I

Oí hablar de Ántonia[2] por primera vez en lo que me pareció un viaje interminable a través de la gran llanura central de Norteamérica. Entonces tenía yo diez años; había perdido a mi padre y a mi madre en el intervalo de un año, y mis parientes de Virginia me enviaron a casa de mis abuelos, que vivían en Nebraska. Viajaba al cuidado de un chico de la frontera, Jake Marpole, uno de los «peones» de la vieja granja de mi padre, al pie de los Montes Azules, que iba al Oeste a trabajar para mi abuelo. Jake no tenía mucha más experiencia del mundo que yo. Jamás había subido a un tren hasta la mañana en que partimos juntos para probar fortuna en un nuevo lugar. Hicimos todo el camino de día, sintiéndonos más pegajosos y sucios con cada nueva etapa del viaje. Jake compraba todo lo que le ofrecían los vendedores de periódicos: caramelos, naranjas, botones de latón para cuellos, un amuleto para colgar del reloj y, para mí, una biografía de Jesse James, que recuerdo como uno de los libros más satisfactorios que he leído en mi vida. Más allá de Chicago estuvimos bajo la protección de un amable revisor, que lo sabía todo sobre el país al que nos dirigíamos y que nos dio muchos consejos a cambio de nuestra confianza. A nosotros nos pareció un hombre experimentado que había estado en casi todas partes; en su conversación introducía como si tal cosa nombres de estados y ciudades distantes. Llevaba anillos e insignias de varias fraternidades a las que pertenecía. Hasta los gemelos de los puños los llevaba grabados con jeroglíficos, y se le veían más inscripciones que a un obelisco egipcio.

En una ocasión de las que se sentó con nosotros a charlar, nos dijo que en el vagón de inmigrantes que había más adelante viajaba una familia de «allende los mares», cuyo destino era el mismo que el nuestro.

—No hay ninguno que hable inglés, excepto una niña, y todo lo que sabe decir es: «Ir Black Hawk[3], Nebraska». No es mucho mayor que tú, tendrá unos doce o trece años, y se la ve tan brillante como un dólar nuevo. ¿No quieres ir a verla, Jimmy? ¡Tiene unos bonitos ojos castaños, además!

Este último comentario me volvió vergonzoso; meneé la cabeza y me sumergí en mi libro de Jesse James. Jake asintió, mostrando su aprobación, y dijo que con los extranjeros lo más probable es que le contagiaran a uno alguna enfermedad.

No recuerdo haber cruzado el río Misuri, ni nada de lo que vimos durante el largo día que tardamos en atravesar Nebraska. Seguramente habíamos cruzado ya tantos ríos que me aburrían. Lo único realmente destacable de Nebraska fue que no dejó de ser Nebraska en todo el día.

Llevaba mucho tiempo dormido, hecho un ovillo en un asiento de felpa roja, cuando llegamos a Black Hawk. Jake me despertó y me cogió de la mano. Bajamos del tren a trompicones y nos encontramos en un apartadero de madera por el que iban y venían corriendo unos hombres con faroles. No vi población alguna, ni siquiera luces distantes; reinaba una oscuridad impenetrable. La locomotora jadeaba trabajosamente tras su larga carrera. Al rojo resplandor de la caldera vi un grupo de gente apiñada en el andén, rodeada de cajas y bultos. Comprendí que debía de ser la familia de inmigrantes de la que nos había hablado el revisor. La mujer llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo con flecos y en los brazos sostenía una pequeña caja de hojalata, que acunaba como si fuera un bebé. Había un hombre viejo, alto y encorvado. Dos chicos adolescentes y una niña llevaban sendos bultos de hule, y una niña pequeña se aferraba a las faldas de su madre. Al poco se acercó a ellos un hombre con un farol y les habló profiriendo gritos y exclamaciones. Agucé los oídos, pues desde luego era la primera vez que oía hablar en una lengua extranjera.

Se acercó otro farol. Una voz burlona nos preguntó:

—Hola, ¿sois vosotros los familiares del señor Burden? Si es así, es a mí a quien buscáis. Soy Otto Fuchs. Soy jornalero del señor Burden y voy a llevaros a su casa. Hola, Jimmy, ¿no te da miedo venirte tan al Oeste?

Alcé la vista con interés hacia aquel rostro nuevo a la luz del farol. Aquel hombre parecía salido de las páginas de Jesse James. Llevaba sombrero mexicano, con una ancha tira de cuero y una hebilla reluciente, y un mostacho con las puntas rígidas y retorcidas hacia arriba, como cuernos pequeños. Tenía un aire vivaz y fiero, pensé, como si tuviera un turbio pasado. Una larga cicatriz le cruzaba la mejilla y levantaba la comisura de la boca en una mueca siniestra. Le faltaba un trozo a la parte superior de su oreja izquierda y tenía la piel tan tostada como la de los indios. No cabía la menor duda de que era el rostro de un forajido. Cuando se paseó por el andén con sus botas de tacones altos, buscando nuestros baúles, vi que era un hombre enjuto y nervudo, rápido y de pies ligeros. Nos dijo que teníamos un largo camino por delante durante la noche y que haríamos bien en emprender la marcha. Nos condujo hasta un poste al que había atados dos carros; vi que la familia extranjera se amontonaba en uno de ellos. El otro era para nosotros. Jake se sentó en el pescante con Otto Fuchs y yo viajé sobre la paja dentro del carro, tapado con una piel de búfalo. Los inmigrantes se alejaron rodando con estrépito, adentrándose en el negro vacío, y nosotros fuimos detrás.

Intenté dormir, pero las sacudidas hacían que me mordiera la lengua, y pronto empezó a dolerme todo el cuerpo. Cuando la paja se aplanó, mi cama se volvió muy dura. Salí cautelosamente de debajo de la piel de búfalo, me puse de rodillas y me asomé por un costado del carro. No parecía haber nada a la vista; no había vallas, ni árboles ni arroyos, no había campos ni colinas. Si existía una carretera, yo no pude distinguirla bajo la tenue luz de las estrellas. No había nada más que tierra: no era un país, sino el material del que están hechos los países. No, no había nada más que tierra… ligeramente ondulada, eso sí que lo sabía, porque las ruedas chirriaban a menudo al frenar cuando bajábamos hasta el fondo de una hondonada y volvíamos a subir dando bandazos por el otro lado. Tenía la sensación de que dejábamos atrás el mundo, de que habíamos traspasado sus límites y nos encontrábamos fuera de la jurisdicción de los hombres. Hasta entonces no había alzado jamás la vista sin ver la silueta familiar de una cadena montañosa recortada en el cielo. Pero allí había, sencillamente, la bóveda celeste. No creía que mis difuntos padres me estuvieran contemplando desde allá arriba; seguirían buscándome en el aprisco, junto al arroyo, o a lo largo del blanco sendero que conducía a los pastos de la montaña. Incluso a sus espíritus los había dejado tras de mí. No creo que sintiera añoranza. No importaba que no llegáramos a ninguna parte. Entre aquella tierra y aquel cielo, me sentía borrado. No recé mis oraciones aquella noche: me pareció que, allí, lo que tuviera que ser, sería.