenta, muy contenta! —exclamó. Inmediatamente señaló el talud del que había surgido y dijo—: ¡Casa no buena, casa no buena!
La abuela asintió con expresión consoladora.
—Conseguirán acomodarse mejor cuando pase el tiempo, señora Shimerda; harán buena la casa.
Mi abuela hablaba siempre a gritos a los extranjeros, como si fueran sordos. Hizo comprender a la señora Shimerda la intención amable de nuestra visita, y la mujer bohemia manoseó los panes e incluso los olió, y examinó los pasteles con viva curiosidad, exclamando:
—¡Mucho bueno, mucho gracias! —y volvió a estrechar con fuerza la mano de la abuela.
El hijo mayor, Ambrož —lo pronunciaban Ambrosch—, salió de la covacha y se colocó junto a su madre. Tenía diecinueve años, era bajo y de anchas espaldas, con la cabeza chata y de cabellos muy cortos y el rostro grande y achatado. Sus ojos de color avellana eran pequeños y penetrantes, como los de su madre, pero más taimados y suspicaces; prácticamente se le salieron de las órbitas al ver la comida. La familia había vivido de tortas de maíz y melaza de sorgo durante tres días.
La niña pequeña era bonita, pero Ántonia —acentuaban así el nombre, con fuerza, cuando la llamaban— aún lo era más. Recordé lo que había dicho el revisor de sus ojos. Eran grandes y cálidos y luminosos, como el sol reflejado en oscuros estanques en medio del bosque. También su piel era oscura, y tenía las mejillas encendidas, intensamente sonrosadas. Tenía una melena desgreñada de cabellos morenos y rizados. La hermana pequeña, a la que llamaban Yulka (Julka), era rubia, y parecía dócil y obediente. Mientras contemplaba con torpeza a las dos niñas, salió Krajiek del establo para ver qué estaba pasando. Le acompañaba otro de los Shimerda. Incluso desde lejos se notaba que aquel chico tenía algo extraño. Cuando se acercó a nosotros empezó a hacer ruidos burdos, y alzó las manos para enseñarnos los dedos, que eran palmeados hasta el primer nudillo, como si fueran de pato. Cuando me vio echarme hacia atrás, se puso a cacarear con deleite, «¡Cooo, co-co, co-co!», como un gallo. Su madre frunció el entrecejo y exclamó con severidad:
—¡Marek! —Luego se dirigió a Krajiek en bohemio, hablando deprisa.
—Quiere que les diga que el chico no hará daño a nadie, señora Burden. Nació así. Los otros son listos. Ambrosch será un buen granjero. —Dio un golpe a Ambrosch en la espalda y el chico esbozó una sonrisa cómplice.
En aquel momento salió el padre del agujero en el terraplén. No llevaba sombrero y tenía los espesos cabellos, grises como el acero, peinados hacia atrás. Eran tan largos que asomaban como una mata por detrás de las orejas, y le hacían parecer uno de los viejos retratos que yo recordaba de Virginia. Era alto y delgado, y tenía encorvados los hombros flacos. Lo comprendió todo con una mirada, luego tomó la mano de la abuela y se inclinó sobre ella. Me fijé en que sus manos eran blancas y bien formadas. Parecían irradiar cierta paz, y destreza. Sus ojos tenían una expresión melancólica y se hundían profundamente bajo las cejas. Sus facciones eran duras, pero tenía el rostro ceniciento, como si se hubiera extinguido en él toda la luz y el calor. Todo en aquel viejo armonizaba con su porte digno. Vestía pulcramente. Bajo la chaqueta, llevaba un chaleco gris de punto y, en lugar de cuello, un pañuelo de seda de un oscuro tono verde broncíneo, con los extremos cuidadosamente cruzados y sujetos por un alfiler rojo de coral. Mientras Krajiek traducía para el señor Shimerda, Ántonia se acercó a mí y me tendió la mano persuasivamente. Instantes después corríamos pendiente arriba juntos, con Yulka intentando seguirnos.
Cuando llegamos a lo alto y pudimos ver las copas doradas de los árboles, señalé en aquella dirección, y Ántonia se echó a reír y me apretó la mano, dándome a entender lo contenta que estaba de que hubiera ido. Corrimos en dirección al Squaw y no paramos hasta que la tierra misma se detuvo; desapareció ante nosotros de manera tan abrupta que el siguiente paso nos habría hecho caer en las copas de los árboles. Nos detuvimos jadeantes al borde del abismo, contemplando los árboles y los matorrales que crecían en el fondo, a nuestros pies. El viento era tan fuerte que tuve que sujetarme el sombrero con la mano, y las faldas de las niñas revoloteaban delante de ellas. A Ántonia pareció gustarle; sujetaba a su hermana pequeña de la mano y parloteaba en aquella lengua que a mí me parecía que se hablaba mucho más deprisa que la mía. Ántonia me miró y en sus ojos, realmente, centelleaban las cosas que no podía decir.
—¿Nombre? ¿Qué nombre? —preguntó, tocándome el hombro. Le dije mi nombre y ella lo repitió e hizo a Yulka que lo repitiera. Señaló el álamo dorado cuya copa teníamos delante, y volvió a decir—: ¿Qué nombre?
Nos sentamos e hicimos un nido en la alta hierba roja. Yulka se enroscó como una cría de conejo y jugueteó con un saltamontes. Ántonia señaló el cielo y me interrogó con la mirada. Le di la palabra, pero no se contentó con eso y señaló mis ojos. Le dije cómo se llamaban y ella repitió la palabra, haciendo que sonara como «hielo»[8]. Señaló el cielo, luego mis ojos, luego otra vez el cielo, con movimientos tan rápidos e impulsivos que me distrajo, y no tuve la menor idea de lo que quería decir. Se arrodilló y se retorció las manos. Se señaló los ojos y negó con la cabeza, luego señaló los míos y el cielo, asintiendo vigorosamente.
—Oh —exclamé—, azul; cielo azul, ojos azules.
Dio una palmada y murmuró:
—Cielo azul, ojos azules —como si le divirtiera.
Mientras estábamos allí acurrucados para protegernos del viento, aprendió una veintena de palabras. Era despierta y anhelaba aprender. Tan hundidos estábamos en la hierba que no veíamos nada más que el cielo azul sobre nuestras cabezas y el árbol dorado frente a nosotros. Era deliciosamente agradable. Después de que Ántonia hubo repetido las nuevas palabras una y otra vez, quiso darme un pequeño anillo de plata cincelada que llevaba en el dedo corazón. Lo rechacé muy seriamente cuando ella insistió, intentando convencerme. No quería su anillo, y me parecía que su deseo de dárselo a un chico al que acababa de conocer era imprudente y excéntrico. No era de extrañar que Krajiek se hubiera aprovechado de aquella gente, si era así como se comportaban.
Mientras discutíamos sobre el anillo, oí una voz lastimera que gritaba:
—¡Ántonia, Ántonia!
Ántonia se puso en pie de un salto, igual que una liebre.
—Tatinek! Tatinek! —gritó, y corrimos al encuentro del viejo, que venía hacia nosotros. Ántonia fue la primera en alcanzarlo, lo cogió de la mano y se la besó. Cuando llegué yo, él me puso la mano en el hombro y examinó mi rostro durante unos segundos. Me sentí algo azorado, pues estaba acostumbrado a que los mayores no se fijaran en mí.
Volvimos con el señor Shimerda a la choza, donde me esperaba la abuela. Antes de que me subiera al carro, el señor Shimerda se sacó un libro del bolsillo, lo abrió y me mostró una página con dos alfabetos, uno inglés y el otro bohemio. Puso el libro en manos de mi abuela, la miró con expresión suplicante y dijo, con una seriedad que jamás olvidaré:
—¡En-se-ñar, en-se-ñar mi Ántonia!