No recuerdo nuestra llegada a la granja de mi abuelo, poco antes de despuntar el día, después de un trayecto de treinta kilómetros en un carro tirado por recios caballos de labor. Me desperté por la tarde en una pequeña habitación, apenas más grande que la cama en que me hallaba acostado, y un cálido viento hacía batir suavemente la persiana de la ventana junto a mi cabeza. Una mujer alta con la piel curtida y los cabellos negros me contemplaba; comprendí que debía de ser mi abuela. Noté que había estado llorando, pero sonrió cuando abrí los ojos; me miró con preocupación y se sentó a los pies de la cama.
—¿Has dormido bien, Jimmy? —preguntó con tono enérgico. Luego, en un tono muy diferente, añadió, como si hablara consigo misma—: ¡Dios mío, cómo te pareces a tu padre! —Recordé que mi padre había sido su hijo; seguramente lo había despertado a menudo de aquella misma forma cuando dormía más de la cuenta—. Aquí tienes tu ropa limpia —continuó, acariciando la colcha con la mano morena mientras hablaba—. Pero primero baja a la cocina conmigo y date un buen baño caliente detrás de los fogones. Tráete tus cosas; no hay nadie más.
La idea de «bajar a la cocina» me resultó extraña; en mi casa había que «salir a la cocina». Cogí los zapatos y los calcetines y la seguí por la sala de estar y por una escalera hasta el sótano. Éste estaba dividido en un comedor, a la derecha de la escalera, y una cocina, a la izquierda. Ambas estancias tenían las paredes enlucidas y encaladas; el revoque se había aplicado directamente a las paredes de tierra, como solía hacerse en las chozas. El suelo era de cemento duro. Arriba, junto a las vigas de madera del techo, había unos ventanucos con cortinas blancas y unos tiestos de geranios y unas tradescantias en los anchos alféizares. Al entrar en la cocina percibí un agradable aroma a pan de jengibre cociéndose. La cocina de fogones era muy grande, con brillantes adornos de níquel, y detrás de ella había un largo banco de madera contra la pared y una tina que la abuela llenó de agua fría y caliente. Cuando me trajo el jabón y las toallas, le dije que estaba acostumbrado a bañarme solo.
—¿Sabes lavarte las orejas, Jimmy? ¿Estás seguro? Bueno, pues desde luego eres un muchachito muy listo.
La cocina era muy agradable. El sol que entraba por el ventanuco del Oeste se reflejaba en el agua de mi baño, y un gran gato maltés se acercó y se frotó contra la tina, observándome con curiosidad. Mientras me frotaba, mi abuela estaba ocupada en el comedor, hasta que la llamé con gran inquietud.
—¡Abuela, creo que el pan se está quemando! —Entonces llegó ella riendo y agitando el delantal como si espantara gallinas.
Era una mujer alta y enjuta, un poco encorvada, y era propensa a adelantar la cabeza en actitud atenta, como si contemplara o escuchara algo distante. Cuando me hice mayor, llegué a la conclusión de que se debía únicamente a que pensaba muy a menudo en cosas que a los demás se nos escapaban. Caminaba deprisa y todos sus movimientos eran enérgicos. Tenía una voz aguda y algo chillona, y con frecuencia hablaba con entonación preocupada, pues sentía un exagerado deseo por que todo se hiciera con el debido orden y decoro. También su risa era aguda, y quizá algo estridente, pero dejaba traslucir una inteligencia despierta. Tenía entonces cincuenta y cinco años de edad y era una mujer fuerte, de una inusitada resistencia.
Una vez vestido, exploré la amplia despensa contigua a la cocina. Estaba excavada bajo el ala de la casa, con las paredes enlucidas y el suelo de cemento, con una escalera y una puerta que daba al exterior, por la que entraban y salían los hombres. Debajo de una de las ventanas tenían un lugar para lavarse cuando llegaban de trabajar.
Mientras mi abuela preparaba la cena, me acomodé en el banco de madera que había tras los fogones y trabé amistad con el gato; me enteré de que no sólo cazaba ratas y ratones, sino también ardillas de tierra. El rectángulo de luz que dibujaba un rayo de sol en el suelo fue desplazándose hacia la escalera mientras charlaba con mi abuela sobre el viaje y sobre la llegada de la familia de Bohemia; me dijo que serían nuestros vecinos más próximos. No mencionamos la granja de Virginia, que había sido su hogar durante muchos años. Pero cuando los hombres llegaron del campo y nos sentamos todos a la mesa para cenar, preguntó a Jake por su antiguo hogar y por los amigos y vecinos que había dejado allí.
Mi abuelo habló poco. Me dio un beso al llegar y me habló con amabilidad, pero no era una persona efusiva. Me percaté enseguida de su carácter reflexivo y digno, y me sentí algo intimidado. Lo primero que llamaba la atención en él era su hermosa barba rizada, blanca como la nieve. En una ocasión oí comentar a un misionero que era como la barba de un jeque árabe. Su cabeza calva no hacía sino realzarla más.
Los ojos del abuelo no eran en absoluto los de un viejo; eran de un vivo color azul y lanzaban fríos destellos. Tenía los dientes blancos, regulares, y tan sanos que no había necesitado ir al dentista en toda su vida. El sol y el viento maltrataban con facilidad su cutis delicado. De joven, tenía los cabellos y la barba de color rojo; las cejas aún conservaban el tono cobrizo.
En la mesa, Otto Fuchs y yo no dejamos de mirarnos a hurtadillas. Mientras preparaba la cena, la abuela me había contado que era austríaco, que había llegado al país siendo muy joven y que había llevado una vida aventurera en el lejano Oeste, en las explotaciones mineras y los ranchos de ganado. Su constitución de hierro se había resentido a causa de una neumonía contraída en la montaña, y se había instalado en aquella zona de clima más templado durante una temporada. Tenía parientes en Bismarck, un asentamiento de colonos alemanes situado al norte de la granja, pero hacía ya un año que trabajaba para el abuelo.
En cuanto terminó la cena, Otto me llevó a la cocina para decirme entre cuchicheos que en el establo había un poni y que lo habían comprado para mí en una subasta; lo había montado él mismo para averiguar si tenía malas mañas, pero el poni era un «perfecto caballero», y se llamaba Dude[4]. Fuchs me contó todo cuanto quería saber de él: que había perdido la oreja durante una ventisca en Wyoming, cuando era conductor de diligencias, y cómo se echaba el lazo. Me prometió enlazar a un novillo para mí al día siguiente, antes de que se pusiera el sol. Sacó sus «chaparreras» y sus espuelas de plata para mostrárnoslas a Jake y a mí, y también sus mejores botas de vaquero, adornadas con llamativos dibujos: rosas y nudos marineros y figuras femeninas desnudas. Con tono solemne, explicó que eran ángeles.
Antes de acostarnos, llamaron a Jake y a Otto a la salita para rezar. El abuelo se puso unos anteojos de montura plateada y leyó varios salmos. Su voz era tan cordial y leía de un modo tan expresivo que me habría gustado que escogiera uno de mis capítulos favoritos de uno de los libros de los Reyes. Me sobrecogió la forma en que pronunciaba la palabra selah. «Él elegirá nuestro legado, lo más excelso de Jacob, a quien amaba. Selah.» Yo no tenía la menor idea de lo que significaba esa palabra; quizá él tampoco. Pero, cuando la pronunciaba, se convertía en parte de un oráculo, en la más sagrada de todas las palabras[5].
A la mañana siguiente, temprano, salí corriendo al exterior para explorar los alrededores. Me habían dicho que la nuestra era la única casa de madera al oeste de Black Hawk, hasta llegar al asentamiento de colonos noruegos, donde había varias. Nuestros vecinos vivían en casas de tierra y en chozas, cómodas, pero no demasiado espaciosas. Nuestra blanca casa de madera, con una planta y otra media planta, además del sótano, se encontraba en el extremo este de lo que podría llamarse el corral, con el molino junto a la puerta de la cocina. Desde el molino, el terreno bajaba en una suave pendiente hasta los establos, graneros y pocilgas de la parte occidental. A fuerza de hollarla, la pendiente estaba pelada, la tierra era dura y estaba agrietada por los surcos sinuosos que dejaban las lluvias. Más allá de los graneros de maíz, en el fondo de la hondonada, había un pequeño estanque fangoso rodeado de sauces enanos de color rojizo. El camino que venía de la estafeta de correos pasaba por delante de nuestra puerta, atravesaba el espacio abierto y describía una curva hasta el otro lado del estanque, donde empezaba la pradera, ascendiendo en una suave ondulación y prolongándose ininterrumpidamente hacia el Oeste. Allí, siguiendo la línea del horizonte, bordeaba un vasto campo de maíz de una extensión superior a la de cuantos había visto hasta entonces. Aquel maizal y la parcela de sorgo que había detrás del establo eran los únicos cultivos que había en los alrededores. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era una extensión cubierta de hierba roja y enmarañada, en su mayor parte casi tan alta como yo.
Al norte de la casa, dentro de los límites marcados por las zanjas cortafuegos, crecía un tupido bosquecillo de negundos achaparrados, cuyas hojas empezaban a amarillear. Este seto tenía una longitud aproximada de medio kilómetro, pero tuve que forzar la vista para divisarlo. Aquellos pequeños árboles eran insignificantes comparados con la hierba. Parecía como si la hierba estuviera a punto de arrollarlos, igual que a los ciruelos que había detrás del gallinero hecho de tierra.
Mientras recorría el paisaje con la mirada, tuve la sensación de que la hierba era la tierra, como el agua es el mar. El rojo de la hierba daba a la gran pradera el color de las manchas de vino o de ciertas algas marinas cuando llegan a la playa llevadas por la corriente. Y era tal el movimiento, que la tierra entera parecía lanzada a la carrera.
Casi había olvidado que tenía abuela cuando la vi salir con sombrero y llevando un saco de grano, y me preguntó si querría ir al huerto con ella a coger unas patatas para la cena.
Curiosamente, el huerto se encontraba a medio kilómetro de la casa, al final de un sendero que discurría por un barranco, más allá del corral. La abuela me enseñó un grueso bastón de nogal con la contera de cobre que colgaba de su cinturón por una correa de cuero. Era, según me dijo, su bastón para serpientes de cascabel. No debía ir nunca al huerto sin un palo grueso o un machete para cosechar maíz[6]; ella había matado a un buen montón de serpientes de cascabel en sus idas y venidas al huerto. A una niña que vivía junto a la carretera de Black Hawk la había mordido una en el tobillo y se había pasado todo el verano enferma.
Recuerdo exactamente la impresión que me produjo el paisaje mientras caminaba junto a mi abuela siguiendo las suaves roderas de los carros en aquella mañana de principios de septiembre. Tal vez me hallaba aún bajo la impresión del largo viaje en ferrocarril, pues predominaba en mí, sobre todas las demás, la sensación de movimiento en el paisaje; en la brisa fresca y ligera de la mañana, y en la tierra misma, como si la tupida hierba fuera una especie de piel suelta y debajo manadas de búfalos salvajes galoparan, galoparan…
Yo solo nunca habría dado con el huerto —de no ser, quizá, por las enormes calabazas amarillas esparcidas por doquier y protegidas apenas por sus hojas marchitas— y, una vez allí, no despertó en mí ningún interés. Lo que quería era seguir caminando por entre la hierba roja hasta el fin del mundo, que no podía estar muy lejos. La transparencia del aire me dijo que el mundo acababa allí: sólo quedaba la tierra y el sol y el cielo, y si seguía un poco más allá, sólo sol y cielo encontraría, y flotaría como los halcones pardos que sobrevolaban nuestras cabezas proyectando sombras fugaces sobre la hierba. Mientras la abuela cogía la horca que encontramos clavada en uno de los surcos y extraía las patatas, mientras yo las recogía de la tierra de un suave tono marrón y las metía en el saco, no dejaba de alzar la vista hacia los halcones que hacían lo que tan fácilmente podría hacer yo.
Cuando la abuela se dispuso a marcharse, le dije que prefería quedarme un rato en el huerto.
Me miró con atención por debajo del sombrero.
—¿No te dan miedo las serpientes?
—Un poco —admití—, pero me gustaría quedarme de todas formas.
—Bueno, si ves alguna, ni te acerques siquiera. Las grandes de color amarillo y marrón no hacen nada; son serpientes toro y evitan que haya demasiadas ardillas de tierra. No te asustes si ves asomar algo por el agujero de ese talud de ahí. Es la madriguera de un tejón. Es casi tan grande como una zarigüeya adulta, y tiene la cara a rayas blancas y negras. Se come una gallina de vez en cuando, pero no permito que los hombres le hagan daño. En un país nuevo las personas acaban haciéndose amigas de los animales. Me gusta que salga y me contemple mientras trabajo.
La abuela se echó el saco de patatas al hombro y se alejó por el sendero, un poco encorvada. El sendero seguía los meandros del barranco. Cuando llegó al primer recodo, me saludó con la mano y desapareció. Me quedé a solas con un sentimiento nuevo de ligereza y satisfacción.
Me senté en medio del huerto, donde las serpientes difícilmente podían acercarse sin ser vistas, y apoyé la espalda en una calabaza amarilla y caliente. A lo largo de los surcos crecían unos cuantos cerezos silvestres llenos de frutos. Di la vuelta a las vainas triangulares, de tacto semejante al papel, que protegían las cerezas, y me comí unas cuantas. Por todas partes había saltamontes gigantes, el doble de grandes de cuantos había visto hasta entonces, realizando proezas acrobáticas entre los sarmientos marchitos. Las ardillas de tierra correteaban de un lado a otro del huerto. Allí, en el fondo de la hondonada, el viento no soplaba con demasiada fuerza, pero le oía murmurar su melodía en lo alto y veía agitarse la alta hierba. Notaba caliente la tierra bajo mi cuerpo, y al dejarla caer, escurriéndose entre mis dedos. Aparecieron unos extraños bichos rojos desfilando lentamente en escuadrones en torno a mí. Tenían el dorso de un reluciente color bermellón con puntos negros. Me quedé tan quieto como me fue posible. No ocurrió nada. No esperaba que ocurriera nada. Yo era algo que yacía bajo el sol y lo sentía, igual que las calabazas, y no quería ser nada más. Era totalmente feliz. Tal vez nos sentimos así cuando morimos y nos convertimos en parte de un todo, sea el sol o el aire, la bondad o la sabiduría. En cualquier caso, eso es la felicidad: diluirse dentro de algo completo y grandioso. Cuando le sucede a uno, es un proceso tan natural como el sueño.