INTRODUCCIÓN

El verano pasado, durante un período de intenso calor, Jim Burden y yo atravesamos Iowa casualmente en el mismo tren. Somos viejos amigos, crecimos juntos en la misma población de Nebraska, y teníamos mucho de que hablar. Mientras el tren recorría interminables kilómetros de campos de trigo maduro, dejando atrás pueblos, pastos cubiertos de flores vistosas y robledales mustios por el sol, nos sentamos en el vagón panorámico, donde la madera estaba caliente al tacto y una gruesa capa de polvo rojo lo cubría todo. El calor y el polvo, el ardiente viento, nos recordaron muchas cosas. Charlábamos sobre lo que significa pasar la infancia en poblaciones como ésas, enterradas entre trigo y maíz, padeciendo los estimulantes extremos del clima: veranos abrasadores en los que la tierra verde y fecunda yace bajo el cielo fulgente, y uno se ahoga casi en vegetación, en el color y el olor de la densa maleza y las cosechas ubérrimas; inviernos borrascosos con poca nieve, cuando la tierra toda queda pelada y gris como una plancha de hierro. Convinimos en que era preciso haber crecido en una pequeña población de la pradera para saber lo que era aquello. Era una especie de francmasonería, dijimos.

Aunque tanto Jim Burden como yo vivimos en Nueva York, allí no solemos coincidir. Él es abogado de una de las grandes compañías de ferrocarriles del Este y a menudo pasa semanas enteras lejos de su despacho. Ésta es una de las razones por las que apenas nos vemos. Otra razón es que a mí no me gusta su mujer. Es atractiva, vital, enérgica, pero a mí me parece fría e incapaz, por temperamento, de entusiasmarse. Los gustos apacibles de su marido la irritan, creo, y considera que vale la pena desempeñar el papel de mecenas de un grupo de jóvenes pintores y poetas de ideas avanzadas y talento mediocre. Tiene una fortuna propia y vive su propia vida. Por alguna razón, desea seguir siendo la señora de James Burden.

En cuanto a Jim, las decepciones no le han hecho cambiar. El carácter romántico, que a menudo le hacía parecer muy divertido cuando era adolescente, ha sido uno de los elementos fundamentales de su éxito. Ama con pasión el gran país que su ferrocarril atraviesa con múltiples ramales. Su fe en él y sus conocimientos sobre él han desempeñado un importante papel en su desarrollo.

Durante aquel caluroso día en que atravesábamos Iowa, nuestra conversación volvía una y otra vez a centrarse en una figura crucial, una chica de Bohemia[1] a la que ambos habíamos conocido hacía mucho tiempo. Ella, más que ninguna otra persona a la que recordáramos, parecía encarnar el país, las condiciones de vida, la aventura de nuestra infancia. Yo le había perdido la pista por completo, pero Jim había vuelto a verla después de muchos años, y había renovado una amistad que significaba mucho para él. Aquel día, sus pensamientos estaban llenos de ella. Hizo que yo también volviera a verla, a notar su presencia, a revivir el antiguo afecto que le tenía.

«De vez en cuando me dedico a escribir todo lo que recuerdo sobre Ántonia —me dijo—. En el curso de mis viajes a lo largo y ancho del país, me distraigo con ello en mi compartimento.»

Cuando le dije que me gustaría leer su relato, me aseguró que lo leería… si llegaba a terminarlo.

Meses más tarde, en una tempestuosa tarde de invierno, Jim vino a verme a mi apartamento con una carpeta en la mano. Entró en la sala de estar con ella y dijo, mientras se frotaba las manos para calentarlas:

«Aquí tienes lo de Ántonia. ¿Todavía quieres leerlo? Lo acabé anoche. No lo he corregido; simplemente me he limitado a escribir todo lo que su nombre me recuerda. Supongo que no tiene forma alguna. Ni tampoco título.» Entró en la habitación contigua, se sentó a mi escritorio y escribió en la cara superior de la carpeta la palabra «Ántonia». La miró un momento con el entrecejo fruncido, luego añadió otra palabra, convirtiéndolo en «Mi Ántonia». Esto pareció dejarlo satisfecho.