Capítulo 40

ROMA, 21 de febrero de 1555

Bajo la esplendorosa luz de la primera hora de la tarde, Roma reposaba en calma. Apenas había gente en las calles. Hacía frío, aunque brillaba el sol. Las chimeneas desprendían hilillos de humo gris que la brisa deshacía en el limpio cielo, intensamente azul. Dos clérigos, muy envueltos en sus negras capas, se detuvieron delante de la pequeña iglesia de Santa Maria della Strada. Entraron y estuvieron orando durante un rato. En el campanario, un breve y débil repiqueteo anunció la hora sexta.

Frente a la iglesia, en el caserón que servía de residencia a la Compañía de Jesús, reinaban la limpieza y el silencio. El padre Juan Alonso de Polanco, el secretario permanente de la orden, ordenaba en su despacho en ese momento las cartas. No se daba descanso ni siquiera a esa hora que seguía al almuerzo. Al sentir el tañido de la campana, se detuvo en su minuciosa labor y echó mano mecánicamente al breviario que estaba sobre la mesa. Se levantó de la silla y salió para dirigirse a la capilla con la intención de rezar. Pero se topó en el corredor con el portero, que venía a avisarle de que dos padres acababan de llegar en ese momento desde Portugal y pedían ver, cuanto antes mejor, a Ignacio de Loyola.

—Yo los atenderé —contestó Polanco.

Los dos recién llegados aguardaban sentados en el banco del recibidor. Por su aspecto, se comprendía enseguida que acababan de llegar de un largo viaje. Eran ambos jóvenes, uno más que el otro; flacos, morenos de rostro y de oscuras barbas algo crecidas. Al ver aparecer al secretario, se levantaron y se apresuraron a besarle la mano.

—¡Ah, carísimo padre Ignacio! —exclamó el que parecía ser el mayor de los dos—. ¡Es una merced grandísima de Dios poder conocer a vuestra caridad en persona! Gratia Dei!

El padre Polanco se estiró y sonrió. Era ya un hombre maduro, de cabello encanecido, delgado, alto y pálido, pero en nada se parecía físicamente a Ignacio de Loyola, bastante mayor que él. Por eso se extrañó por esta confusión. Y contestó adusto:

—Oh, no, no, hermanos, no soy el padre Ignacio. ¡Ya quisiera parecerme a él lo más mínimo! Soy sencillamente el secretario de la Compañía.

—¡Ah, claro, el padre Juan Alonso Polanco! —afirmó entonces el jesuíta portugués—. ¡Dios sea con vuestra caridad! Disculpe vuestra caridad a este torpe hombre que no sabe reconocer a nuestro padre Íñigo por no haberlo visto nunca. Mi ardiente deseo de besar sus manos me indujo a engaño.

—Bien, es de comprender —dijo el secretario—. Y ahora, ¿pueden vuestras caridades decir a qué debemos esta visita?

—Nos presentamos —dijo el portugués que había hablado todo el tiempo, señalando a su compañero, que hasta entonces no había abierto la boca—: Éste es el maestro Baltasar Dias y un servidor, el padre Melchior Carneiro. Nos envía el superior de Lisboa, para cumplir con lo mandado por el superior general en lo referente a las futuras misiones de Etiopía. Venimos a ponernos a disposición del padre Ignacio para ese menester. Además de ello, traemos noticias y cartas llegadas a Lisboa desde la India.

—¡Noticias de Francisco de Xavier! —exclamó Polanco, con el rostro iluminado—. ¿Qué se sabe? ¿Está al fin en la China?

Los jesuitas portugueses se miraron entre ellos, con visible extrañeza.

—¿A la China? —preguntó Carneiro, el portugués que llevaba la voz cantante—. ¿Cómo a la China? Pero…

—Claro, a la China —respondió el secretario con ansiedad—. Hace más de un año que no sabemos nada en firme de la misión de la India. Las últimas cartas llegaron a finales del año del Señor de 1553. Entonces el padre Ignacio escribió a Xavier reclamándolo a Roma. Esperábamos que viniese justo ahora, a principios de año, pero no hay noticias. Por favor, hablen ya vuestras caridades. ¿De qué se trata? ¿Está acaso el padre Francisco de Xavier ya en Lisboa? ¿Por qué no ha venido con vos? ¿Se encuentra bien?

Los portugueses volvieron a mirarse con estupor.

—Debemos hablar inmediatamente con el padre Ignacio —dijo circunspecto el padre Melchior Carneiro.

—¿Qué sucede? —insistió con preocupación Polanco—. ¡Hablen ya, por caridad! Sea lo que sea, han de decírmelo a mí.

—La orden del superior de Lisboa es…

—La orden del superior de esta Compañía, aquí, en Roma, es que mi humilde persona sepa cualquier cosa que, no siendo menester propio de la cura de almas, deba conocer el padre Ignacio de Loyola. Así que abreviemos las explicaciones. ¿Qué hay de Francisco de Xavier?

Los portugueses se miraron por tercera vez. El más joven abrió su zurrón y sacó un envoltorio.

—Son las últimas cartas venidas de la India —dijo con timidez.

Polanco suspiró y alargó la mano tomando el envoltorio con un rápido movimiento. En ese momento, Carneiro emitió una especie de quejido, enrojeció y al momento le brotó de los ojos un reguero de brillantes lágrimas.

—El padre Francisco de Xavier está gozando de Dios —sollozó—, en compañía de María Santísima y de todos los santos del cielo. Creíamos que esa noticia ya se sabía aquí, en Roma. En Lisboa se piensa que el padre Ignacio ya debió de tener conocimiento de ello. Pero veo que…

Polanco se quedó estupefacto. Entrelazó los dedos y bajó la mirada, pensativo. Después se santiguó y musitó palabras inaudibles, como un bisbiseo, que los portugueses interpretaron como una oración y también hicieron el signo de la cruz sobre el pecho.

—Acompáñenme vuestras caridades —les pidió el secretario.

Fueron los tres al piso superior y se sentaron en una pequeña sala contigua a la biblioteca. Allí se les unió un cuarto jesuita, el padre Manare, que ejercía como ayudante de Polanco y a quien éste puso enseguida al corriente de la noticia. Todos permanecían en silencio, meditabundos, sentados en torno a una mesa cuadrada en cuyo centro había un crucifijo de pie, antiguo, oscuro. Miraban al Cristo que estaba muy bien rematado, con los suplicantes ojos puestos en las alturas, como a punto de expirar.

—Padre Polanco —dijo de repente el padre Carneiro, con su marcadísimo acento portugués—, perdone vuestra caridad la insistencia, pero he de cumplir lo que mi superior me pidió en Lisboa. He de hablar con el padre Ignacio de Loyola para darle toda la información.

—¿Qué información? —preguntó Polanco, cuyo rostro expresaba preocupación y tristeza.

—Ya os digo que en Lisboa se piensa que el padre Ignacio ya conoce la noticia de la muerte de Francisco de Xavier. El maestro Dias y yo no traíamos la misión de dar ese triste anuncio, sino de narrar con todo detalle al superior general de la Compañía el relato de los hechos que llegó en la última flota venida de la India; es decir, lo que se sabe de sus últimos días, de su muerte, de su sepultura y de la fama de santidad que orna la figura de este gran hermano nuestro. Además de esas cartas que os hemos entregado, las últimas de Xavier, tenemos aquí otros documentos que dan cuenta al padre Ignacio de Loyola de las informaciones dadas por los capitanes venidos en las naos, así como de las personas de mucho crédito que estuvieron presentes en el momento de la muerte y en lo que sucedió después con el cuerpo. Todo es de gran mérito, de mucha edificación para las almas y, en fin, para la mayor gloria de Dios.

—Comprendo —dijo el secretario—. Ignacio debe conocer todo eso, naturalmente. Pero comprendan vuestras caridades que primeramente debe comunicársele la noticia principal: que Francisco ha muerto. Lo cual ignora.

—¿Cuándo se lo diremos? —preguntó el padre Manare.

Polanco se levantó y fue hacia la ventana. Circunspecto, se puso a mirar hacia el exterior.

—No es buen momento para recibir este anuncio —explicó con un hilo de voz, llevándose la mano al pecho—. Hace unos meses llegaron aquí un padre japonés y dos españoles para dar cuenta de que se había oído decir que Francisco Xavier había muerto. Poco después supimos que era un simple rumor sin fundamento. Ya varias veces, en estos últimos años, le habían causado sobresalto a Ignacio; mas siempre se desmentía la noticia, lo cual le llenaba de inmensa felicidad. Aunque hace más de un año que no recibe cartas de Francisco, él está muy cierto y confiado en que su más amado discípulo está en la China haciendo grandes cosas por la causa de Cristo Nuestro Señor. Es un gran consuelo para él, en estos momentos en que su salud no es buena y sufre dolores y abatimiento. Yo mismo le comuniqué en diciembre las últimas nuevas: que seguramente lo de China era cierto. ¡Se alegró tanto…!

—¿Dónde está el padre Ignacio? —preguntó Carneiro.

—Venid a verlo —respondió el secretario extendiendo la mano hacia la ventana.

Los portugueses se levantaron y fueron junto a Polanco. Desde la ventana se veía un pequeño jardín con árboles desnudos de hojas, un sendero cubierto de arena rojiza con setos parduscos a los lados y un ciprés alto y oscuro, al final, junto a una tapia ruinosa.

—Allá está, junto al ciprés —señaló el secretario.

A esa hora, el sol bañaba completamente el jardín con sus rayos dorados. Algunos jesuitas paseaban o leían aprovechando el cálido y amable influjo del astro. Al fondo del huerto, bajo el ciprés, se veía de pie al anciano fundador de la Compañía de Jesús, con el breviario abierto entre las manos; parecía muy menguado, enfundado en su negra sotana, algo encorvado, delgado en extremo, calvo y pálido.

—¡Oh, Dios! —exclamaron con alegría los portugueses—. ¡Es nuestro padre Ignacio de Loyola, nuestro buen padre! ¡Dios le bendiga!