Capítulo 41

ROMA, 22 de febrero de 1555

En el austero refectorio de la residencia de la Compañía, los jesuítas desayunaban en completo silencio. Ignacio de Loyola mondaba una naranja, con minuciosidad, muy concentrado en lo que hacía. Polanco, no lejos de él, sentado en la misma mesa, le observaba de soslayo. No había podido pegar ojo esa noche, dando vueltas y vueltas en su mente de prodigiosa inteligencia a la triste idea de ser quien tendría que comunicarle al fundador la noticia de la muerte de Xavier.

La casa madre de Roma, junto a la iglesia de Santa Maria della Strada, era el lugar desde donde se gobernaba toda la Compañía de Jesús. En ella se recibía constantemente a los miembros de la orden que venían a despachar asuntos con el propio Ignacio de Loyola, el padre general, o con el secretario. Era pues una casa de paso, de llegadas y partidas, donde solían reunirse jesuítas venidos desde los diversos lugares por donde se extendía la Compañía, que abarcaba ya los principales puntos de Europa y además se esparcía por ultramar. Desde su fundación y su aprobación por el papa Paulo III, en 1540, la expansión de la orden de Ignacio fue extraordinaria. Habían acudido a sus filas hombres eminentes y se le iban abriendo las puertas de muchos territorios. Desde 1551, existían las provincias de España, Portugal y la India, aparte de la de Italia que gobernaba directamente Ignacio de Loyola, el general. Muchas otras provincias se iban creando. Se habían fundado numerosos colegios y por este motivo el crecimiento era ya imparable. Desde que en 1541 Francisco de Xavier se embarcara para las misiones de la India, se inició una de las grandes tareas de la nueva orden: la evangelización de los infieles en tierras lejanas. En 1547 salieron cuatro misioneros para el Congo, iniciándose la obra africana, y en 1549 parten seis para Brasil, inaugurando las misiones en el Nuevo Mundo.

Por la casa de Roma pasaban provinciales, rectores, maestros, estudiantes, novicios… Y todo aquel jesuíta que debía emprender una difícil misión, abriendo nuevos territorios, acudiendo a solucionar un problema o llevando algún encargo delegado personalmente por el superior general. Allí se hacían los nombramientos, se redactaban las cartas, se aconsejaba, se exhortaba y se planificaba cualquier empresa de importancia. A pesar de este ir y venir, y de las miles de tareas que cotidianamente se desenvolvían, en la casa reinaban el orden, el silencio y la disciplina. Se levantaban los jesuítas de madrugada, hacían sus rezos y muy de mañana estaban dedicados al trabajo. Ignacio de Loyola el primero, a pesar de sus sesenta y cinco años y de la mala salud de su estómago, que constantemente le afligía con molestias.

Aquella mañana el fundador parecía alegre. Polanco no dejaba de observarle durante el desayuno. Hasta el punto que Ignacio se dio cuenta de que el secretario estaba demasiado pendiente de él y le dijo muy sonriente:

—Estoy bien, Juan Alonso, hoy me levanté de muy buena gana. He de hacer muchas cosas. No te preocupes por mí.

Esto entristeció todavía más a Polanco. A pesar de lo cual contestó:

—Me alegro.

—¿Qué hay de esos padres portugueses que según he sabido llegaron ayer? —preguntó entonces Ignacio.

—Descansan. Les recomendé guardar cama hasta media mañana. Venían de Lisboa. Es un largo viaje.

—Bien hecho; que descansen. ¿Qué les trae a Roma?

—Les envía el provincial —respondió el secretario, parco en palabras, para no mentir.

—Será por lo de los asuntos de la misión de Etiopía —supuso Ignacio—. ¡A ver si traen alguna noticia de Francés de Xavier!

Polanco calló. Bajó la cabeza y se acercó a los labios el tazón humeante, lleno de caldo de verduras.

—Eso parece estar muy caliente —advirtió Ignacio—; te vas a quemar.

Un joven padre, llamado Pedro de Ribadaneira, estaba un poco más allá, muy atento a la conversación entre sus superiores. También sabía él lo de Xavier. Todos en la casa lo sabían ya, excepto el fundador. Se había acordado la tarde anterior que Polanco se lo comunicaría a media mañana, cuando los padres portugueses hubieran descansado. Decidieron no decírselo enseguida porque había sido un día de mucho trabajo para él y, además, por evitarle al menos una mala noche. Las noticias tristes se sobrellevan mejor a plena luz del día.

Cuando acabó de mondar la naranja, Ignacio se entretuvo troceándola cuidadosamente, formando una especie de flor, con los gajos dispuestos desde dentro hacia fuera en el plato. Hecho esto, le pasó la fruta a Ribadaneira, que aceptó el obsequio con una sonrisa de complacencia, alargando la mano y llevándose a la boca una de las partes.

—¡Humm…! ¡Buenísima! —exclamó.

—Estas naranjas son de Pescara —observó Ignacio—; las más dulces que hay. Probadlas. Su Santidad me envió ayer dos docenas de ellas con su última carta.

Después del desayuno, fue cada uno a sus ocupaciones. El superior general se encerró en su celda, como cada día, para enfrascarse en su ingente tarea epistolar.

La dispersión de la Compañía por el mundo exigía el envío de cientos de cartas. Lo mismo escribía Ignacio a los miembros de la orden que a los protectores de la Compañía, al emperador Carlos V, al rey Felipe II de España o al de Portugal Juan III, al papa, a quien tenía muy cerca, entregado por esas fechas al Concilio de Trento, que desenvolvía su última etapa; y a príncipes, cardenales, obispos e importantes damas benefactoras de la gran obra misionera.

A principios de este año de 1555 había un asunto que preocupaba especialmente al superior general de los jesuítas: la empresa de Etiopía. Los portugueses habían iniciado sus expediciones por Oriente y deseaban entablar relaciones con el Negus o emperador de los etíopes. Ya en 1509 la reina Helena de Abisinia envió a Portugal al comerciante Matthäus, docto en lenguas, que llegó a Lisboa pasando por la India en 1514, trayendo una carta de su soberana y una reliquia de la Vera Cruz del Señor. Al año siguiente el rey portugués envió una embajada „ respondiendo con ricos presentes. Se entabló así una relación que se prolongaba por más de cuarenta años. En estos últimos tiempos, los moros acosaban al Negus, que escribió al papa y al rey Juan III, rogando ayuda a sus hermanos de religión. Vistas las buenas disposiciones del emperador de Etiopía, el rey de Portugal pidió a Ignacio de Loyola que enviara al lejano reino amigo misioneros jesuitas. El propio superior general de la Compañía preparó con todo esmero la expedición. Escribió numerosas cartas, tanto al rey Juan III como al papa y al provincial de los jesuitas portugueses. Se decidió nombrar un patriarca católico para Etiopía. Ya, diez años atrás, Ignacio eligió a Pierre Favre para este cargo, pero su muerte desbarató los planes. Últimamente se había nombrado al padre Juan Núñez Barreto, que aguardaba en Lisboa, haciendo los últimos preparativos, a que desde Roma se le diera la orden de partir una vez que se le agregaran los misioneros que debían acompañarle: los españoles Andrés de Oviedo y Juan Barul, el flamenco Bokyn y el italiano Passitano. Por eso el padre portugués Melchior Carneiro estaba ahora en Roma, a principios de 1555, enviado por el provincial de Portugal para informar detalladamente sobre los pormenores de la empresa.

La llegada a Roma de noticias frescas desde Portugal entusiasmaba a Ignacio. Porque suponían el poder avanzar en los asuntos de la India y, en especial, en la inminente misión de Etiopía. Por esta razón, se sentó inmediatamente delante del escritorio y empezó a escribir una larga carta personal dirigida al negus Claudio, previendo que el portugués Melchior Carneiro podría llevarla a Lisboa para entregársela en mano al padre Núñez Barreto, el patriarca que debía ir a presentarse ante el emperador de Etiopía.

La campana de Santa Maria della Strada anunció la hora tercia con su alegre y delicado tintineo. El padre Polanco alzó la cabeza de los papeles que tenía entre las manos y comprendió que era llegado el temido momento. Se acercó a la ventana de su despacho y oteó el jardín, que se veía solitario. Tardó poco en aparecer Ignacio, sin fallar a su metódica puntualidad, y se encaminó cojeando por el sendero, entre los setos, hacia el ciprés oscuro donde solía rezar las horas intermedias del breviario. Su superior le pareció a Polanco un ser débil en extremo, enjuto, menudo y frágil, con sus fatigosos y renqueantes pasos, de lado a lado, deteniéndose de vez en cuando para sostenerse en el tronco de alguno de los arbolillos desnudos de hojas. Le vio llegar trabajosamente al lugar donde rezaba diariamente, santiguarse, alzar los ojos al cielo y abrir el libro de oraciones. El secretario se estremeció sintiendo una tristeza infinita.

El cielo estaba completamente azul, como el día anterior. Gracias a Dios no era un día gris de invierno. No se movía el aire y reinaba una gran quietud en el huertecillo, que a esas alturas del invierno no presentaba todavía brotes de hojas nuevas; mucho menos las flores tempranas que tanto alegraban a Ignacio en la Cuaresma, en pleno mes de marzo. Al estar todo tan despejado, la visión era muy nítida. El sol matinal se proyectaba sobre las ramas de los árboles, que creaban un bonito juego de sombras en el sendero. Los tejados del barrio más viejo de Roma, las torres de las iglesias y la solemne gravedad de los vetustos palacios se recortaban en el firmamento inundado de claridad. El ciprés, inmóvil, se obstinaba en señalar enhiesto el lugar donde Ignacio rezaba los salmos. Y el mirlo ya estaba allí, anticipándose a la primavera, vestido con su negrísimo plumaje, a juego con la indumentaria de los habitantes de la casa, volando de un árbol a otro, como desvalido, como ave sin pareja que era, lanzando desesperados trinos que resonaban en las paredes del edificio.

Polanco estaba fatigado de tanto pensar y perdía la mirada en la realidad tan familiar del jardín. Desde que fuera nombrado secretario permanente de la Compañía, en 1547, había sido testigo de muchos acontecimientos definitivos para la nueva orden. Entre todos ellos, recordaba ahora especialmente la alegría con que se recibía cualquier noticia de la misión de Francisco de Xavier en Oriente, por nimia que fuera. Sus cartas tardaban cuando menos dos años en llegar a Roma. Siempre eran esperadas. Ignacio se colmaba de felicidad al recibirlas, las leía y las releía; lloraba como un niño saboreándolas. El optimismo de Xavier, la energía que emanaba de sus escritos, parecían llenarle de vida. El cariño de los saludos y la ternura de las palabras de su discípulo más querido le enternecían. Francisco le llamaba «verdadero padre mío» y se despedía de él como «vuestro hijo». A pesar de la distancia, aunque a veces presintiera que en esta vida no volverían a encontrarse, Ignacio seguía considerando a Francisco el gran regalo de Dios para su vida, para su obra.

Pero no sólo en la casa principal de la Compañía de Jesús se leían las cartas de Xavier. Se multiplicaban sus copias y se difundían con un éxito asombroso. Eran leídas con avidez por innumerables fieles, por religiosos y religiosas, clérigos, obispos, cardenales, en las cortes de España y Portugal, en París, en el Concilio de Trento, en las Universidades, en Salamanca, Alcalá de Henares, Coimbra y Colonia, en los colegios, en los monasterios, en los conventos, en los púlpitos de las iglesias… Decían que Juan III, rey de Portugal, besaba estos escritos antes de leerlos y por reverencia los colocaba encima de su cabeza. El cardenal Cervini se hizo tan devoto de las cartas que lloró de gozo al saber que Xavier vendría a Europa llamado por Ignacio de Loyola. A éste escribió León de Giglio en 1552 desde Florencia: «Las cartas de la India se consumen en manos de muchos, en numerosos cenobios, son tantos los hermanos que las ven y las piden, no sin grande edificación y consuelo espiritual».

Bien sabía Polanco que el gran aprecio que se tenía en el mundo cristiano a los escritos de Xavier no se debía al atractivo de las descripciones de exóticos y remotos pueblos; sino por el celo apostólico, la fe que emanaban y, sobre todo, porque servían de precioso ejemplo en Europa. El jesuíta padre Araoz ya en 1545 se había referido al gran misionero navarro con estas elogiosas palabras: «No menos fruto ha hecho en España y Portugal con su letra, que en la India con su doctrina».

Escribía Francisco de Xavier sus cartas con un estilo sencillo, muy natural, sin ornamentación. A veces parecía que hablaba, más que escribir. Eran frases expresivas, tiernas y sinceras. Mezclaba las palabras latinas con las castellanas, vizcaínas y portuguesas, las primeras que le venían a la pluma, con la premura propia de su entusiasmo para contar cosas. A veces con cansancio y desolación, en medio de la enfermedad, con cierto enojo por algún contratiempo; pero siempre inflamado de una gran confianza en Dios.

Considerando todo esto, Polanco acarició el envoltorio que contenía el tesoro que suponían sus últimas cartas; pocas, apenas una decena, firmadas todas entre febrero y abril de 1552. Entre ellas, había una para Ignacio, fechada en Goa el 9 de abril de ese año. Sólo las había ojeado el secretario; decidió no leerlas por delicadeza. Aunque sabía que ya circulaban las copias de mano en mano, por todo Portugal y España, donde, según habían comentado los dos jesuítas portugueses llegados el día anterior, veneraban ya a Francisco de Xavier como un santo.

En cambio, había leído detenidamente Polanco el memorial redactado por el provincial de la Compañía en Portugal. En él se narraba todo lo que se sabía acerca de los últimos días de Xavier. No era un documento demasiado extenso. Se trataba de una relación concisa de las informaciones dignas de crédito llegadas a Lisboa en la flota de la India. Muchas cosas que no se contenían en el escrito se las habían contado al secretario los padres Carneiro y Días la noche antes, en una larga conversación rica en detalles sacados de los testimonios directos de quienes conocieron al misionero personalmente o se enteraron de sus hechos en los amplios territorios de la gobernación de la India.

Había muerto Francisco de Xavier hacía ahora poco más de dos años, el 3 de diciembre de 1553. Era ése el tiempo que solían tardar en llegar sus cartas. ¡Cuántos meses creyéndolo vivo! Meditaba Polanco en este hecho y le venía a la memoria el pensamiento de san Agustín, quien dijo que «la muerte es maestra de la vida». Xavier murió tal y como había sido su vida, lanzada hacia delante de manera impetuosa, sin saber dónde había de detenerse.

En los once años que estuvo en Asia, cumplió con creces su misión. Embarcado en Lisboa en 1541, llegó un año después a Goa, donde su trabajo se desenvolvió entre los portugueses. Pero pronto emprendió la gran campaña misionera en el sur de la India, entre los paravas. En sus primeras cartas pedía reiteradamente consejo a Ignacio y a sus compañeros de Roma. Parecía sentirse algo desvalido y necesitado de apoyo al principio; hasta que se dio cuenta de que no podía estar pendiente de lo que le respondieran, por la lentitud de la correspondencia y porque en tan grande distancia sólo él debía resolver qué hacer en cada momento. Hizo prodigios en Comorín. Desde allí escribió cartas conmovedoras, como aquella en la que contaba que el brazo se le caía a veces cansado de tanto bautizar.

En 1544 dejó la Pesquería y marchó a Travancor. Trabajó intensamente en la costa Malabar, Cochín y otras poblaciones. Visitó las islas de Ceilán y Manar, llegando hasta Meliapur, donde pudo venerar el sepulcro que la antigua tradición atribuía al apóstol santo Tomás. A fines de 1545 emprendía la misión de Malaca y las Molucas. Realizó allí una labor sumamente peligrosa, en la isla del Moro, donde la amenaza de la traición y el envenenamiento le anduvieron rondando. Cuando estalló la peste en las armadas española y portuguesa, derrochó abnegación, atendiendo caritativamente a los enfermos. Su ejemplo fue tan grande que se le unió como colaborador el sacerdote español Cosme de Torres, que luego ingresó en la Compañía.

A fines de 1547, cuando estaba de nuevo en Malaca y se disponía a regresar a Goa, se le presentó un joven japonés llamado Yahiro, que le habló del Japón de tal manera que a Xavier se le despertó el ansia de abrir nuevos horizontes. Entusiasmado por lo que le contaban de las lejanas regiones del Oriente y de las cualidades excepcionales de sus habitantes, se decidió a ir allá.

Después de consolidar las misiones de la India, transcurrido un año entero, inició la difícil travesía en abril de 1549, acompañado por el padre Cosme de Torres, el hermano Juan Fernández y el japonés Yahiro, a quien ya había bautizado con el nombre cristiano de Pablo de Santa Fe. Navegaron primeramente de Goa a Malaca. En este puerto tuvieron grandes dificultades para encontrar barco, pues ningún piloto quería aventurarse en la peligrosa singladura invernal. Pero, finalmente, se embarcaron en el junco de un pirata chino, donde viajaron con incontables peligros, sufriendo tormentas y tifones, amenazadas sus vidas por gentes de aviesas intenciones. Hasta que pisaron tierras japonesas en el puerto de Kagoshima, situado en la isla de Kyoshu.

Esta misión era sumamente difícil. Aunque obtuvo el permiso del rey de Saxuma para predicar, chocó con el pueblo japonés, que era de una racionalidad superior a la de las gentes que antes habían conocido en Asia. A pesar de ello, trabajó sin arredrarse ante las contrariedades; sobre todo, la oposición de los bonzos y la gran resistencia de los magnates, que no confiaban en sus explicaciones. Después de un año, había convertido a unas 150 personas en Kagoshima.

Se dirigió luego a Hirado, donde alcanzó en menor tiempo mayor fruto. Esto le animó a seguir hacia el corazón del país, con la intención de que el emperador le permitiera proseguir su labor por todo el Japón. Fue a Yamaguchi y de allí a Miyako, con los vestidos rotos y los pies descalzos, habiendo gastado todo el dinero que le quedaba en los neófitos y los pobres. Recorrió nuevos territorios cubiertos de nieve, enfermo y agotado. Cuando al fin llegó a Miyako, la desilusión fue grande: había estallado la guerra civil y todo estaba destruido y en desorden.

Tuvo que regresar a Hirado y de allí a Yamaguchi, donde logró bastantes conversiones. A pesar de tantos peligros y fracasos, se iba fundando la misión japonesa. En septiembre de 1551 volvió a la isla de Kyoshu llamado por el gran señor de Bungo, que decía querer convertirse al cristianismo.

Allí había recalado una nave portuguesa que le anunció que era reclamado de la India para los asuntos del gobierno de la Compañía. Se embarcó en ella en 1551 y emprendió viaje a Goa, adonde llegó en febrero de 1552. Tuvo que hacerse cargo de una situación difícil, pues las cosas en la orden de los jesuítas se habían enrevesado durante su ausencia. Cambió superiores, castigó faltas y expulsó a algunos miembros.

De nuevo se embarcó en abril de 1552 dispuesto a realizar la gran empresa china. Una vez más en Malaca, se vio obligado a hacer uso de sus facultades de nuncio apostólico, excomulgando al gobernador Álvaro de Ataide, que se empeñó en entorpecer su viaje ordenando a sus soldados que inutilizaran el barco de Xavier quitándole el timón, los mástiles y las velas. Pero después de muchas negociaciones salió al fin, aunque con escasa compañía y en una mala embarcación.

Viajó hasta la isla de Sancián, adonde llegó en septiembre. Allí tuvo que detenerse, pues nadie se atrevía a llevarle por miedo a caer prisioneros de las autoridades chinas, que encerraban en sus temibles cárceles a los extranjeros que se aventuraban a recalar en sus costas sin autorización.

En la ladera de un monte que caía sobre la playa construyó una capilla con maderas y ramaje donde celebraba misa. Diariamente intentaba contactar con alguien que quisiera ir a China. Después de muchas averiguaciones, un mercader de Cantón estuvo dispuesto a llevarlo por el precio de 200 cruzados en su junco.

Pero cayó gravemente enfermo Xavier con una fiebre muy alta y gran debilidad. Era un invierno muy frío. La mayoría de los portugueses abandonaron la isla después de quemar sus chozas y el lugar quedó en gran soledad. Francisco empeoraba. Le practicaron sangrías y perdió el conocimiento. Sólo su fiel acompañante, el chino Antonio, permanecía a su lado día y noche.

Pareció que el espíritu de Xavier vagaba entre sueños febriles, en medio de los males despertaba, alzaba los ojos al cielo y predicaba en lengua ininteligible con semblante alegre. Otras veces mezclaba palabras de los salmos con el nombre de Jesús.

Polanco había escuchado estremecido el relato de los últimos momentos de Francisco, la noche antes, de boca de los padres portugueses. Le había impresionado tanto que no pudo pegar ojo. Era como si tuviera grabadas en su mente unas imágenes que no había visto. Pero que habían brotado de la misteriosa fuente de su imaginación, merced a los informes recabados por el provincial de Lisboa.

El día 2 de diciembre, al atardecer, el fiel Antonio se dio cuenta de que Francisco de Xavier se moría. Entonces decidió velarle. Le puso una candela encendida en la mano y le vio desfallecer mientras repetía el nombre de Jesús. Al amanecer del sábado día 3 de diciembre de 1552 expiró con gran serenidad.

Decidieron enterrarlo en un promontorio de la bahía, en la ladera, a media altura. Y les pareció oportuno echarle encima cal para que se consumiese la carne, quedando los huesos desnudos, por si con el tiempo se podían llevar los restos a la India. Hecho esto, cubrieron con tierra la caja y le pusieron encima unas piedras para señalar el lugar de la sepultura.

Pasados dos meses, a mediados de febrero de 1553, la nao Santa Cruz se hacía a la vela para regresar a Malaca. El fiel Antonio pensó que Francisco no debía quedarse solo en la isla y así se lo expuso al capitán del barco. Fueron a abrir la tumba y hallaron con asombro el cuerpo como recién muerto, incorrupto. Cortaron un trozo de carne incluso, junto a la rodilla, comprobando que no desprendía mal olor alguno.

Las reliquias de Xavier fueron llevadas primeramente a Malaca, donde fueron veneradas como las de un santo. Reposaron allí hasta mediados de agosto de ese año, en que partieron en un navío hacia la India. El 16 de marzo de 1554, Viernes de Pasión, el cuerpo fue recibido solemnemente en Goa por el virrey, el cabildo catedralicio, la cofradía de la Misericordia y millares de fieles que portaban velas encendidas en las manos.

En el pequeño jardín, bajo el ciprés, Ignacio se santiguaba después de concluir el rezo del breviario. Alzó los ojos al cielo, meditabundo, y fue a sentarse en un banco de piedra que estaba un poco más allá. Polanco, desde la ventana, creyó llegado el momento de ir a hablar con él.

Cuando descendió a la planta baja, encontró en el vestíbulo a la veintena de jesuítas que residían en la casa. Nadie dijo nada. Todos sabían la difícil misión que tenía encomendada. Alguno sonrió para darle ánimos, los demás hablaban con la mirada. El joven padre Ribadaneira tenía lágrimas en los ojos. El secretario le puso la mano en el hombro al pasar, cariñosamente. Se detuvo luego por un momento en la puerta, se volvió y les dijo a todos, con firmeza:

—Creemos en la resurrección, hermanos. Nuestro padre Íñigo el primero entre todos. ¡Benditos los que mueren en el Señor!

Dicho esto, se encaminó con pasos decididos por el centro del jardín.

Ignacio parecía estar aguardándole en el banco de piedra. Se apartó a un lado y le hizo sitio. Polanco se sentó a su lado. Estuvieron durante un largo rato en silencio, como contemplando de común acuerdo la belleza invernal del jardín. Parecía que las oraciones aún permanecían suspendidas en el aire limpio. El mirlo detuvo por un momento su canto estridente.

—Estaba pensando en algunas cosas —dijo al fin Íñigo.

—Lo sé —contestó el secretario—. Siempre estás pensando. Cuando no rezas…

—¿Sabes? Hoy me he sentido más viejo que nunca antes. Pero eso no me entristece. Aunque hay cosas que me enternecen.

—Tú dirás.

—Ahí está el universo interminable. De su contemplación me brota la mejor enseñanza: nunca llegaremos a dar de mano en esta tarea nuestra de servir a lo que Dios quiere de nosotros. Sólo nos detendremos cuando él quiera. Nos imponemos tareas, hacemos planes, proyectamos grandes empresas, aplazamos la vida, aguardamos frutos, troceamos el camino, lo salpicamos de etapas… Y sabemos que, en esta marcha, en este avanzar, nuestras vidas, nuestras pobres vidas, disponen de un resuello muy breve… Nunca aquí veremos concluida la obra. ¡Nunca aquí alcanzaremos al sol!